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30 julio 2012

Caso PUCP: ¿Y los alumnos, qué?

Opinión.









Impotencia. Eso siento como alumno de la PUCP. Sí de la P U C P. Y es que desde que apareció el comunicado del Vaticano, ese en el que se le prohibía a mi universidad utilizar dos de los componentes de su nombre, he leído una catarata de argumentos a favor y en contra de la medida, tantos que quizás ya no sé cuál se anula con cuál, si uno rebate al otro, si uno es imparcial, si el otro es descalificador. En resumen, por momentos mi honesta indignación cede ante la imposibilidad de engranar un discurso coherente para defenderla.

Tal vez por eso no he querido escribir al respecto, con tanto argumento legalmente verificado, emitido con seguridad y fervoroso afán combativo, uno no quiere cagarla soltando cualquier pachotada y ve tú a ver cuántos dignos exponentes de la posición contraria te caen encima. Sin embargo, como escribir termina convirtiéndose en un vicio, ese deseo atolondrado me impulsa a poner en palabras una pregunta; más que una pregunta, un grito que se atropella por salir de mi cabeza: ¿Qué diablos defiendo yo, como alumno de la PUCP?

He llegado a concluir que mi gran problema (y me imagino que el de muchos otros alumnos) para tomar partido por una de las partes es que me encuentro, como si de una segunda vuelta electoral se tratase, entre uno malo y otro peor, solo que en este caso es algo mucho más íntimo, más propio, más palpable. ¿Defender al rectorado? Cuesta. Su modelo de gestión –me gustaría que lo pongan como ejemplo en la Facultad de Gestión– es totalmente ineficiente, aunque, hay que decirlo, este no es propiedad exclusiva de la administración de Marcial Rubio, pues se remonta a la época de Lerner y, sin dudas, se incrementó con Barrón.

No obstante, estamos hablando de una política en la cual el dinero de las inversiones nunca regresa y ni siquiera se quiere saber si va a regresar, porque para el rectorado subir el precio de las boletas es como abrir el caño para llenar una tina que no tiene tapón. Y ellos chapotean felices, pero bien calladitos. Qué tal raza, cuando se trata de salir a decirle terrorista al cura Gaspar, ahí sí, muchas sonrisas, mucha retórica, mucha oratoria, pero Marcial Rubio, ¿por qué no hace una reunión para informar a la comunidad universitaria por qué las utilidades de la universidad no pueden costear los proyectos de inversión, por qué a estos se les ve como gastos y se les financia con recursos corrientes, bajo qué criterios sube la boleta, etc.? ¡Más de 20% en 5 años! Ojala pueda ser tan elocuente. Me dice que no puede hablar sobre ello porque es algo que compete a sus funciones como rector. ¿Y el conflicto con el Arzobispado? ¿Acaso ese no?

Con este conflicto, el rectorado pretende hacer espíritu de cuerpo con la comunidad universitaria frente a una especie de “enemigo común”. Mientras, muchos olvidaremos que un aumento similar al de este año nos espera en las próximas vacaciones de verano. ¿Cuántos alumnos tienen que llevar menos cursos para poder costear su carrera? ¿Cuántos están al borde de dejar sus estudios? ¡Ya pues, doctor Rubio! Ese no es el ‘Malulo’ del que me habla mi abuela, ese que visitaba la casa del Malecón Cisneros, ese que militaba en el PSR. Todos tienen derecho a cambiar, pero no a dejar de rendir cuentas si tienen un cargo como el suyo.

Por lo demás, el manejo mediático del conflicto que ha tenido la universidad ha sido para el llanto. Una fuerte campaña interna que refuerza mi hipótesis del espíritu de cuerpo, pancartas con lemas como “somos PUCP, seámoslo siempre” y muchos documentos difundidos, se desbaratan por una pobrísimo manejo externo, por el cual, para una gran parte de la opinión pública, seguimos siendo algo así como “la caviarada rebelde”. En todo caso, más allá de las estériles maniobras mediáticas, el rectorado ha demostrado una incapacidad crónica para llegar a una solución. ¿Aló, Centro de Análisis y Resolución de Conflictos de la PUCP? La situación en a la que hemos llegado nunca debió darse y parte de la culpa la tienen Rubio y sus vicerrectores.
Asumo como normal, a pesar de lo que ya he mencionado, que llegado este punto muchos hayan sacado una conclusión similar a “este quiere que entre Cipriani” y, no pocos hayan llegado, por falaz deducción, a otras del tipo “seguro es católico y obtuso” y hasta “es facho, votó por Keiko y quiere tirarle Napalm a los antimineros”. Porque uno no puede estar en contra de la Iglesia sin convertirse en ateo y caviar, o a favor de esta sin ser un facho o un cucufato, ¿verdad? Pues sobre esto versa la esencia de este texto, y es que, como alumno, detesto la idea de tener que estar a favor del rector y sus malos manejos económicos, pero lo otro es simplemente inconcebible. 

