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12 diciembre 2013

Mauricio Mulder, el picón que no quiere pelear solo

Entrevista perfil



Doce y media de la tarde, la oficina dice casi nada. Un par de fotos suyas enmarcadas en la pared junto a líderes del partido; un televisor antiguo encendido; El habla culta, de Martha Hildebrandt en una esquina del escritorio; y un cartel, que pretende ser didáctico, en el que se indica lo que un congresista puede y no puede hacer por un ciudadano: no hace obras públicas, no da trabajo, no recibe regalos ni favorece en juicios.

Al final de un corredor de baldosas en un edificio del Jirón Huallaga en el Centro de Lima, frente a un patio con tragaluz que comparte con el de otros cuatro congresistas, está el despacho de Mauricio Mulder. Sin mayores aspavientos. Una secretaria nada despampanante recibe a los visitantes y los acompaña a través de los quince pasos que toma atravesar los cubículos de los asesores. Al fondo, Mulder esboza una sonrisa tras la barba que intercala franjas blancas y negras, y saluda con una voz que parece no haber dejado del todo la adolescencia.

El consejo es claro: no hablar de política con un aprista. Siempre gana, siempre dice lo que le conviene, está entrenado para eso. Voy a hacer una entrevista a la persona, he pensado todo el camino, a la persona y no sobre opiniones o coyuntura políticas. Mi primera pregunta es instintiva.

Me han advertido varias veces lo mismo antes de venir a esta entrevista. Es una advertencia que debería quedar en mí, pero que se la comparto: “los apristas solo dicen lo que ellos quieren decir y siempre jalan agua para su molino”. ¿Qué opina?

¿Qué ser humano no dice lo que quiere decir? ¿Los apristas somos distintos a los demás seres humanos? Decimos lo que creemos y, si tenemos tantos años en la vida política del país, es porque no estamos en nuestra organización porque nos va a dar la oportunidad de tener poder o figuración, sino porque creemos en ella. Cuando una persona se guía por sus principios y sus creencias, no está mal; al contrario, es algo bueno.

¿Qué está por delante, las creencias o uno mismo?

Los principios. En un partido político tienen que prevalecer los principios y no los intereses. La mayoría de partidos nuevos se han estructurado en función a intereses: juntan a personas de distinta organización, vertientes y principios, pero que tienen como interés común llegar a sentarse en un escaño del Congreso, ser ministro o ser alcalde. A nosotros nos parece que eso es lesivo.

¿Y qué opina usted, entonces, de la libertad de cada individuo de pensar diferente a su grupo?

Si un individuo tiene una posición distinta y discrepante a la del grupo en el que está, tiene el perfecto derecho a no integrarlo. El tema de organizar grupos supone la renuncia a ciertas discrepancias y la acentuación de ciertas afinidades. No significa mimetizarse al 100%; aceptas que concuerdas con lineamientos de carácter general, aunque mantengas discrepancias en cualquier otro tema. Esto supone que respetarás el trabajo colectivo sobre los acuerdos que se tomen. Y eso funciona en cualquiera, incluso las no políticas. Es muy difícil que tú siendo hincha de la U, integres la directiva de Alianza.

Alguna vez entrevisté a un sacerdote que es bastante liberal y le pregunté una cosa parecida: cómo lidiaba él con la jerarquía de la Iglesia. ¿Cómo lidia usted con la jerarquía aprista?

Discutiendo entre nosotros. Cuando las discusiones son sobre temas importantes, lo que se hace es buscar que prevalezcan las posiciones mayoritarias. Al momento de ingresar al partido aprista sabía que una de las normas al interior de una organización es que, si tienes una posición individual discrepante con la de los demás, pero es minoritaria, tienes que acatar la de la mayoría. Es una norma de respeto mutuo que asumes en función de la organización. También para convencer a los otros integrantes de que respalden tu posición individual y que puedas hacer que se convierta en mayoritaria. En eso puedes perder, como ganar.

Es decir, ¿solo si uno acepta renunciar a lo que piensa si los demás piensan diferente, puede convencerlos de que piensen como uno?

Claro, porque tienes autoridad moral para decir que, en un tema en el que discrepabas, aceptaste el punto de vista mayoritario. Si no aceptas esa norma, que es de cuantificación, de número, entonces no integres una organización, válete individualmente y sigue pregonando tu punto de vista. Eso sucede más. La mayoría de las personas no acepta esta suerte de renuncia al pensamiento propio que supone una organización. Entonces, claro, escriben en los periódicos… pero son ellos solos.

¿Por qué Mauricio Mulder decidió renunciar a veces a sus principios para formar parte del APRA?

Porque uno de los principios que tengo es que, para poder cambiar la estructura de una sociedad y convertirla en una más justa, solamente funcionan las acciones colectivas y no las individuales.

¿Jamás?

Las individuales no fructifican nunca en acciones efectivas de cambio social. La historia lo ha demostrado, siempre son acciones colectivas. Puede haber líderes muy importantes que tenga capacidad individual, pero sin otros, no pueden hacerlo.

¿No teme que se convierta en una especie de religión?

No, no, no. Primero, ¿qué cosa es una religión? Yo, que soy una persona atea, concibo que los principios religiosos también suponen que las personas tengan sus discrepancias y sus individualidades, pero que aceptan comunes denominadores. Todo católico tiene un común denominador con otro, aunque unos sean de la vertiente más liberal y otros de la vertiente más reaccionaria: integran una misma forma de ver la vida. El individualismo absolutamente puro, casi anárquico, no existe. La acción humana es colectiva porque vivimos en sociedad.

¿Qué lo separa del fanatismo?

El fanático es el que pone el dogma por encima de la realidad. Yo soy una persona que lo primero que hace es analizar su realidad y no se deja supeditar por los textos. Sé que los textos son interpretaciones de momento y que siempre se irán renovando. Por ejemplo, quienes basan toda su estructura mental únicamente en la lectura de la Biblia y no en la realidad que los entorna, aun interpretando la lectura, son fanáticos. En cambio, los que tienen la capacidad de poder leerla, interpretarla, acomodarla a la realidad y desarrollarla a través de sus esquemas, demuestran que hay una racionalidad por encima de eso. El fanático no es racional y yo pretendo serlo.

Me acaba de decir que es ateo. ¿Desde cuándo?

Desde los dieciséis o diecisiete años.

¿A qué se debe?

A que empecé a leer distintos libros sobre temas religiosos vinculados a la política. A diferencia de los otros que puedas entrevistar, tipo Daniel Abugattás, que si les preguntas cuál es su apuesta de vida, te dicen “bueno, yo soy empresario y estoy en política”, los que hacemos política porque es una vocación, no estamos en política: somos políticos. Entonces, desde los dieciséis años, en un ambiente muy politizado como el del gobierno de Velasco, comencé a preocuparme por la lectura de distintas cosas. Entre ellas, me iba preguntando sobre temas de carácter religioso. Así concluí que la demostración de la existencia de Dios es una conclusión lógica a la que arriba toda persona que se pregunta si las cosas tienen un origen. Todas las cosas tienen un origen y, por lo tanto, Dios es la explicación de todas las cosas.

Efectivamente, nuestra visión de las cosas nos dice que todas tienen un origen, pero hay cosas que no pueden explicarse. Si no, tendríamos que preguntarnos cuál es el origen de Dios, también. Leyendo después a Stephen Hawking, a Bertrand Russell, me di cuenta, viendo la dimensión del universo y la pequeñez de la existencia humana, tanto en el tiempo como en el espacio, que la existencia de Dios es altamente improbable, que es mucho más probable que no exista. Esa es la definición de un auténtico ateo. El ateo que te dice no, de ninguna manera, también es un poco fanatizado.

¿Ha habido momentos extremos en su vida en los que ha pensado en ponerse a rezar o es completamente consecuente?

No, jamás, pero sí he tenido pensamiento trascendente, que se refiere a pensar un poco hacia allá. Cuando ocurre, generalmente en un proceso de meditación, evoco a mis padres, a mi padre fallecido, a mis abuelos, a mis antepasados como si fuesen imaginarios en los que uno puede tener referencia. Pero esas son cosas que uno las evoca porque...

Porque todo ser humano necesita evocarlas en algún momento. ¿Cómo ha vivido la ausencia de su padre? 

Por mi padrastro. Con absoluta sinceridad, no me acuerdo casi nada de mi padre real, murió cuando tenía dos años y medio. Mi mamá se volvió a casar cuando yo tenía cinco y mi padre fue mi padrastro, Teodoro Pinillos. Él me ha criado, él es mi papá. No he tenido la desgracia de no tener un padre en la casa, sino la fortuna de tener uno.

Dice que el ambiente en el que creció era muy politizado, pero, realmente, ¿el ambiente del Colegio Pestalozzi lo era tanto?

Era un colegio suizo, liberal, clasemediero y laico. Éramos algunos los que hacíamos política. Cuando te refiero al ambiente, era el de mi casa. Mi mamá, hija de aprista, siempre hablaba de política en la casa. Allí siempre hemos tenido una biblioteca muy grande, con mucha afición de lectura por generaciones. Además, ella trabajaba de secretaria de gerencia en una compañía de minas, donde una de sus tareas era hacer recortes de periódicos para su jefe. Entonces, hacía los recortes sobre temas mineros o económicos y el resto lo traía a la casa. Así, he tenido la virtud de leer todos los periódicos, todos los días, desde que tengo diez años.

¿Los entendía?

Los leía. Toda mi memoria histórica está basada en titulares de periódicos. Esa es una ventaja que te politiza.

¿Con qué periódico simpatizaba?

El Comercio era el más completo, sin dudas, pero era muy anti-aprista. Entonces, empecé a preguntarme por qué. La Tribuna estaba para compensarlo y yo ya sabía eso. Había La Prensa, buen periódico, más liberal; Expreso; Extra. Después, como me gustaba mucho el fútbol, leía El Comercio Gráfico, la revista Ovación y La Tercera de La Crónica.

Usted es hincha del Boys. ¿Cómo vive su hinchaje ahora que no está en primera?

Con pasión. Ser hincha del Boys es una pasión mucho más inexplicable que cualquier tema religioso. Sufres más, la camiseta te pesa un montón y la quieres aunque esté en segunda. Es querer al fútbol desde abajo. Me parecería muy aburrido ser del Cristal, un equipo que tiene toda una cervecería detrás con grandes inversiones, dinero, gerentes. Debe ser aburridísimo.

¿Hay algo de pasión futbolística en política?

