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06 mayo 2013

Fernando Armas: El cómico al que le tiembla la pierna

Perfil.

Fernando Armas está de moda. A cada paso que da fuera de su círculo privado, le piden fotos y autógrafos. Dice que no le molesta mientras no le moleste a su familia. Él los protege y los necesita. Pasé toda una tarde con él y recién hacia el final pude entenderlo en una metáfora. 



El sol se acaba de ir cuando el faro delantero de un taxi se asoma intentando cortarme el paso. Lima sigue iluminada por las luces de los miles de carros que la inundan, que la congestionan hasta el delirio. Veloz, giro el timón, aprieto la bocina y le meto el carro. En esta marea de metal no funcionan las reglas de etiqueta: si te duermes, pierdes. Y parece que Fernando Armas se ha empeñado en que lo pierda. Su imponente Nissan Patrol es una de las camionetas más anchas que he visto: negra, de lunas polarizadas y asientos de cuero, aísla casi por completo del exterior a sus ocupantes en un entorno propio. Atrás estoy yo en mi Toyota bajito, minúsculo a su lado, tratando de seguirle el paso. He pasado toda la tarde con él y aún no me he podido figurar cómo retratar su vida en una sola idea. 



Vamos camino al Estudio 4 de Barranco, desde donde se transmite Yo Soy, el programa de imitación y canto estrella de la televisión de señal abierta. Estamos tarde. Mientras trata de salir del atolladero, el semáforo cambia a rojo. Frena. Me detengo muy pegado a su maletera, mi auto se refleja en el suyo. Algo se ilumina en la pintura negra. Ya lo tengo: Fernando Armas es como esa camioneta. Ha construido un ecosistema alejado de los reflectores, trabajando bajo ellos. Se ha esforzado toda su vida por salir adelante sobre una tarima para poder bajar y disfrutar junto a los suyos alejado de ella. Los carros avanzan. Por fin se desarma el cuello de botella y la Patrol acelera. Meto el pie hasta el fondo para seguirla. Si lo pierdo, me fregué. No sé cómo llegar. 


Un 30 de mayo hace cuarenta y siete años nació, al amparo de una familia numerosa, un robusto bebé. Octavo de once hermanos, Fernando Humberto siempre supo lo que significaba la familia. Y nunca se le olvida. “A veces me tomo mi avión y me voy uno o dos días a Chiclayo solo para saludar a mis hermanos. Regreso cargado de energías”, dice. Todos aún viven allá. 

Tenía 17 años cuando lo mandaron a la capital a vivir con su hermana. Había cuentas que pagar así que el joven Fernando tuvo que ponerse la bolsa al hombro y salir a ganárselas. Vendedor de artesanías en el mercado de Magdalena. Ambulante. Caminó la calle como tantos otros muchachos provincianos; flaco, esmirriado y narizón. Un día comió un sánguche malogrado y le dio tifoidea. Regresó a su tierra renegando y con una sola consigna: no vuelvo más. Pero volvió. A los 26 años se dio cuenta que las oportunidades para salir adelante sobre un escenario estaban en Lima y volvió. Con ciento cincuenta soles y encima de un camión, pero volvió. Y las oportunidades para jóvenes con algún don histriónico, en ese momento, tenían nombre y apellido: Augusto Ferrando. 

En medio de un set de televisión plagado de anuncios publicitarios, un micrófono se yergue expectante. A un lado, el mítico Ferrando remueve sus hojas mientras presenta a su siguiente invitado. 

–Este flaco es extraordinario –dice–. Nació aquí, en Trampolín a la Fama, y según la actuación de hoy, firma contrato con Risas y Salsa. Flaco, empieza imitando. 

El flaco escucha con gesto severo. No todos los días Ferrando le dice a alguien que es extraordinario. Está bien peinado, pero la maldición de los flacos es que su ropa siempre parece hecha para alguien diez tallas más ancho. El conductor suelta los nombres y Fernando Armas suelta los brazos. 

–Mario Vargas Llosa. 

La imitación es una caricatura, la voz de ganso, los labios hacia afuera. Alberto Fujimori, mucho antes de haber pronunciado su memorable grito de inocencia, le sigue, provocando más risas estridentes. El número encanta al público y al conductor. Para terminar le pide a un Iván Marquez presentando el noticiero ’24 horas’. Fernando suelta el archiconocido “tambiéééén vieneee” y el público estalla. 

