Tú sabes que todavía duele. Sabes que por más que intentes mirar a otro lado, cada pelota, cada cancha, cada finta o amague te trae de vuelta la impotencia, la montaña rusa de emociones en la que, por ensañamiento del destino, al final del viaje siempre terminas abajo. Bien abajo. Así que no intentes seguir entrenando tu estoicismo, no trates de hacer pasar tus comentarios por racionales, por imparciales, por desposeídos de ese “váyanse todos al carajo” que aun tienes ganas de gritar y con razón.
Sí, tú tranquilo, puedes rendirte al calor de esas emociones, andas con todo el derecho. Sabes que cuando llegue el momento de ver rodar esa pelotita, hayas dicho lo que hayas dicho, vas a estar ahí, en la cancha o en la tele, comiéndote las uñas, mordiendo el cuello de tu camiseta de franja roja, echándote unas ave marías que, por extrañas que sean a tu actuar diario, no dejarán de ser lo más sincero que brote de ti en ese momento. Y sabes, además, que del resultado de ese partido dependerá tu ánimo toda una semana, quizás todo un mes, quizás hasta que tengas la oportunidad de desquitarte volviendo a mirar la pelotita en el centro de ese verde odioso, pero tan familiar. Tal vez no te guste, pero lo sabes.
Te hablo a ti, por si no te quedó claro. A ti que hiciste tus pininos viendo al ‘Zancudo’ Olivares meterse el autopase por la banda izquierda para correr por afuera de la cancha porque jugaba con el pie cambiado, o a Julinho haciendo bailar samba a los laterales rivales. A ti que los chorrigolasos te significan algo, porque cuando ibas al viejo José Díaz años después y las cosas se ponían difíciles, la solución era mirar al banco y corear el nombre de un Roberto Palacios inacabable. Porque cuando la hora es la hora, comienza un partido en el que hablan las imágenes y en el que, ante cualquier peligro en el área peruana, sientes la necesidad de decirle al ‘Camello’ Soto que ‘descongestione’ porque no vale parpadear en esa zona de la defensa. A ti, pues, porque la fórmula del saque rápido de Balerio y el pivoteo de Maestri te trae recuerdos de los primeros abrazos de gol entre tíos mayores y primos que empezaban junto a ti a descubrir ese amor blanquirrojo.
Pero te hablo también a ti porque debutaste en las lides del sufrimiento muy joven, ¡y qué sufrimiento!, ese 12 de octubre de 1997 en Santiago. Esa noche en la que recién empezabas a entender el sentido de patria y de muchas otras cosas, pero el vejamen que sufrió esta hasta hoy te remuerde el alma, porque el grito de Salas en la cara del ‘Viejo’ te duele más que todas las historias que te han contado de la guerra con los chilenos. Porque, entre flashes y recuerdos, aun puedes reconocer esas caras asustadas al cantar el himno nacional –silenciado por las pifias de una tribuna pintada con los colores del enemigo– que deshonrosamente llevaron puesta la rojiblanca en aquella jornada. Y te acuerdas de ti queriendo levantarlo al viejo, queriendo darles un par de sopapos a esos tipos para desahuevarlos, para que entendieran que llevaban puesta en la piel la esperanza de un país que no terminaba de sangrar décadas de violencia. Un país que, aunque en ese momento casi no conocías, sentías que no se merecía eso.
Los cuatro goles de esa noche de octubre empezaron a curtirte. Después has llorado goleadas en Barranquilla y en Montevideo, y en tantos sitos que terminó de formarse esa piel de chancho a la que hoy acudes después de cada fracaso, pero que no te evita el dolor del que te comencé hablando. Y es que el martes que pasó, aunque intentes negarlo, volviste a sentir que estábamos ahí, que solo hacían falta noventa buenos minutos para volver a vivir el sueño. Pero a cada pelotazo desesperado, a cada salto que Pizarro no ganaba, a cada berrinche de Vargas o Guerrero, empezabas a sentir que eso ya lo habías vivido. Y la impotencia comenzaba a asomársete, y los puta madres, y la rabia contenida. Y la esperanza que jugaba contigo, que te hacía imaginar finales felices, alternativos y diferentes a esa asquerosa salida de Fernández, a esa horrible pérdida de marcas y a la posterior oda al desconcierto y la falta de reacción. Y las ganas de que mejor nos goleen para ya no tener que pasar por lo mismo hasta dentro de cuatro años, y el odio del que creías haberte olvidado por un miserable empate con la selección más débil de la tabla.
Sí señor, reconoce que no pudiste ver los programas deportivos de la noche sin sentir un nudo en la garganta, porque no hubo comentarista al que no quisiste agarrar a golpes de toda la mierda que tenías para tirarle a la selección. Por más que intentaste escucharlos, sopesar sus datos, sus opiniones, sus mismas conjeturas generalistas y circulares. Otra vez: siéntete con todo el derecho. No tienes por qué lavarle la cara a quienes no quisieron llevar con decoro la obligación de cumplir con los millones de peruanos, de cumplir contigo que siempre estuviste ahí para ellos. Y más aun, tienes todo el derecho porque viene Chile, el rival de siempre, el de las heridas que nunca van a cerrar, y tú vas a estar ahí junto a los otros, a los nuestros, coreando sus nombres y esperando su más mínimo acierto para ensalzarlos, para sentir que te cobraste al menos una de esas miles de revanchas que les debes a los vecinos sin siquiera saber por qué.
Así que ya déjate de joder con que estamos eliminados y que mire el vóley, llévate tu calculadora del carajo que no vamos a empezar a hacer números. Haz todos los análisis sociológicos o estructurales sobre la realidad de nuestro fútbol que quieras, o todos esos supuestos inútiles, que si le ganamos a tal, que si empatamos con el otro y Bolivia le gana a Argentina, porque, al final, vamos a estar ahí. Porque el fútbol no es un deporte que nació para sacar nuestro lado racional, sino para derribar la lógica con nuestras pasiones. Porque nos encanta el humo, 2×1 y en latitas, ¿qué más da? No sirve negarlo. Porque tú eres peruano y futbolero, y porque te pareces tanto a mí en ese aspecto, que recién después de cinco días puedo ponerme a escribir estas líneas sin tanto dolor. Porque sí pues, todavía duele.
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