Son cosas que se parecen, son movimientos colectivos, identificaciones comunes. Pertenecer a un equipo es como pertenecer a un partido, solo que en el terreno del fútbol el apasionamiento es mayor y en el de la política debe haber más racionalidad. Los símbolos de identidad en los partidos políticos se están perdiendo, pero en el fútbol no pues, ahí sí se mantienen.

¿Y cuál es su principal símbolo de identidad?

Bueno, mi barba (ríe). Me pongo a ver en el Parlamento y la mayoría casi no usan barba, yo ya la tengo como veinticinco años.



Borges y García Márquez, la tranquilidad de un libro.

Mauricio Mulder es ex alumno de un colegio suizo, linaje que le queda por herencia paterna. Su nombre real es Claude Maurice, pero lo ha castellanizado. “Mi padre, suizo francés, me puso Claude en honor a mi abuelo materno. Cuando mi madre se lo contó a este, le dijo ‘¡Yo no me llamo Claude, yo me llamo Claudio!”

Más alto de lo que aparenta en televisión y más flaco de lo que el terno le permite disimular, Mauricio esconde bajo unas cejas muy pobladas dos ojos pequeños y saltones, frente a los cuales, asegura, han pasado infinidad de libros. Sus respuestas no lo desmienten.


¿Cree en alguna verdad absoluta?

No, sinceramente. Si creyese en alguna, sí sería un monje religioso o algo así. No, todas las verdades son relativas.

¿Qué de la educación de un colegio suizo le ha quedado en su vida política? 

La racionalidad de las cosas. Además, lo que te da un colegio como el Pestalozzi es la apertura a un mundo bilingüe y la tolerancia con distintos pensamientos. En mi clase había protestantes, judíos, hasta musulmanes y el curso de religión era optativo.

Pero no había gente de clase baja, por ejemplo. ¿Cómo llega a darse cuenta que hay otro mundo más allá de la clase media de Miraflores?

Leyendo mi primer libro peruano cuando tenía catorce años: El Mundo es Ancho y Ajeno, de Ciro Alegría. Para mí, ese fue el despertar de la realidad nacional, porque era la historia de Rosendo Maqui, un campesino, enfrentándose al latifundismo. Además, es un libro apasionante. Después, empecé a leer a José María Arguedas. La ventaja era que todos los libros estaban en la casa, no tenía que ir a buscarlos.

Entonces, no puedo dejar de pensar que sí es posible que un escritor, mediante su acción individual, llegue a generar un cambio en la sociedad, como ocurrió con usted.

Sin dudas. Pero Ciro Alegría era un hombre político. Se formó en el APRA, sufrió persecución por eso, después discrepó a raíz de la revolución cubana, fue diputado de Acción Popular y falleció relativamente joven. Arguedas, en cambio, no era político, era un hombre muy individual, tenía pensamiento revolucionario pero nunca integró un colectivo. Tenía sus propias pasiones y su muerte lo demostró.

Sí, puede ocurrir. Cuando leí El año de la barbarie de Thorndike y, luego, El Antiimperialismo del APRA de Haya de la Torre, dije: “claro, este es un libro medular, que mueve ideas”. Como te digo, hay personas que logran hacer que otras las sigan por las ideas que ellos les presentan. Haya de La Torre tuvo esa enorme capacidad, que no la tuvo, por ejemplo, ni siquiera Marx. Sí la tuvo Lenin, que era un genio porque, además de ser un inmenso organizador político y gestor de la más grande revolución del siglo XX, también era un pensador. En cambio Marx era un enorme pensador, pero el tipo no podía ni mantener a su familia, menos una organización política. Aquí teníamos a Gonzales Prada, con un enorme pensamiento, pero que no salía del escritorio de su casa. En cambio, Haya de la Torre organizaba partidos y, al mismo tiempo, era un pensador. Pocos como él.

¿Qué libros lee ahora Mauricio Mulder?

Estoy leyendo bastantes libros en formato digital, tengo una biblioteca completa acá.

¿Esa es una Kindle o una Tablet?

Es una iPad Tablet y es un vacilón, pues, porque bajas pirateao’, incluso. Tengo colecciones de historia sobre el APRA, Borges, otros autores latinoamericanos… ¿Qué estoy leyendo ahora? Un libro que se llama Acero y Gérmenes, de un escritor norteamericano que se llama Jack Diamond (el verdadero nombre del libro es Armas, gérmenes y acero y su autor es Jared Diamond). Es la historia de los últimos trece mil años de la humanidad: cómo se germinó la agricultura, cómo se domesticaron los animales, cómo aparecieron las razas, cómo surgieron las enfermedades.

¿Y de ficción? ¿Por ejemplo, qué le gusta de Borges?

Todo. Todo Borges. Mi impacto con él me lo dio Luis Jaime Cisneros cuando era cachimbo en la universidad el primer día de clases: leyó El Aleph y me lo aprendí de memoria (de pronto, contrae la cara y empieza a recitar, con entonación lírica, un pasaje intermedio del cuento): “Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado cuyos interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el increíble Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?” Olvídate. Borges es como García Márquez: recurres a él cuando sientes que necesitas tranquilidad. Yo, por ejemplo, agarro Cien Años de Soledad en cualquier parte y me pongo a leerlo. Ahí te quedas, te olvidas, te desconectas del mundo. Borges es igualito.

La diferencia es que García Márquez escribía novelas y Borges escribía cuentos. Creo que hay una gran diferencia en eso.

Borges era un cuentista. Por ejemplo, en Funes el Memorioso, suelta unas frases: “Dada mi deplorable condición de argentino, me está vedado el ditirambo, género obligatorio en el Uruguay, cuando se trata de un uruguayo”. ¡Jaja! Puta, que era genial Borges.



El APRA en el bus del colegio

Si alguna imagen se guarda de él, es aquella en la que frunce el entrecejo y comienza a debatir. A veces inclina la cabeza hacia adelante y levanta la mano con el dedo índice apuntando sus argumentos. Mulder es peleón. Para defender al APRA hoy, hay que serlo; no queda de otra. Pero la polémica le viene desde la época universitaria. Ex alumno de Derecho de la Católica, político desde antes de ingresar allí, estudió también Relaciones Internacionales en Ginebra. Cuando el tema de la posición política del APRA cae en la conversación, casi de improviso, casi sin intención, el Mulder inconfundible asoma.

Dicen que es representante del ala izquierda del partido. ¿Se siente así?

Lo que pasa es que yo soy un poco más ortodoxo en que hay determinados objetivos que no hay que dejar de lado.

¿Fundacionales?

Sí, por ejemplo, en algunos otros compañeros no existe tanto énfasis como el que yo tengo en considerar como un elemento de vanguardia en la lucha política a los trabajadores sindicalizados. Hay quienes consideran que crear empleo es más importante que fortalecer el existente. Es verdad, también, pero es un tema de prioridades y a mí me chirria escuchar un pensamiento como ese. Uno tiene que trabajar en simultáneo y la visión de clase que tienen los trabajadores debe ser incorporada al ejercicio del Estado. No se debe tenerse solamente una visión tecnócrata de las cosas. Sigo creyendo que la creación de un modelo de Frente de Trabajadores Manuales e Intelectuales es un objetivo y no solamente la gestión de políticas que permiten inversión para la creación de empleo. Eso es solamente un método, una vía, pero no un fin. El fin es que haya una presencia de las clases sociales desfavorecidas del sistema capitalista en el ejercicio del Estado.

Entonces, usted es un hombre eminentemente colectivista y no individualista.

Sí, en política lo soy. En realidad, siempre he sido un hombre muy gremialista: soy periodista y estoy en la Asociación, en la Federación y en el Colegio de periodistas; soy socio del Sport Boys; soy militante del partido aprista. Integro los colectivos porque siempre he considerado que las sumas producen.

¿No siente que en ese colectivismo hay una necesidad de identificarse con cosas que lo definan?

Nunca lo había pensado así. Pero sí, son cosas que te terminan identificando.

Muchos intelectuales de izquierda, tanto de la más radical como de la socialdemócrata, han pasado por esta especie de trance en el que se dan cuenta que son miraflorinos, de clase media, pero que tienen que identificarse con las clases bajas. ¿Cómo lo vivió usted?

Es un trance propio que se pone de manifiesto cuando estás en la universidad. Sin ella, sería muy complicado poder tener esa visión. La universidad te da una enorme ventaja: son un grupo de años de tu vida en los que otros se encargan de que tú comas y te vistas, y tú puedes encargarte de formarte intelectualmente y de analizar las cosas. Tienes esa tranquilidad. Yo veía, por ejemplo, a los patas del barrio que no entraron a la universidad, sino que se fueron de frente a la chamba y esta los mataba. Se casaban rápido, tenían hijos rápido y no tenían tiempo para el pensamiento abstracto. La universidad te permite analizar tu realidad, no vivirla solamente, sino comprenderla.

Usted, cuando entró a la universidad, ya era aprista. ¿Cómo llega al APRA? Sé que tuvo una conversación con Haya de la Torre cuando va a pedir que le firmen un libro.

Sí, así fue. Iba al Pestalozzi en el ómnibus del colegio y me acuerdo haber visto en un kiosco, el año 71, un titular grande de Expreso que decía "Recuerdan masacre aprista". Se me quedó en la cabeza y se lo comenté a mi mamá. “¿Qué ha pasado? ¿Ha habido una masacre aprista?” Y ella me contestó que no, que los militares siempre hacían su evento el 7 de junio, repudiando la masacre aprista en la cárcel de Trujillo del año 32. “Ahí está el libro El Año de la Barbarie”, me dijo, y lo leí completo de un solo tirón.

¿Suele leer libros de un solo tirón?

Depende del libro. Hay un montón que los comienzo y los dejo a la mitad, me aburren. Pero este lo comencé un sábado y el lunes ya lo había terminado. Me cautivó porque no era una novela, sino un hecho real novelado y muy bien escrito, porque Thorndicke era un maestro escribiendo. Además, era sobre un hecho cuyos protagonistas estaban vivos: Haya de la Torre, Sánchez, Seoane, Alfredo Tello, etc. Fui al partido, había una biblioteca donde vendían libros y compré uno. La compañerita que me lo vendió, Margarita era su nombre, me dijo “hazlo firmar por el jefe”. Ahí, de frente, estaba Haya de la Torre, así que me acerqué.

¿Se acuerda de qué conversó con Haya?