–¡Aplausos! –grita Ferrando–. ¿Tu nombre? 

–Fernando Armas de Chiclayo –listo, trampolín a la fama. 

–¡Un comercial…! ¡…Y regreso! 

Pero si a Fernando Armas lo descubrió Ferrando, fue Guillermo Guille quien lo puso en carrera. El productor de Risas y Salsa le dio la aprobación y lo demás fueron años de éxito haciendo reír. Empezó actuando de extra, de mozo, de pájaro, de cualquier cosa. Ya estaba en escena y para los artistas eso es lo que vale. En televisión y radio, Armas ha logrado hacer una carrera estable, más estable de lo que cualquier padre esperaría de un hijo que le dice que va a ser cómico. Ha pasado por Los Chistosos de RPP, Qué tal mañana en ATV, 24 minutos de Panamericana, El Estelar del Humor, entre otros. Ahora está en Yo Soy y no para. 

–Los que tenemos el don de hacer reír, tenemos una gran posibilidad monetaria –me dice, sentado frente al monitor de la Mac que acaba de comprarse por recomendación de su hija, Sharon–. En los shows de las empresas está la plata. 

Estamos en la biblioteca de su departamento. Dice que le encanta leer, que es una de sus pasiones, pero no tiene un autor favorito. Me cuenta también que una chica hizo una tesis sobre su vida, que se pasaba todo el día con él, en su casa, en el trabajo, en todas partes. La busca, no recuerda sobre qué era. Aprovecho para ojear los libros, pero no dicen mucho: hay de consulta, enciclopedias básicas, algunas novelas disímiles. 

Todas las tardes antes del programa, Fernando Armas recibe un correo electrónico con links a videos de los cantantes a los que van a imitar los concursantes ese día. Los ve dos o tres veces y hace pequeñas anotaciones en una hoja. Celia Cruz. Gran presencia escénica. Voz te invita a bailar. Diego Torres. Falsete agudo. Transmite la alegría de la canción. Es lo que él llama ‘estudiarlos’. Las siguientes tres horas interrumpiré su estudio para intentar entender su personalidad y su vida. En un momento, suelta un par de notas como Miguel Abuelo. “Yo puedo sacar las voces, pero soy malo cantando porque desafino”, aclara al instante, mientras yo me pregunto cómo diablos hizo para hacer la voz tan parecida de un instante a otro 

Está descalzo, sentado en una silla deslizable y su pierna no para de temblar. Literalmente, no para. “Mi hijo es igual, a veces estamos sentados en la mesa y le digo ‘¿qué pasa, estás apurado?’, ‘¿y tú? Mira cómo estás’, me dice él”, y su pierna sigue temblando. De nariz aún grande y labios finos, el paso del tiempo se le nota solo en el contorno de los ojos. Usa lentes para ver de cerca, pero no son los grandotes con los que aparece en televisión, esos eran solo ‘de look’. “Ahora me los he mandado a hacer en bifocales, porque en cada corte tenía que estar sacándomelos y poniéndome los otros”, me cuenta. Sin embargo, aún no se acostumbra a ellos. Está mirando el video de Chris Martin, líder de Coldplay. “Temón, tremendo tema”, comenta. La pierna tiembla, los lentes brillan. 

**** 

Fernando Armas dice que no le gusta prestar plata, que nunca le gustó. Ni prestar ni pedir prestado. Un día en Risas y Salsa le pidió diez soles a uno de los compañeros y este le dijo que quería seguir teniéndolo como amigo. La plata, para él, es un tema delicado entre personas: “uno la gana con su esfuerzo y por eso la valora”. Además, alguna vez prestó y no le pagaron. Por eso, aún en sus peores momentos, se las ingeniaba solo. Si era necesario, comía clara de huevo batida y listo. Nunca se hizo paltas y dice resueltamente que no la pasó tan mal. Quizás por eso, cuando su carrera empezó a despegar, supo mantener los pies en la tierra. 

–Tienes que saber separar lo gracioso de lo serio si no, estás siempre en el vacilón y no consigues nada –afirma. 

–¿Desde cuándo aprendiste a hacerlo? –pregunto buscando una respuesta más profunda. 

–Desde siempre. Siempre supe que lo primero es la familia. Si estás bien con la familia, estás bien en todo. Es lo que te sostiene. Por eso he mantenido a mi familia lejos de mi vida pública. 