Claro. Lo primero que me preguntó fue en qué universidad estudiaba. Le dije “no, yo estoy en el colegio”. “¿Y qué piensas estudiar?”, “Sociología”, respondí. Ahí él me dijo que lo haga en la Católica, porque era como la San Marcos en su época, un espacio de debate. Cuando entré a la universidad, empecé a ir a diario, porque ahí estaba él todos los días. Haya de la Torre le daba mucha entrada a la juventud.

Pero usted ha estudiado en la Católica y no en la San Marcos, ¿por qué?

Porque, tanto en San Marcos como en Villareal, el debate de ideas estaba cercenado. En San Marcos solo había violencia. La Católica sí era un escenario de debate. Quise ingresar a San Marcos, pero en esa época no se sabía cuándo era el examen. Se suponía que era en marzo, pero el año que yo ingresé a la Católica, el examen de San Marcos se hizo en agosto. ¡Ya ni fui!

¿Qué pasó, había una huelga?

Claro, todos los años había huelgas y la del 70 duró un año. Olvídate, fue una cosa horrible. No era una opción ir a San Marcos y la Católica se convirtió en una isla de debate político. Cuando entré existía el FER que lo acababa de tomar el Partido Comunista Revolucionario, un pequeño grupo de Acción Popular y un grupo de apristas.

Que era muy pequeño...

Sí, la mayoría de los Centros Federados los tenía el FER. Pero a partir del 74, el FIDE, el Frente de Izquierda Democrática Estudiantil, empezó a crecer.

Y, ¿por qué eran FIDE y no APRA?

Porque era un nombre menos politizado. En otras universidades se llamaban Alianza Revolucionaria Estudiantil (ARE), pero Haya de la Torre, que conducía directamente estos temas, nos pidió que le pusiéramos Izquierda Democrática porque consideraba que el ambiente de la Católica era para una nueva concepción. Así ganamos y fui presidente del Centro Federado de Derecho. Luego lo tuvo otro aprista, Salgado, y no volvimos a tenerlo en toda la historia. Después le pusimos Comando Universitario Aprista (CUA) y hasta la fecha se llaman así.

No es un secreto que Haya quería fortalecer al APRA en la Católica. Por ejemplo, le dijo a Alan que empiece a estudiar en la Católica para lograrlo. 

Eso es verdad. Él veía que, en el espacio universitario, la Católica iba a jugar un rol sustantivo por lo que pasaba en las demás universidades: en Villareal, por ejemplo, de tanto haber solo apristas, se mataban entre ellos. La UNI, la Agraria, la de Lima, la Cayetano no contaban, eran totalmente despolitizadas. La única universidad en donde había discusión política era la Católica.

¿Por qué recién se presentó al Congreso en el 2000, si desde los setenta es aprista?

No consideraba que el Congreso era un escenario válido y único. A mí siempre me ha gustado el periodismo y, cuando el año 84 me inserté en el diario Hoy, dije “aquí estoy mejor que en un escaño”. En un escaño era uno, ahí tenía la posibilidad de escribir una columna.

¿Qué cambió?

El escenario político. En la época de la dictadura, la oposición al interior del Congreso se convirtió en lo único que había, porque los medios estaban muy golpeados. Habiendo caído la dictadura, sentía que podía participar en la reconstrucción de la democracia de una manera más activa.

¿Por qué nunca un puesto en el ejecutivo?

Porque a mí lo que me ha interesado siempre es el debate político de las ideas y el escenario natural para ello es el Congreso. Por eso, tampoco me interesó la Presidencia del Congreso, que para mí hubiera sido sencillísimo porque era secretario general del APRA. El presidente del Congreso se vuelve un administrador, un firmador de cheques y eso te saca completamente del debate. Respeto mucho a los políticos que les gusta construir caminos y puentes, me parece importantísimo, pero el debate político es algo que la gente soslaya.

Pero, ¿no siente que el debate político en el Perú se ha convertido más en un obstáculo que en una vía para que se consigan fines?

Es verdad, pero justamente hay que participar en ese debate para que no sea un obstáculo. Si renunciamos al debate y dejamos que las cosas vayan sin él, las personas equivocadas terminan tomando la decisión. En mis lecturas políticas, cuando leía la Revolución Francesa, me causaba mucha admiración que fuera hecha por parlamentarios, con palabras. La fuerza de la palabra parlamentaria siempre me cautivó.

Le dijo a Lúcar en una entrevista, textualmente: "tomarse las cosas a pecho es importante porque significa que uno se juega por sus principios y yo siempre he sido así"…

Sí, porque él buscó provocarme. Yo reaccioné como lo hago siempre cuando me provocan y él se extrañó de que tomara las cosas muy a pecho. Es que las cosas hay que tomárselas a pecho. En el debate de las cosas públicas, si las consideras sin importancia, entonces te resbala todo. Pero no, a mí no me resbalan las cosas, a mí las cosas me producen reacciones.

Es un tema personal... 

Pero evidentemente. Ahora, en ese momento Lúcar pretendía pasar como una suerte de árbitro, de juzgador, de persona que pudiera señalar con el dedo cuando él, que ha sido de mi generación, fue militante trotskista, después se pasó al fujimorismo sin asco, y viene a decirme ese tipo de cosas. No te pases. ¿Qué cosa cree? ¿Que uno no sabe quién es?

Bueno, pero tomándolo como ejemplo, ¿le parece que el pasado inhabilita a las personas?

Mira, vamos a poner otra vez el ejemplo del fútbol. ¿Confiarías en un un comentarista de fútbol que primero fue hincha de la U, después se pasó al Alianza y termina siendo del Cristal? Ya, lo mismo pasa en política. Es lógico que puedas cambiar tu pensamiento, pero quien cambia en función de cómo se queda arriba, no tiene autoridad moral, ni merece mayor credibilidad. Por ejemplo, Carlos Ferrero se picaba mucho por eso y me decía: "Tú me atacas a mí y no a mis ideas". Yo le decía: "Pero, ¿para qué voy a perder el tiempo atacando tus ideas si las puedes cambiar? Tú has sido democratacristiano, aprista, después fujimorista, anti-fujimorista, toledista… Pierdo el tiempo analizando tus ideas, tengo que analizar a tu persona”.

Si eso inhabilita a una persona para opinar, ¿por qué el hecho de que el APRA haya virado de la izquierda a la derecha a lo largo del tiempo no la inhabilita para formar parte de la vida política?

Es que esa percepción es completamente subjetiva y desprovista de argumentos.

Bueno, a ver, ¿cómo lo ve usted?

El APRA ha mantenido sus principios. Cuando aún no había llegado al poder, los comunistas nos decían que ya éramos un partido de derecha. Y ahora resulta que los mismos comunistas nos dicen que hemos virado de la izquierda a la derecha. ¡Pero si ellos jamás reconocieron que estuviéramos en la izquierda! Haya de la Torre dijo una frase el 45 que los comunistas siempre decían que era la muestra de la claudicación: "no queremos quitar la riqueza al que la tiene, sino crearla para el que no la tiene". Ellos decían que ese era el pacto de Haya de la Torre con la gran burguesía, porque no le iba a quitar nada. Nosotros le decíamos que no se trata de quitar, sino de crear, porque no se reparte migajas. Y eso es lo que hemos hecho en este gobierno. Hemos modificado algunos conceptos, es verdad, la realidad te lleva a hacer determinados énfasis, distintos al del primer gobierno. Perfecto, pero era otro mundo, otra forma de concebir las cosas. Ninguna de las reflexiones que hemos hecho, no ha estado prevista en lo que son nuestros principios fundamentales. Yo en el 85 podía decir que lo revolucionario en el Perú era estatizar un banco, pero ahora es darle empleo a un hombre que no lo tiene.

¿Cómo se siente cuando dicen que se han aliado el fujimorismo y el aprismo?

Es el mismo estigma que nuestros enemigos nos hacen para pretender encasillarnos. No hay ninguna alianza, solo que las circunstancias de la votación han determinado que los dos seamos partidos de oposición. Son posiciones políticas que cumples en determinado momento, pero no significa que tengamos coincidencias. Siempre he señalado que el partido fujimorista no será democrático hasta que no haga un mea culpa del golpe de Estado del 92. Todavía no le han pedido perdón al país.

Es decir, ¿no podría decir que se ha aliado con los fujimoristas alguna vez en su vida?

De ninguna manera. Cuando me han querido estigmatizar por el tema de Martha Chávez, he dicho que es una cuestión de principios: si la pusieron en ese cargo, no la pueden vetar por su pensamiento. Vétenla por lo que puedan, por conductas, pero no por su pensamiento porque todos los parlamentarios somos iguales. Yo no considero que muchos de los congresistas que están presidiendo comisiones estén calificados para hacerlo, pero no los puedo vetar, pues, han sido elegidos y tienen que estar ahí.

Volviendo a esto de tomarse las cosas a pecho, ¿hace mucho hígado cuando discute?

Sí, soy un hombre picón, temperamental. No soy un hombre de apaciguamientos. Cuando juego fútbol, me pico. Cuando discuto, me pico. Pero que haga hígado no significa que me sienta mal. Duermo tranquilo todas las noches. No hay nada que sea ineluctable. Además, una de las cosas que he tenido como formación política es que, si realmente estás en esto, tu vida va a estar expuesta, a disposición de los demás. Y, por lo tanto, si se te ocurre tener amigos poco aconsejables o te gusta buscar plata o poder, al final, todo eso se te va a salir como un rabaso de paja. En política lo sustantivo es no tener rabo de paja. No puedo garantizar eso de la mayoría de políticos.

¿Y la mayoría de apristas?

La mayoría de apristas no tienen rabo de paja. Es decir, te hablo de los militantes de base del partido. Ahora, muchos dirigentes probablemente no hayan tenido ese cuidado y sí tengan temores que ocultar o tengan que supeditar su acción política a que no les saquen cosas…



“En el 2016 no me correría a la candidatura presidencial”

Entonces, llama Velásquez Quesquén. Hace unos minutos que Mulder miraba su celular cada tanto. Se excusa enfatizando el apellido del interlocutor. “Aló, maestro, ¿qué novedades?” Conversan sobre una votación; algo de la ‘repartija’, algo de los fujimoristas. “Ya hermanito, voy a darme un salto porque a las 3 tengo Comisión de Justicia. Listo”. “Oye, ya se han hecho la 1 y media”, insinúa. 

En esa foto hay tres personas: ‘Meche’ (Cabanillas), Alan y Jorge (del Castillo). Quisiera preguntarle por su relación con las tres.

(Se ríe). Con Alan tengo una relación fluida, ni tanto que quema el santo, ni tan poco que ni lo alumbre. Hay distancia, pero también hay una relación de amistad. Lo conozco desde el 77, que regresó de Europa. Tuvimos una relación tirante al comienzo, porque yo ya era un dirigente de la juventud aprista, y muchos nos preguntamos ¿y este?

¿Cómo entendió que Haya prefiriera a Alan antes de los que estaban en cola?

Es que a Haya le aceptábamos todo. Cuando lo puso de secretario de organización, dijimos: "oye, lo ha puesto a Alan, pucha madre, ya pues, caballero nomás". Alan, además, mostró el ímpetu que tenía: se le ocurrió ser secretario general a los veintinueve años y fue candidato presidencial a los treinta y tres. Un loco, iracundo. A Jorge lo conocí en los 80. En el 99 fuimos rivales y, desde entonces, hemos sido rivales internos. Tiene sagacidad, inteligencia y persistencia, que son valores en la política. ‘Meche’ es una mujer que siempre ha tenido mucha personalidad y ha sabido afirmar mucho su posición, además de ser muy clara y muy combativa. Lástima que no haya salido elegida ahora.

Eso le quería preguntar. De este tridente, usted es el único que fue electo congresista. ¿Qué opina de eso?

La verdad es que lo que sucedió en el 2011 fue, más que nada, culpa de Jorge. Teníamos una candidata presidencial que, por el tema de la confección de las listas parlamentarias, fue permanentemente hostigada. Yo consideraba que tenía pasta, buen discurso, ligero y, además, buena imagen. Podía haber dado un buen resultado. Sin embargo, la presionaban tanto que tuvo el arrebato irresponsable de renunciar en televisión. Eso nos puso en una situación muy complicada. Yo terminé de candidato en el número uno, aunque no lo busqué. Creo que la gente vio que no había estado participando directamente en ese tema, ni que había tenido una posición dura contra ella; al contrario, de respeto hasta ahora. Además, vio que soy una persona que me juego por mi punto de vista y que no estoy buscando poder.

¿Nunca quiso ser candidato a la presidencia, por ejemplo, en lugar de Mercedes Araoz?

No, nunca entró por mi cabeza. Para ser candidato a la presidencia hay que hacer un examen de consciencia mucho más profundo y tener unas ganas casi delirantes. Yo mismo veía que un candidato como yo, en ese momento, iba a ser marginal, demasiado identificado con un partido que estaba sufriendo un desgaste. La gente buscaba más intermedios. En el 2016, si se dieran las circunstancias, ya no me correría tanto, a lo mejor sí me mandaría. Más pensando en la campaña misma que en el ejercicio de la presidencia. Me sentiría más a gusto los cuatro meses, recorriendo el país y participando en el debate, que ejerciendo la presidencia durante cinco años. Eso lo tengo que internalizar más adelante.

¿Cómo le gustaría terminar sus últimos años de vida?. 

Con tranquilidad.

Pero como congresista, que no es un oficio que le dé mucha tranquilidad...

Pienso seguir en el parlamento, todavía tengo para uno o dos periodos más, si la gente me reelige. Si no, en la vida periodística, que es lo que me gusta. Y si no, escribiendo temas de coyuntura, de ensayo.

¿Hay algún libro que todavía no haya escrito y que le gustaría escribir?

He escrito más de cinco mil columnas y las tengo recortadas. De ahí voy a sacar un libro.

¿Qué diario lee ahora?

Todos, igual.

¿Con cuál simpatiza?

Con el diario de Hoy, que es uno que estamos promoviendo con un grupo de compañeros (ríe, porque sabe a qué me refiero). A ver, ¿realmente cuáles leo? Los leo online: El Comercio, La República, Correo, Peru21. Leo menos Expreso. Casi no veo los chicha, ni La Razón, ni Diario16.

¿Si no hubiera sido político qué hubiera sido?

Sabe Dios. Comentarista deportivo.

27 noviembre 2013

Crónica de viaje: Cuba

Crónica




En Cuba no hay publicidad. Sales de la manga del avión en el aeropuerto internacional José Martí y eso es lo primero que percibes. Unos minutos después, empiezas a asfixiarte. En Cuba el aire es como una argamasa pegajosa y caliente que flota a tu alrededor. Y en el José Martí no parece haber aire acondicionado. Tardas unos minutos en regular tu respiración y vuelves la atención a las paredes: sobre la base de beige hay una franja roja que toca el piso. Beige y rojo, así es todo el aeropuerto. Te ataca un pequeño vacío interior. Con disimulados movimientos de cuello empiezas a peinar el espacio que te rodea en busca de las sonrisas, las curvas, el brillo, la magia, la seducción, los colores. Pero no, no hay. Todo es beige y rojo. Beige y rojo.

En Cuba no tiene por qué haber publicidad. El 78% de la fuerza laboral es empleada por el Estado y el sector privado administra negocios turísticos a los que se llega con el paquete comprado. En las ciudades, la única propaganda es para la Revolución: “Cuba trabaja para preservar y perfeccionar el socialismo”, dice una pared. “Barrio por Barrio. Revolución”, anuncia otra, al pie de un complejo de edificios. Son como los carteles que cualquier administración municipal peruana colocaría luego de hacer una obra o para difundir el lema de su gestión. Pero solo están esos.

En la cola de Migraciones, me apiño junto a unos gringos que también han llegado en el vuelo de Panamá. Los módulos tienen una puerta beige que no permite ver hacia el otro lado, una división simbólica: hasta aquí, tu mundo; más allá, el nuestro. Una encargada cubana mueve a los gringos hacia otra fila que está vacía y puedo avanzar. La oficial de migraciones revisa mi pasaporte.

–Estaba bien pequeño en esta foto –me dice.

–No, esa es la vencida. Atrás está la renovación –me acerco y se la muestro. Me mira con desconfianza calculada. Pienso: un gesto que hermana a todos los agentes migratorios del mundo. Luego, interpreta una coreografía manual exacta: unas firmas, unos sellos, los tiempos justos, los sonidos en su lugar y el pasaporte se deposita delante de mí, impecable.

La chica aprieta el botón que me permite abrir la puerta y se despide. Al cruzar me encuentro una aglomeración de personas. En el José Martí, al menos hoy, todos los vuelos recogen su equipaje en la misma faja. Y están mezclados.

A la salida, una hora después, nos espera un empelado de la agencia de viaje, que es estatal. Nos da la bienvenida y nos explica que un carro nos llevará a nuestro hotel.

–Les aconsejo que cambien dinero aquí para que puedan comprar algo de tomar en el camino –dice–, porque son tres horas hasta Varadero. ¿Han traído dólares o euros?

–Dólares.

El hombre mira al suelo sobre su larga nariz. Suspira.

–0,87 centavos de CUC por dólar –lo pronuncia, primero, como ‘cocinar’ en inglés y, luego, por sus siglas–: Pesos convertibles cubanos.

–¿Y si tuviera euros? –pregunto, aunque ya sé la respuesta.

–Uno por uno.


En Lima, por cada euro te dan 1,3 dólares. No está mal. 
***

En Cuba hay muy pocos parqueos. Y siempre tienen espacios vacíos. El pequeño parque automotor es un símbolo de la estética del país a tal punto que, en los mercados de souvenirs para turistas, venden réplicas de madera a escala de un Cadillac Coupe de Ville junto a los polos, gorros, chompas y todo-a-lo-que-se-le-pueda-estampar-una-imagen con el rostro del ‘Che’ Guevara en alto contraste.

En Cuba no tienes que correr para cruzar la pista. No hay autos estacionados sobre la verada, bocinazos desesperados, ni el ruido fanfarrón de un escape suelto. El auto que me llevará a Varadero es un station wagon cuadrado, uno de esos ‘potones’ blancos que se usan en Lima para hacer taxi. La caja de cambios está carcomida por el óxido. En las calles vacías de la periferia de La Habana, veo un descapotable viejo reptar hacia una intersección. No hay semáforo. Pregunto por esto al chofer.

–No, claro que hay –me dice–, y son de última tecnología –avanzamos hasta otro cruce que sí tiene semáforo–. ¿Ves? Hasta cuentan cuántos segundos faltan para que cambie la luz.

Enormes armatostes de metal transitan imperturbables por las calles cubanas; Cadillacs, Chevrolets, Fords, Fiats pero, sobre todo, Ladas rusos. Allí donde todos son autos con décadas a cuestas, los cubanos se han convertido en mecánicos autodidactas. En la única novela nacional que pude sintonizar, el papá se pasaba casi todo su tiempo en pantalla sacándole lustre a un viejo coche dentro de la casa.

Pero hay un momento único. Ocurre dos veces –quizás, tres– en todo un viaje. Vas por la carretera intentando encontrar alguna posición cómoda en tu asiento, levantas la mirada y lo ves: un carro del año zigzagueando entre los demás. Esta vez, un Audi de lujo. Algo te pica el espinazo. Como cuando pagaste quince soles por ver Piratas del Caribe y una etiqueta de Adidas te echó a perder la ilusión de estar en ese mundo imposible. Un error. Algo que no debería estar ahí. La sensación no sería tan especial si no viniera acompañada de una profunda incomodidad. Y tú qué haces acá, piensas. Sal. Y desaparece de un momento a otro.

A esos carros solo puede acceder un alto mando del gobierno o un diplomático. Volteo y veo un grupo enorme de gente amontonada frente a un ómnibus: la ‘guagua’, me explica el chofer. Cuesta seis centavos de dólar (si las matemáticas no me fallan en la conversión). Viajarán tan apiñados como en un micro peruano en hora punta. Y quizás, algunos deban quedarse esperando al siguiente.

Nunca sabré el nombre de mi chofer. Solo sé que le dicen ‘guajiro’, que significa ‘hombre de campo’. Es de la Sierra Maestra y dice que sus papás marcharon a La Habana con el ejército rebelde de Fidel. Hace unas pausas larguísimas antes de responder alguna pregunta. Hemos recorrido una hora de camino hacia Varadero cuando una gotita de agua cae sobre mi brazo.

–Esta lluvia está fuerte –me dice, subiendo las lunas del auto, mientras unos bolsones acuosos comienzan a estrellarse contra el parabrisas. Una nube negra está, de pronto, sobre nosotros.

–Espero que no dure mucho –digo–, no creo que la playa sea muy bonita con lluvia.