Su cara es otra cuando habla de la importancia de la familia. Deja de ser el gesto distendido, preparado para soltar la carcajada y empezar la chacota. La pierna aún tiembla, pero él se mantiene sinceramente serio. Poco a poco, vuelve a distenderse. 

–Por la naturaleza de lo que hago, soy una persona que siempre va a estar buscando como darle la vuelta a tu chiste, como darle el giro cómico a la situación. Casi nada me sorprende como para hacerme reír. Pero, ¿sabes qué sí me hace reír? Mis hijos. Ellos tienen un humor distinto. 

Sharon y Jerry están ambos en la misma universidad. “Ellos estudian porque así lo eligieron, si decidieran dejarlo no tendría ningún problema”, me explica. Ambos nacieron de su matrimonio con su esposa Charo, directora de su nido. Se conocen de toda la vida, ella era hija del guardián del colegio donde él estudiaba. Vivía allí. Él vivía a la vuelta. Seguir queriéndose después de verse toda una vida tiene su mérito. Pero Fernando no fue siempre tan desinhibido como ahora, también tuvo sus complejos. Y vaya, quién no los ha tenido. 

–Veía que mi boca era muy grande y paraba todo el día así –pone los labios como pico de pato–. Me decían que estaba muy flaco y me ponía tres pantalones. No me quitaba el buzo para nada, imagínate. Pero eso fue de adolescente. Ahora no, para nada. Yo soy un cómico, no un galán. 

Fue en la adolescencia que aprendió a poner chapas y a mover su pelota. Es hincha del Aurich y de la “U”, pero más que eso se declara hincha del fútbol. Hincha del fútbol. Y no deja pasar una semana sin jugarse un partido. A un lado de las canchas de césped sintético en las que siempre juega, Fernando Armas se amarra los chimpunes como jugador profesional. Se ha puesto la camiseta de Boca porque dice que es hincha de un equipo por cada país. Trota para calentar y parece una parodia, pero no lo es. El partido de esta noche es contra el equipo técnico del canal 2. En su bando, sus sobrinos son tantos que completan un equipo con todo y suplentes. Él es delantero, dice que no puede terminar un partido sin meter un gol. “Aunque perdamos 10 a 1”, se ríe. Con sus sobrinos, con su familia, Fernando es un palomilla. Los chistes ya no están en un guion, quedan encerrados en un ambiente que él protege. 

–¿Tío, has traído papel higiénico? –pregunta uno de sus sobrinos en ese tono de barrio idóneo antes de una pichanga. 

–¿Para qué? Si la vas a cagar en la cancha –le responde, rápido. 

Ni siquiera las viejas imágenes del archivo de Trampolín describen tan bien a ese flaco de los noventas como este momento. Ese es el Fernando Armas que llegó a Lima para asentarse en Los Olivos, donde vivió más de diez años. Ese es el payaso al que le decían ‘Cañaña’ porque se ponía a mover los arcos y agitar las manos como si fuera uno de los brujos que el entonces equipo chiclayano, Aurich Cañaña, había traído para no descender. Y al final descendió, pero al flaco le siguieron diciendo Cañaña en Los Olivos. Y siguió moviendo su pelota. Y haciendo sus chistes. El partido empieza. Uno de sus sobrinos, el que parece más habilidoso, roba el balón en el medio campo y se lo da a su tío en el borde del área. Este recibe con paciencia, tiene tiempo para acomodarse, levantar la cabeza y ponerla a un lado del arco. Listo. Cañaña ya puede irse tranquilo. 

**** 

Dijo Nietzsche que “el hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa”. Para Fernando Armas, hacer reír al público es reírse él mismo. “Así haya contado el chiste trescientas veces”, cuenta. Si no se riera, dejaría de hacerlo. Con él, todo lo que no es serio, es risa. No hay punto medio. Y lo admiro en silencio por eso. Ha pasado suficientes tiempos difíciles para aprender que todo tiene su momento, pero que la risa merece uno grande y privilegiado. Eso lo aplica en sus presentaciones. Dice que cada público es un reto para el cómico. “Uno tiene que ir tanteando, de todos modos, ellos van con la predisposición de reírse”. 

Fernando estudió administración y producción de televisión. En algún momento quiso ser periodista. Es esa vocación, dice, de estar siempre en contacto con lo que está pasando y llevarlo a la gente. Esa necesidad de comunicar. Intento preguntarle cuáles son los personajes que más le gustan y si algún político le ha pedido que no lo imite. Me mira y se ríe con desdén. “Es la pregunta que me hacen todos los periodistas, eso y si imitaba a mis profesores”. Gracias, tiene razón. Me salvó de entrar en el terreno de refrito, de lo mil veces masticado. 