–Son frentes fríos del Norte –responde–. Pero no se preocupen, creo que esto solo dura hasta el domingo. ¿Hasta cuándo se quedan?

–Hasta el domingo.

***

No es cierto. Solo llueve el jueves y el viernes. El sábado dejo la playa para irme todo el día en un tour a La Habana. Sale un sol abrasador.

En la capital cubana no encuentras muchos sitios en donde refugiarte del calor húmedo tropical. El aire acondicionado es una entelequia fuera del bus de turistas y, para una persona habituada a la monotonía del clima limeño, arrastrarse por los adoquines de La Habana Vieja como en un hervidero es una experiencia, al menos, aleccionadora.

La gran mayoría de cubanos tiene una apariencia similar. Descienden de españoles y africanos, grupos que anclaron ambos, aunque en condiciones diferentes, en el acogedor puerto habanero –cuya bahía es hoy, como me cuenta un guía hablando bajito, una de las más contaminadas de América–, pues a la población aborigen simplemente la exterminaron. El resultado de la mezcla entre colonos y esclavos se puso a tostar bajo el sol y se curtió con la brisa marina, alumbrando una raza de piel bronceada, ojos claros, honestos y, siempre, pestañas grandes.

En Cuba no hay gordos. Y vale la pena repetirlo: no hay gordos. Tampoco hay McDonald’s, por supuesto. Estoy caminando por el final de Paseo del Prado, una famosa alameda habanera, y me asombro de no ver ni uno. Llego al Capitolio –del cual uno de los guías se ha empeñado en afirmar que es mejor que su par estadounidense– y al frente hay una gran aglomeración de personas; ni un solo gordo.

Mientras que los turistas gringos se han empeñado en usar el look de safari africano: sombrero con pita, short sobre las rodillas, zapatillas con suelas amortiguadas y medias altas; observo que los cubanos son bastante facheros. El exponente urbano anda con jeans apretados, zapatillas y el peinado siempre al estilo ‘estrella pop adolescente’. Ellas –cuerpos siempre curvados–, tienen una consigna tan conveniente como acertada: cuanta menos ropa, mejor. El calor hace milagros.

Por fin he logrado librarme de mi grupo. Hay unos holandeses que no aguanto. El guía no deja de hacerles chistes en holandés. Lo sé porque cuando los hace en español, pone la misma cara de “ríanse, pues”. Pienso: de qué se reirá un holandés. Parece que no de mucho. Me meto por una calle donde suena música. Están celebrando algo en uno de los departamentos. Afuera la gente está apoyada en las paredes, en grupos. Conversan. Se ríen. Se miran. Y cuando se hace un silencio en la conversación, lo honran interrumpiéndolo. En Cuba la gente no tiene smartphones. Habla.

Lo hace como en un grito sin estruendo. Como si intentaran expulsar todas las palabras de una idea condensadas en la menor cantidad de exhalaciones. Cortan lo innecesario, pegan el resto; la s y las r s son letras que demandan mucho esfuerzo para su vaga utilidad. Todo parece influenciado por la o. Incluso el vaivén ondulante, la cadencia sin aristas con la que dicen “oye, te puedo pedir un favor, ¿me sacas una leche?”

–¿Qué?

–Una leche, por favor, no te pido dinero, solo sácame una leche, o un arroz.

Una mano flaca ha cogido mi brazo. Sin percatarme, he dado la vuelta a la manzana y me he topado, de nuevo, con la aglomeración de gente en la calle frente al Capitolio. De entre la multitud se ha asomado una figura negra, reducida, consumida. Habla con nervios, no quiere que me vaya.

–No, lo siento, de verdad no puedo –le digo, confundido.

–Por favor, una leche para el pueblo cubano –no me suelta el brazo.

–Lo siento.

Me suelto, me voy. Era una señora.

***

–Este libro es lo mejor que vas a encontrar en esta cuadra –me dice el hombre de gorrita. Sostiene un álbum de estampitas coleccionables que cuenta la historia de la revolución cubana. Le da la vuelta. –Cuenta la historia de la revolución, pero no fue hecho por la Revolución. Por eso, aparecen los otros movimientos que participaron.

–Como el Directorio Revolucionario… –digo, un poco para hacer alarde de mis conocimientos. Para algo me sirven, pienso.

–Así es, en todos los demás solo sale el 26 de julio –me responde, orgulloso.

El grupo de turistas ha entrado a un museo y he logrado escaparme de nuevo. Cruzando el piso de madera que algún virrey mandó a poner sobre la calle para que el ruido de los carruajes no perturbara su sueño monárquico, he llegado a la feria ambulante de libros viejos pensando que aquí podría encontrar algo más interesante. Los libros dicen de las personas que los leen, quizás, más que las personas mismas. Pero, en todos los puestos, los mismos nombres se repiten: Fidel Castro, Ernesto Guevara, Alejo Carpentier, José Martí y Ernest Hemingway. Por eso, la perspectiva de haber encontrado por fin algo diferente me anima.

–Pero igual este libro está a favor de la Revolución –contesto–. ¿Qué pasaría si cuelgas uno en contra?

–Eso sería muy difícil. Que tú veas un libro que se llame, por ejemplo, Los asesinatos de Fidel… No, muy difícil.

–¿Qué pasa? –un tipo mayor, de barba se une a la conversación.

–Pregunta que qué pasaría si colgamos un libro contra la Revolución –le dice el de gorrita–, y yo digo que sería muy difícil.

El de barba me mira un instante.

–Eso no sería difícil -levanta el mentón para terminar la frase-: sería imposible.

–Pero ese que tienes ahí no fue escrito por la Revolución, sino por una empresa privada –insiste el de gorrita. Me enseña la página donde dice en letras mecanografiadas ‘Cia. Industrial Empacadora de Dulces. S.A.’.

Lo veo. Pienso: no voy a venir a encontrarme con el estandarte de la disidencia cubana así nomás, en plena calle. Dudo. Pero vamos, si lo escribió una empresa privada… Ya, bueno, lo compro. Sigo mi camino y abro el libro. Empiezo: “Esta Empresa Editora, consciente del trascendental momento histórico que vive Cuba, desea por este medio rendir un fervoroso y digno homenaje al glorioso Ejército Rebelde, obra del 26 de julio y del Directorio Revolucionario, cuya figura cimera lo es el Dr. Fidel Castro, héroe continental, su constructor y guía, junto con sus comandantes Raúl Castro, Camilo Cienfuegos, Dr. Ernesto Guevara, Faure Chaumont…”. Y se pone cada vez peor.

En Cuba la Revolución es el socialismo y el socialismo es la Revolución. Cualquier otro cariz que pudo haber tenido el movimiento rebelde, que incluso le valió el apoyo financiero de Estados Unidos en sus primeros años, ha sido borrado. Pero, ¿qué es el socialismo en Cuba? Cualquier descripción corre el riesgo de caer en la mezquindad y el estigma; sin embargo, una idea me quedó dando vueltas después de los cuatro días que pasé allí: religión. Una religión impartida desde el Estado que, como todo sistema de valores y creencias, tiene sus partidarios y sus opositores. Sentí que los primeros lo defendían con tanto fanatismo como un católico conservador a su religión. Y que los segundos se sentían poco menos vigilados que algún disidente en un Estado musulmán. Una religión que delimita acciones, configura rutinas de vida, y cobija anhelos y proyectos. Una religión que se explica en un discurso racional y articulado pero que, en última instancia, se debe a un fin abstracto y utópico. Una religión, un sistema, pues, que se ve y se siente en todas partes pero que, como todas, no es absoluta, ni real.

Estoy en el bus, rodando al borde del Malecón que se extiende por ocho kilómetros de playa habanera, cuando reflexiono sobre este tema. Una chica se sienta sobre el muro mientras su enamorado la abraza. De pronto, una ola revienta por detrás y los empapa. Se ríen, se sacuden y se alejan.

Volteo a ver las construcciones raídas y desgastadas del otro lado de la pista. El guía dice que la humedad salina es la causante del deterioro, pero en Cuba, en general, todo parece deteriorado. Todo está sucio, viejo y descascarándose. No solo los carros. Como si el mantenimiento fuera un lujo al que no tienen previsto acceder. Los barrios son pobres; pobres como una quinta en Barrios Altos. Pobres así. Por dentro, las casas son apretadas y siempre están oscuras. Algunos portones –al echar un ojo– solo esconden un montón de escombros. Pero no hay basura en las calles, ni rejas en las casas. Un oficial, ante mi pregunta sobre el tema, solo me respondió: “Cuba, el país más seguro de América”.

He vuelto a caminar en La Habana. Esta vez entro a una librería de verdad. Me paseo viendo los títulos hasta que el dependiente se me acerca. Hablamos un rato.

–¿De dónde eres? –me pregunta.

–De Perú

–¡Ah, de Perú! ¿Y qué tal está Ullanta Homala –asumo que quiere decir Ollanta Humala.

–Bien, supongo que bien –respondo, sin saber exactamente por dónde va su pregunta.

–Me han dicho que las cosas están mejor, que la economía está creciendo, pero que no le está llegando la riqueza al pueblo, como prometió. Ha hecho unas alianzas que no me gustan…

–Sí, eso dice la izquierda –le digo, pero no quiero hablar de mi país, sino del suyo–. ¿Aquí cómo están?

–Pues bien…

–Acá todos los libros los escribe el ‘Che’… ¿Todos son socialistas?

–Pues no. No hay país perfecto.

Me río.

–No hay país perfecto –repite, poniéndose serio.

***

A la chica de Matanzas el sabor parece haberle venido escrito, como el castaño de su pelo y al azul de sus ojos, en el ADN. Bailar salsa con una cubana es como la primera vez que te tiras en paracaídas desde un avión luego de haber practicado por meses el salto desde la torre con arnés.

–¿Y tú de dónde bailas tan bien? –me pregunta la chica de Matanzas cuando se acaba la canción.

–Me enseñó un cubano. ¿Es que todos los cubanos bailan salsa, pues, no?

Me dice algo que no escucho por la música. Me río. Pienso: mejor voy por un mojito.

–Voy por un mojito.

Las playas de Varadero no son la gran cosa. La relación proporcional entre señoras regordetas y rubias despampanantes es la misma que en cualquier otra playa del mundo. Ganan las ropas de baño enterizas y los rollos sobre la pita del bikini. La orilla del mar tiene una sucesión de desniveles estresante. Trate de entrar corriendo al estilo salvavidas de Baywatch y se verá obligado a salir con sendas luxaciones de tobillo.

Varadero es una playa turística como cualquier otra, donde los gringos van a alucinar que entran en contacto con la naturaleza. Eso sí, allí la Revolución atiende bien a los turistas. No hay ambientes sucios, ni fachadas descascarándose. A la entrada del distrito, un gran cartel anuncia: “Lo que aquí se recauda es para el pueblo”. Ah bueno, aclarado el asunto, entonces.

***

Mientras caminamos bajo el sol oblicuo de media tarde, Yeni, la encargada de grabar la excursión para luego intentar vendérsela a los turistas, me dice que gana 360 pesos cubanos al mes. Cada 24 pesos cubanos hacen un CUC: la moneda que usan los extranjeros. “Aunque, ya han dicho que para el próximo año se va a convertir todo a una sola moneda”, me aclara. Cada 87 centavos de CUC hacen 1 dólar. Si hago la conversión, Yeni gana 17 dólares al mes. Pienso: eso es medio dólar al día.

En Cuba, los que menos ganan son los empleados del sector Turismo. A la vez, son los que tienen mayor poder adquisitivo. Viven de la caridad, pero viven mejor así.

–Mi hijo está estudiando inglés en la universidad y luego se regresa para meterse a algo en turismo –me explica–. Es que en lo demás pagan una miseria.

Su esposo es psicólogo educacional, pero también se dedica a filmar grupos de turistas por encargo del Estado. Lo otro no salía a cuenta. Yeni saca de su bolsillo un smartphone y me enseña la foto de su hijo, que estudia en una universidad del interior. Hoy hemos pasado por la Universidad de La Habana, que es la mejor del país, y es un edificio carcomido por los años. Había leído que casi todos los laboratorios estaban cerrados por falta de mantenimiento. Pero la educación es gratuita para todos y en todos los niveles.

–¿Y a quién prefieres –le pregunto–, a Raúl o a Fidel?

Yeni se ríe incómoda. Mira a los transeúntes que caminan a ambos lados de esa calle de La Habana Vieja. Sabe que su trabajo es, en parte, representar a su país frente a los turistas. Pero hemos entablado una relación de confianza durante el día. Vuelve a reír.

–A ninguno de los dos –dice–. Raúl ha liberado un poco esto, pero sigue siendo lo mismo.

***

El avión de Copa Airlines desciende sobre el cielo neblinoso en la madrugada limeña. Al salir de la manga en el aeropuerto internacional Jorge Chávez te ataca un torrente de colores. Nos recoge Mario, un taxista amigo de la familia que es ex policía. Salimos del aeropuerto a las tres de la mañana, las calles están vacías de carros, como las de Cuba.

Mario medio que cabecea. Pienso: no se vaya a quedar dormido este desgraciado. Comienzo a hablarle. Conversamos y en un momento me interrumpe.

–Paolito, me olvidé de contarte, el sábado fui víctima de un robo –me dice, cruzando
 Las Flores. 

–¿Qué hablas, qué pasó?

–Una chica me tomó una carrera por la Clínica Ricardo Palma a la Avenida Arequipa, a la altura del canal 9.

–Ya…

–A penas la dejo, una camioneta me cierra el paso y ¡plum! Se bajan dos tipos con pasamontañas y con pistolas especiales. Eran especiales Paolito, yo que he sido policía, conozco. Total que me encañona uno y me dice ‘la plata, dame la plata’.

–Mierda, ¿y tú que hiciste?

– ‘Yo no tengo plata, señor’, le dije yo, ‘a lo máximo tendré veinte soles’. Entonces me deja, y el otro va donde la chica y le quita un fajo de dinero. Y salen disparados, Paolito. No habrá durado ni treinta segundos…

–Ni treinta segundos…

–Ni treinta. Después me enteré, por mi suegra que me vio en el noticiero, que le habían robado 60 000 soles, Paolito.

–¡Qué hablas! ¿Pero en la Arequipa, en pleno San Isidro y a plena luz del día? No te creo.

–Sí, Paolito, de verdad.

No, ya no estamos en Cuba, pienso. Ya estamos en Lima.

22 octubre 2013

El miedo del poeta maldito

Entre que perfil y simple elogio. Más lo segundo. 



¡Compás de la Bogada de Caronte,
Tú libérame ya de sutileza,
Madre y caudal de lágrima que empieza
En mí y no para ni en el horizonte!


Martín Adán imaginó la vida como una sutileza. Y a la muerte como un vaivén. Caronte es el barquero del infierno; es, por ende, la muerte. Pero la muerte no fue Caronte, no fue su barco, ni siquiera su remar. Fue el compás de su bogada. Así escribió poesía Rafael de la Fuente Benavides, el poeta maldito. Martín Adán.

Su leyenda ha ganado un lugar junto a la de Javier Heraud en el panteón de los entendidos que ven a Lima como la ciudad de los buenos poetas con historias fascinantes. De aquél se dice que era un extremo aficionado al licor. Un bohemio empedernido –como él mismo aceptó haber sido–, que se pasaba la vida entre cuartos de hoteles baratos, bares del centro y hospitales psiquiátricos. Se dice que era homosexual.

La leyenda tiene mucho de verdad. Los que lo conocieron o contaron su historia le erigieron la imagen del poeta signado por la imposibilidad de adecuarse a su medio. A su vida, a su existencia. Por su lucha constante por despreciar todo orden construido por acuerdo social, desde la acomodada posición con la que vivió su infancia gracias a su familia, hasta su merecido nombramiento como miembro de la Academia de la Lengua española del Perú. Por eso, contrariado, entró una vez a la redacción de El Comercio para averiguar por qué había sido nombrado él en ese verdoso círculo académico. Por qué él que siempre se esforzó por estar fuera.

Creció en el Barranco de principio del siglo pasado, cuyas escenas retrató en su prematura obra maestra, La Casa de Cartón. Una obra con el prólogo y el colofón de dos históricos gigantes, el escritor y luego militante aprista Luis Alberto Sánchez y el Amauta, José Carlos Mariátegui. Por sugerencia de este último –quizás por miedo a caer en su corriente de pensamiento– adoptó su seudónimo. Martín en alusión al mono de Darwin y Adán por el primer hombre. Un reencuentro entre el Génesis y la teoría evolutiva. Una rebelde aspiración de reconciliación. Desde ese momento ya no hubo una sino dos personas en él: Rafael y Martín.

A pesar de su rechazo al orden imperante, de sentirse descolocado en la vida a tal punto de internarse voluntariamente en el manicomio Larco Herrera, Adán no es un ícono snob ni un símbolo de la contracultura secuestrado por el mainstream postmoderno. No es ni será un ‘Che’ Guevara. Y, quizás, si pudiera leer esta última línea, una de las pocas sonrisas sinceras que jamás esbozara se dibujaría bajo su chaplinesco bigote.

Si existiera un Creador, si nuestras venturas y desventuras estuvieran dictadas por un destino previamente escrito y si, digamos, se nos ofreciera la posibilidad de elegir esta historia de vida propia como seres racionales antes de venir al mundo, seguro que la demanda por la vida del poeta sensible, inadaptado e incorregible estaría por los suelos. Nadie elige el no poder vivir de otra manera que lejos de la gente. O de la realidad. Esto es fruto de un miedo profundo, intrínseco e insuperable. Como el de Martín Adán.

Un miedo que no solo conduce a explorar los misterios filosóficos de lo trascendente y lo eterno, valor que caracteriza su poesía, sino a un total rechazo de las formas, seas cuales fueren estas. Un rechazo que no es un mero vanguardismo, no. Un rechazo imposible de entender en toda su dimensión fuera de los límites de su autor y que hace de la poesía de Martín Adán lo que él llegó aceptar: que sea del género del ‘martinadanismo’.


Y este es el miedo que signa su vida. Sí, la signa. Pues no es solo el miedo que exhibe momentos antes de su operación de la vista frente a un afortunado entrevistador. Es un miedo como un latigazo de impotencia. Fruto, quizás, de la muerte temprana de su hermano o de sus padres. Es difícil saberlo. Lo cierto es que terminó convirtiéndose en la necesidad de aislarse por completo, en un austero cuarto del Hospital Larco Herrera, con solo una mesita sobre la que estaba su libreta de apuntes con quién sabe qué deducciones, qué metáforas, en la necesidad de dejar de hablar de su obra, de dejar de permitir que le tomen fotos. Dejar de existir para el resto. Y aun así, existió. Y existe. Martín Adán, el poeta maldito que tuvo miedo y escribió versos para combatirlo.
 



17 septiembre 2013

San Marcos: la generación de sueños eclipsados

Entrevista 
A Mario Munive.


Cuando recuerda su época universitaria, Mario Munive mira al vacío. Tal como si tuviera las pintas rojas en frente. Hace unos meses, en su faceta de profesor de la Católica, lo escuché decir en una clase: “…porque nosotros éramos especialistas en tirar piedras”. Fue una sola vez -un lapsus-, tras lo cual soltó una risa matizadora, la misma que suelta ahora cuando habla de la ‘estupidez de tirarse piedras’. En su otra faceta conocida, la de editor del suplemento Domingo de La República, Mario Munive revisa historias, las evalúa y las corrige; pero, quizás, fue la época de su vida de la que ya pocos conocen, su estancia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en los años 80s, la que le dejó las historias que ahí busca, las que solo puede ver en el vacío frente a sus ojos. 

Foto: Ernesto Jiménez. (Tomada del Diario La República)


Dicen que hay una generación perdida en San Marcos y es precisamente la tuya, ¿cómo te sientes al respecto?

¿Una generación perdida? No me atrevería a afirmarlo, lo que sí podría decir es que la década de los 80s fue bastante difícil, conflictiva, violenta; una época en la cual la universidad estaba atravesada por un conflicto político, por la violencia subversiva, lo que definitivamente marcó a mi generación. A nivel académico, por ejemplo, para nosotros fue muy difícil terminar la carrera. Pero esa sensación de generación perdida que mencionas probablemente la comparten profesionales egresados de otras universidades. No sé si la palabra es ‘perdida’, sabes, yo diría que es una generación que vio eclipsados sus sueños políticos y vio peligrar sus proyectos personales por toda la convulsión social que había. Si digo ‘perdida’ podríamos generalizar; mucha gente sí se frustró, pero otros no necesariamente.

¿Otros salieron adelante?