Pero con lo que es hoy Fernando Armas, estoy condenado a coquetear con el mainstream. Todas las noches aparece en horario estelar y en señal abierta para millones de televidentes. En Yo Soy, Fernando es jurado, pero no deja nunca los chistes. “Ellos (los concursantes) esperan que Ricardo (Morán) les diga ‘no me gustó, no sirves para esto’, en cambio yo les diría algo como ‘¿esa es Celia Cruz o el gallo Claudio?’”. Es verdad, cada noche, bajo las mil y un luces del set, entre el griterío aplastante del público y el talento de los participantes, es difícil brillar. Y ahí ya no está detrás de las lunas de su camioneta; frente a cámaras, Fernando tiene que brillar. Ricardo Morán brilla por su calva, mientras una asistente de maquillaje intenta impedirlo con una brocha de base. Maricarmen Marín brilla en su vestido azul, en la voluptuosidad de su cuerpo. Él tiene que hacer algo más, él tiene que abrir la boca y hacer reír. Y no falla. “¿Ustedes saben qué significa Viagra, no? Viejas agradecidas. Etimológicamente, pues”. No falla. 

Otro que nunca falla es el ‘Chichiricósoro’. Fulvio Carmelo. El único de sus personajes que me interesa más allá de lo cómico. 

– Yo, cuando imito, me siento el personaje que estoy imitando, lo veo delante de mí –hace un gesto con la mano frente a su cara mientras me hace la imitación de Choledo. 

–¿Y cuándo imitas a Fulvio también te siente como él? 

Se ríe. 

–No, esa es una exageración del lado gay que todos tenemos. Yo creo que todos los hombres tenemos una porción femenina. Nunca falla. Si vas donde un tipo, por más alto, grande y serio que sea, y le dices ‘ay chichiricósoro, ayer estuvimos juntas, no te hagas’, se va a soltar, se va a reír –con la mano hace un gesto femeninamente exagerado–. A veces en las presentaciones empiezo diciendo ‘a ver chicas, voy a pasar lista. Juan Carlos, ¡dónde está Juan Carlos!’ Y todos se matan de risa. Yo que culpa tengo que siempre le atine al nombre de gerente. 

Y es que los famosos “ojo de loca, no se equivoca”, “chicas, un negro, ¡posiciones!”, “¡Serenazgo, serenazgo!”, etc., ya son parte de nuestro maletín de expresiones populares. No falla nunca porque enfrenta a cada hombre a su homofobia u homosexualidad de una manera inofensiva, cómica. Y para Fernando es su personaje más querido, más entrañable. “Yo antes decía ‘nunca me voy a maquillar, maquillarse es para maricones’. Cuando llegué a la televisión vi como Chuiman  se maquillaba, por ejemplo, y ahora ando con mi neceser de cosméticos”. Así es, hasta Fulvio tuvo su alter-ego homofóbico. 

La conversación ha sido larga aquella tarde. Por la pantalla de la Mac han pasado Selena, los Gipsy Kings, Kiss y más. Todos tienen sus respectivos apuntes en la hoja de papel. La pierna no ha parado de temblar, ni un solo instante. La computadora está programada. “Son las 6:30”, anuncia una voz femenina. Fernando Armas se para al instante y se va a bañar. Regresa pocos minutos después con camisa y pantalón, en su maletín lleva la ropa deportiva para el partido con los del equipo técnico. Salimos en dirección a Barranco y me pide que lo siga. El tráfico está terrible. Llegamos con algo de retraso. Entramos al set, yo me siento en el público mientras él va a maquillarse. No puedo entrar ahí. Espero mientras tomo nota mental de todo lo que acabo de registrar. Una familia habla sobre Alejandra Guzmán. Karen Schwarz camina por detrás de mí. Adolgo Aguilar por delante. Pasa media hora y alguien me llama. Volteo. Es Fernando. 

–Paolo, ven –me acerco–. Para que te quede como anécdota. Todos los cantantes que he estado estudiando, son los de mañana. Voy a tener que hacerlo así nomás. 

Ambos nos reímos. Regreso a mi sitio. No sé por qué, no puedo parar de reírme. 














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