Sí, muchos salieron adelante, muchos se proyectaron y buscaron salidas personales, pero sí hubo muchísima gente con la que he conversado luego de varios años que siente que aquello que vivió fue una convulsión. Leyendo los informes de la CVR sobre Sendero Luminoso en San Marcos vi un dato que me estremecó: en el periodo del 83 al 87 más o menos la mitad de los estudiantes abandonaron la universidad. Se iban a trabajar. Cuando lo leí, dije: “Nosotros somos esos cuarenta mil que aparecen acá como los que abandonamos la universidad en esa época”.

Tú lograste titularte.

Logré titularme en los 90s. Volví a San Marcos pero ya era otra universidad. La que yo viví era una universidad convulsionada, violenta, pero que tenía una vida cultural muy, muy intensa. En los 90s, cuando regresé, parecía un cuartel militar o un instituto, estaban los militares dentro de la universidad, todas las paredes estaban lavadas. No sé, no era la San Marcos que yo viví.

¿Era necesario que entren los militares? 


No tengo una respuesta para esa pregunta. Recuerdo que a fines de los 80s había un grupo de gente de izquierda y de derecha incluso, que empezó a enfrentarse a Sendero Luminoso. Estaban dando una, se puede decir, batalla política e ideológica dentro de la universidad y lograron avanzar. Lo que pasa es que mi visión en ese punto es como periodista. Creo que los grupos universitarios pudieron, si es que no se hubiese dado la intervención militar, frenar la presencia avasalladora de Sendero Luminoso y el MRTA.

¿Cuánto daño le hizo la intervención militar a San Marcos?


El nivel académico en los 90s cayó un poco. De un extremo se fueron al otro, del desgobierno en el que andaba San Marcos a causa de la proliferación de grupos políticos de izquierda a una comisión que calló todas las voces discordantes. Cuando regresé en los 90s, noté que esa vida cultural que encontraba antes en medio de todo el caos ya no existía. Me encontraba con jóvenes que no tenían las expectativas intelectuales o académicas que yo tenía. Pero no he hecho una evaluación como para decirte cuánto daño le hizo esta comisión interventora de Fujimori, es una pregunta sobre la que tendría que indagar más.

La tuya fue una generación especialmente política.


Sí…

¿Por qué?


Eran los tiempos. La Revolución Cubana, en el año 78 llegan los sandinistas al poder en Nicaragua, la Guerra Fría, el bloque socialista, la China. Acá los comunistas estaban divididos en moscovitas, pequineses, albaneses, senderistas, lo que te digo es que el mundo estaba dividido en dos. Cuando ingresé a San Marcos, era una universidad, como se dice, roja, una zona liberada y había muchos grupos de izquierda, desde los más tranquilos con los que yo me vinculé, hasta los radicales como Sendero Luminoso o Puka Llacta.

Había algunas clases muy buenas (rescato a algunos docentes), pero había un adoctrinamiento político muy fuerte. Todos los cursos estaban, hay que ser honestos, contaminados con una visión marxista muy panfletaria. Nosotros ingresamos ciento ocho a periodismo en el 81 y, al cabo de tres o cuatro años, hice con un amigo un censo y más de la mitad militaban en partidos políticos. Solamente había un aprista. El resto, de todas las facciones de izquierda. Pero lo mismo pasaba en La Católica, no era algo que se focalizó en San Marcos.

¿Tú eras un militante?

Llegué a serlo, pero siempre he tenido una militancia muy heterodoxa, con cierta distancia, he sido un tipo muy escéptico, planteándome siempre muchas dudas.

¿En dónde?

En el PUM (Partido Unificado Mariateguista), fui militante de la Juventud Mariateguista, pero nunca creía todo lo que veía, leía o escuchaba. Eso tenía que ver con el periodismo que me ha enseñado a mirar siempre estos temas con escepticismo y con una visión más crítica.

¿Se podía debatir con Sendero? Pedraglio me dijo que era imposible. 


Al principio. No con Sendero, sino con los pro-senderistas: la gente del FER Antifascista que les decíamos ‘los fachos’. Esa era gente muy radical, se burlaba de ti, te insultaba o te caricaturizaba. Éramos cuatro gatos frente a cien pro-senderistas, pero íbamos y polemizábamos con ellos. Había gente bien aguerrida. Ahora están trabajando en el Estado, en ONGs, a veces me los cruzo en la universidad o hasta en el colegio de mi hija.

¿Cómo ve un periodista la situación que viviste en San Marcos en los 80? Es una situación difícil, pero está llena de historias. Puede ser una oportunidad…

A mí me marcó. Una vez hablaba con Percy Ruiz, mi colega que falleció hace un par de meses, y me decía: “mira, lo que más aprendí en San Marcos estaba fuera de las aulas”. No es mi caso, pero también siento que fuera de las aulas había una vida cultural que rescatar. Parábamos leyendo poesía, literatura, íbamos al teatro dentro de la universidad, a los cine clubs. Salíamos de clase y encontrábamos en Letras a Washington Delgado, a quien le tenía un afecto muy especial, a Marco Martos, a Antonio Cisneros, la gente del movimiento Kloaka…

Hay personas que dicen que, en realidad, Sendero Luminoso no estaba tan infiltrado en San Marcos, sino que eran las peleas entre, por ejemplo, Puka Llacta y otros grupos de izquierda las que hacían sentir ese clima de violencia. 


Una cosa es hasta el 85, cuando los senderistas iban a San Marcos, repartían manuales o panfletos, participaban en las polémicas y había todo un movimiento próximo. Sin embargo, a partir de ese año empiezan los apagones y las explosiones. Reventaban petardos por el estadio y bajaban por los pabellones, ingresaban a las aulas. No era una presencia armada, sino que tenían gente en los sindicatos. Sí estaba.

Hay un escritor sanmarquino que no voy a mencionar que cada vez que he opinado sobre este tema ha salido a responderme y a decir que es mentira. Si le preguntas a la gente que ha estudiado conmigo, los hemos visto, hemos debatido con ellos. Al final, cuando ya se sabía que era periodista en esa pequeña fauna universitaria de los estudiantes de Letras, ya tenía un pie fuera de la universidad.

¿Alguna vez te amenazaron?


Me han amenazado en el diario Marca el año 89 o 90. Me pusieron ‘miserable Mario Munive’, algo así. De ahí, en las universidades las amenazas eran: “te voy a sacar la mierda, reformista, revisionista”, te mentaban la madre, cosas de pasillo, no necesariamente senderistas, sino gente de la izquierda radical. 

Foto: Ernesto Jiménez. (Tomada del Diario La República)


Si tuvieras que elegir una imagen de lo que era San Marcos en los 80, ¿qué elegirías? 


Mi clase con Aníbal Quijano, maravillosa, una clase que me marcó. Nosotros estábamos ahí, queríamos estudiar. Imagínate a las 8 de la noche, empieza la clase, Quijano era un tipo que se vestía con una suerte de guayaberas verdes de médico bien elegantes y daba clases magistrales, de pronto se produce primero el sonido de la bala y luego las bombas. Luego el apagón. Sonó como si alguien movió una carpeta y él (Quijano) siguió hablando. Siguió hablando hasta las diez de la noche sobre Orson Wells y La Guerra de los Mundos. Estábamos a oscuras escuchando una clase fascinante. Era un gesto de decir: “puta, nosotros queremos estudiar, más allá de todo este clima de caos”.

Además de esta anécdota de Quijano hablando sobre Wells en una clase a oscuras, ¿cuál otra te acuerdas?


Me acuerdo haberme encontrado con un amigo del alma tirándonos piedras en la universidad –se ríe–, dándonos cuenta que estábamos en una estupidez. Eran enfrentamientos entre grupos de izquierda radical pro-Sendero y grupos pro Izquierda Unida. Recuerdo las clases con César Lévano. Recuerdo siempre los apagones que eran una cosa traumática, las intervenciones de los militares, las marchas en las calles, las polémicas intensas en el 1A de Letras (un aula enorme y escalonada) con la gente de Sendero. Entre el 82 y el 84 era una época de tal efervescencia que había gente que calculaba cuánto tiempo faltaba para que se produzca la revolución. Era una cosa de lo más trasnochada, pero había gente que decía: “ya estamos a 6 meses de la revolución”. Yo tenía amigos que estaban muchísimo más a mi izquierda, pero con los que conversaba, compartía un café, una cerveza o estudiaba, como Alberto León Joya, que estuvo vinculado al MRTA y murió en Colombia en el Batallón América.

¿Tuviste miedo alguna vez?


Sí, sí sentí miedo en alguna ocasión, cuando salíamos a protestar… Con los apagones entraba la policía y a veces había incautaciones. Una vez me llevaron a la prefectura. Tener tu carnet sanmarquino en esa época era peligroso.

¿Por qué seguiste?

El año 85 dije “hasta acá nomás”. Estudiamos 4 años y me quedé en el sexto o séptimo ciclo. ¡Hacíamos un ciclo por año, era terrible! Entonces, busqué prácticas en un periódico. Todo en San Marcos ocurría en los cafés, en los pasillos, en los patios, porque en las aulas no había clases. Había huelga de trabajadores, huelga de docentes, toma de locales o apagones. Teníamos dos horas de clase una vez a la semana. Imagínate cómo era estudiar en esas circunstancias. Treinta años después veo las imágenes y pucha, diablos, qué locura, ¿cómo pude estudiar en San Marcos?

¿Cómo pudiste estudiar en San Marcos?

Me costó mucho. La palabra no es ‘doloroso’, pero sí era frustrante por momentos, cuando llegábamos a clase y no teníamos salón donde estudiar, habían roto los focos, los fluorescentes. No había carpetas en las aulas, imagínate.

¿A dónde iban a parar las carpetas?


A la casa del profesor… Lo que pasa es que había broncas, las arrojaban. Tengo una foto que me regaló Ernesto Jiménez, reportero gráfico, en la que estoy con una máquina de escribir -era el único que tenía una- haciendo mis primeras prácticas en un salón de clase y detrás están mis amigos, uno de ellos Ángel Páez. Y como fondo hay un cerro de carpetas malogradas. La tengo en mi casa y la voy a poner para que la vea mi hijo.

Pero, ¿cómo pude estudiar en San Marcos? Es una pregunta que siempre me voy a hacer. ¿Cómo pudimos terminar la carrera en ese clima? Ahora, ese clima también se vivía en La Cantuta, en la UNI, de algún modo y en menor escala, en la Católica. Recuerda que Sendero también estuvo en la Catolica.

El MRTA también…

Así es. Eso lo documenta la CVR, Sendero estuvo con una cédula muy grande en la Católica. No era el desgobierno, no era el caos que había en San Marcos, pero si estaba extendido. Cuando yo iba a la San Cristóbal de Huamanga, decía “San Marcos en chiquitito”. Era una universidad pequeña, pero igual había pintas y ‘grupos de estudio’. 

En San Marcos había ‘círculos de estudio’ que eran una suerte de adoctrinamiento político. En alguna ocasión me metí y me acuerdo que alguien me dijo: “estos son los doce libros que hay que leer antes de la revolución”.

¿Cuántos leíste?

Creo que seis o siete hasta que dije “váyanse a la mierda, yo no creo” -se ríe-. Nunca me tragué ese cuento

¿Subían los senderistas por la escalera, tocaban la puerta y ya todos sabían que se acababa la clase?


Para no exagerar, te soy honesto, eso habrá ocurrido, en cinco años, cuatro o cinco veces. Gente que ha estudiado de 87 al 90 me ha dicho que era mucho más frecuente, pero cuando yo estuve recuerdo un par de ocasiones en que la gente de del movimiento estudiantil pro-Sendero entró al aula a pedir al profesor que salga. Hacían marchas, con un grupo de cincuenta que se escuchaba en toda la ciudad universitaria, gritaban sus consignas y se paseaban por toda la universidad. No podías hacer clases sabiendo que estaban ahí

Dijiste de que en la Católica también estaban Sendero y el MRTA, pero no había este clima de violencia. ¿Te parece que es la pobreza la que trae el clima de violencia?


No, es el contexto, son las ideas las que llegan en esa coyuntura y prenden por una serie de factores. En la Católica no había gente de extracción tan humilde como en San Marcos, pero si gente muy radical. No porque eres pobre eres izquierdista, marxista o senderista. Había algunas reuniones, cuando militaba, en la casa de un ‘camarada’ que su dormitorio era del tamaño de un departamento y había gente que vivía en los conos.

Preguntarte qué opinas sobre la infiltración de Movadef en San Marcos puede resultar retórico, quizás no, dime tú, pero, ¿cómo entiendes que, habiendo pasado por todo esto, haya quienes todavía quieran volver a eso en la universidad?


Es que probablemente no saben, no han leído, no han vivido y nadie les ha contado lo que fue. Yo volví a San Marcos a hacer una maestría en sociología y un día, el año 2009 o 2010: salgo de acá (sede de La República en el Centro de Lima) a las siete de la noche, me voy a San Marcos y, de pronto, veo a cien simpatizantes de Sendero Luminoso en el pabellón de Ciencias Sociales. Dije: “no puede ser, esto lo vi hace veinte años”. Eran los familiares de las personas que están recluidas por actos de terrorismo.

Son jóvenes que no han leído bien la historia para darse cuenta que la violencia no conduce a nada, conduce a más violencia. Deberían preguntar, indagar cómo murió Maria Elena Moyano, por ejemplo, cómo murieron muchísimos policías y militares. Pero probablemente tengan sus argumentos, sus convicciones. Pensaba que en ese país, después de lo que pasó, teníamos un consenso que entre los peruanos para ponernos de acuerdo a través de reglas, de democracia.

¿San Marcos está condenada a cargar con ese estigma ‘rojo’? 


Estigma rojo... Siempre va a ser una universidad, como Mario Vargas Llosa lo decía en El pez en el agua, donde se cocinen muchas expectativas políticas, un espacio en el cual siempre van a existir ciertos grupos radicales. No sé si es una condena. Esos radicalismos le han hecho daño a la universidad, debo reconocerlo, pero sacar a San Marcos de ese lugar en el que está ahora no pasa tanto por despolitizarla, sino por una reforma que la saque de la mediocridad académica en la que está. No asocio calidad académica con politización; en los noventa la mediocridad académica continuó y en San Marcos no había política, cero política. Ahora la política es muy poca, la verdad que ya no es tan roja que digamos. Movadef está metida, pero no son más de cuarenta o cincuenta en una universidad con más de treinta mil estudiantes.

Me refería a la percepción de las personas externas…


La politización es menor, esa época no vuelve, espero que no vuelva. 
Recuerdo haber ido hace dos años para sacar fotocopias y, junto a un mural inmenso donde estaban Marx, Engels, Mao, Stalin, que decía ‘Viva el pensamiento Mao Tse Tung’, había un letrero sobre Mario Vargas Llosa: “San Marcos se congratula de tener entre sus egresados al Premio Nobel de Literatura”. Lo puse en mi Facebook y se armó un debate. Mucha gente reconocía: “qué bacán que en ese lugar donde antes estaban estos monstros del marxismo más cavernario, mas panfletario, ahora podías ver a Mario Vargas Llosa”. 

10 septiembre 2013

Pedro Marroquín: “Las películas de Hollywood son muy predecibles, las independientes no”

Entrevista al paso.

El 17 Festival de Cine de Lima que se fue dejó más que lentes de lunas sin aumento con amplios marcos negros, pantalones apretados y morrales estilo vintage. No solo se sentaron en sus salas los arquetípicos devotos del cine independiente, sino espectadores comunes que disfrutan tanto de un blockbuster hollywoodense como de las películas del Festival. Ahora que los cineastas independientes navegan con viento a favor, les sería sano prestar atención a Pedro Marroquín, alumno de la PUCP y fanático del séptimo arte sin poses intelectuales. 


Wakolda, de Lucía Puenzo



¿Cómo llegaste al cine independiente?

Llegué porque me gustaban las películas extranjeras, pero las conocidas. Pero en un momento me dije: “¿por qué solo veo las que ganan el Oscar o están nominadas?”. Entonces salió lo del Festival el año pasado, vi un par de películas y me gustaron. Y así, este año he visto cuatro, y quería ver más.

Perceptivamente, ¿cuál es la principal diferencia entre las películas que ves en el cine comercial y las que viste en el Festival, Wakolda (argentina), Colores (brasileña), Gloria (chilena) y Tanta Agua (uruguayo-mexicana)?

En las de Hollywood, en la mayoría, ya se sabe cuál va a ser su estructura, su final, en qué punto va a estar el pico de la película, qué cambio de trama van a hacer, son bien predecibles. En cambio, en el cine independiente no. A veces sí se ponen muy interpretativos, como en Colores, que sí fue muy abierta, y ahí tampoco me gusta.

¿No sientes que el bajo presupuesto inherente a este tipo de cine le quita calidad?


A veces sí se nota que la imagen puede estar mejor cuidada; pero, por ejemplo, en eso no tuvo ningún problema Wakolda. Qué bestia, ¡qué bien habían hecho los planos! En realidad, en casi ninguna de las que vi esta vez noté esa reducción en la calidad.

¿Por qué es importante que haya cine independiente en Latinoamérica?


Porque muestra una realidad latinoamericana que, en muchos aspectos, es muy similar entre los países y que no aparece en los filmes estadounidenses. En todas las películas tuve la impresión de que la trama podía haber ocurrido en cualquiera de nuestros países, lo que pone en duda el por qué tenemos conflictos basados en nuestras diferencias cuando, al final, somos muy parecidos.

¿Te fuiste satisfecho del Festival?

Sí, por supuesto, absolutamente.

07 septiembre 2013

Nos cagaron, como siempre

Opinión.


Jugamos contra el vivo de la clase. El bacanboy. Perú perdió a la chica linda y se fue a casa con el consuelo de los aplicados: el 20 en el papel, el premio al esfuerzo. Y es que ese charlatán vino a nuestra fiesta y se la llevó sacándonos cachita, con una mano sucia sobre su vestido verde y amarillo, y susurrándonos bajito: te cagué, como siempre. 

Veámoslo con claridad: Uruguay vino a humillarnos, a provocarnos y a pegarnos. Todo en uno y a nada más. Y es que así juega siempre: sucio. Cuando lo vemos por televisión contra otros equipos nos encanta, Luisito qué capo, decimos, y ese Arévalo Ríos cómo pega, tremendo volante de contención. Nos encantaría ser ese que se las sabe todas, el pendejito, el más mosca. Pero hay cosas que simplemente no son en esta vida, que no han sido desde hace tiempo.

Uruguay nos pegó a su antojo y en frente de toda la clase, asegurándose, eso sí, de recibir golpes justo cuando el profesor estuviese mirando. ¡Oiga, profe, el lorna me está pegando! Y al piso para completar el embuste. El profesor Loustau, exponente paradigmático del sistema putrefacto, enmierdado hasta la barbilla, sirvió complaciente a la farsa. Al final, los que terminamos castigados y en la dirección fuimos nosotros.

Pero hay que decirlo, Perú sacó la libreta en azul: el medio campo, con ‘Ri’ y ‘Cachito’ a la cabeza, presionó y asfixió al rival durante largos pasajes del partido, y supo poner la pelota al piso y distribuirla con precisión; Farfán se movió con eficiencia detrás de los delanteros; los cuatro del fondo casi no se equivocaron; y, en general, el equipo corrió lo que había que correr. Perú jugó limpio y bien, llegó donde la chica con estas credenciales y lanzó su mejor piropo. Pero a esta chica no se le conquista ya con las galanterías de antaño.

Y, ojo, no es que el chico aplicado de la clase no quiera jugar sucio, es que no puede. Algo en su naturaleza se lo impide. No es que el profesor lo odie, es que quizás ve en él tan poca capacidad de reacción y contraataque que se ve impulsado a perjudicarlo. Tampoco es que jugar sucio esté del todo mal, en realidad, si el objetivo es ganar a la chica bonita, valen las tretas, las artimañas y los golpes, por qué vamos a hacernos los puritanos. Algo debe quedar claro por si aún no lo está: no son ni el profesor, ni el matoncito los que hacen de Perú el perdedor de esta jornada, fue la selección la que no pudo y no supo enfrentar la situación, no pudo rebelarse frente a los abusos y no supo controlar sus nervios y debilidad mental.

Lo cierto es que hoy estuvieron estas dos fuerzas escolares antagónicas sobre el verde. Y, como suele suceder, al final alguien tuvo que vengar el honor tantas veces mancillado del chico aplicado por la fuerza. Y así lo supieron Loustau y Suarez –que como todo pendejito de colegio, se escondió cuando tuvo que enfrentar el verdadero peligro. 


Ser aplicados y jugar limpio puede habernos costado 30 años sin Mundial, sin esa chica linda aunque desdeñosa, pero con el transcurso de los años, dicen, esa suerte se termina volteando. Hoy no hicimos historia, pero la haremos pronto.