Si la primera posibilidad era defender al rectorado y la respuesta inmediata fue que cuesta, frente a la interrogante ¿Defender al Arzobispado?, la respuesta más bien sería que preocupa. Y preocupa mucho. En mis dos décadas de vida, no he hecho más que observar conductas por parte del Arzobispo que refuerzan esa preocupación. Incluso, dentro de mi relativamente pequeño universo social. Así, habiendo estudiado en un colegio marianista, fui testigo de una de las tantas censuras del Cardenal cuando le prohibió enseñar teología al padre Eduardo Arens, marianista, reconocido estudioso de la Biblia, celebrador de muy concurridas misas en la parroquia María Reina y, por las veces que pude escucharlo dictar una clase, excelente persona. Antes, ya le había prohibido oficiar misas, aunque esa insensatez fuera corregida por negociaciones efectuadas directamente entre los marianistas y el Vaticano. ¿Por qué? Revisen los motivos que trascendieron a esa prohibición: que no le echaba agua al vino, que no mencionaba al obispo, ¡cojudeces! Lo que ocurrió es muy simple: el discurso de Arens sobre las escrituras se distanciaba levemente del de Cipriani, y eso es algo que él jamás permite. Jamás. ¿Alguien dijo Garatea?

¿Que han dicho que no van a injerir en la cátedra? Ah, o sea, ¡lo van a decir! Ya pues… ¿Para qué pedir un poder que no vas a utilizar? Si una de las exigencias vaticanas de adecuación del estatuto es otorgar al 'Gran Canciller’ la facultad de decidir cuándo un profesor se aparta de la moral católica y sacarlo (“En caso de que llegaran a faltar las cualidades intelectuales, pedagógicas y morales, exigidas al docente, éste será removido de su cargo, observando el modo de proceder establecido en el presente Estatuto.”), es porque si la cátedra de un profesor se aparta de la moral católica, se le saca y punto. ¿Cuál es esa moral católica, la de Arens, la de Garatea, la de Cirpiani (y que me parta un rayo si no es él quien anda detrás de la carta del Vaticano)? Es difícil, además, no preocuparse por el hecho de que no solo se censure lo moral o lo espiritual, sino también lo demás, porque hay que ser ciego –o sordo– para negar que Juan Luis Cipriani Thorne hace política desde el púlpito. Sermones, homilías, ¿vieron el Te Deum?

Pero no me malinterpreten, no digo que nos vayan a prohibir ir en shorts o faldas cortas. En el fondo, no defender al Arzobispado, es decir, rechazar la propuesta del Vaticano, significa algo tan esencial como apreciar el hecho de que nuestra posición política, nuestra preferencia sexual, nuestra inclinación moral, nuestro estilo de vida, etc., no sean juzgados desde una construcción racional de principios religiosos que debemos respetar, pero que están basados en un primigenio acto de fe que no necesariamente compartimos. Significa que si nuestras ideas, mientras no estén reñidas con la ley o vayan a perjudicar a otros, difieren de las suyas, no se nos puede decir que no tienen cabida porque se alejan de la racionalidad católica. No, las pelotas ¿Por qué tenemos que aceptar algo así? Si tú y yo no estamos de acuerdo, ven que vamos a debatir, y si queremos seguir estando en posiciones diferentes luego de ello, no me vengas a imponer lo contrario ni directamente, ni limitándome solapadamente.

La PUCP no será la panacea de la tolerancia y la intelectualidad, hay muchísimas situaciones que lo contradicen día a día, pero lo cierto es que es un espacio donde gran parte de los alumnos tenemos algo relevante que expresar o que defender (lo cual ya es bastante) y cuyo ambiente nos invita a hacerlo, más que en quizás cualquier otra de las grandes universidades privadas. Por eso, si hay algo que me han enseñado estos dos años en la Católica es que nadie puede pretender imponerse en ese espacio con una prohibición tan desfasada como la de utilizar el “Pontificia” y el “Católica”. Porque eso es lo que es, una imposición, una prepotencia que afecta el normal desarrollo de las actividades de la universidad.

Es decir, ¿como la Universidad de Lima no sigue la línea ideológica de la alcaldesa de Lima, le quitamos la L? Y, ¿como la Universidad San Martín del Porres no hace honor a los valores del santo peruano, chau S, M y P? ¿Resulta que ahora el catolicismo es una franquicia, es como ir al Chilli’s o a Sturbucks? No pues, para tu coche. Pontificia Universidad Católica del Perú es como estamos escritos en la SUNARP, e ingrese demás argumentos legales aquí, que de esos hay una catarata, sobre el nombre, sobre los bienes, sobre la herencia de Riva Agüero, del Concordato, del derecho canónico, de la legislación peruana, etc., y sobre ellos hablarán los abogados.

En realidad, lo esencial de todo esto es que mi impotencia, como alumno de la PUCP, radica en que me encuentro entre dos partes en un conflicto, pero ninguna se preocupa por mí. Porque si al final todo se redujera a plata y/o poder (afirmación que no por mezquina o simplista deja de ser sumamente perceptiva), termino por preguntarme, ¿pero ambos, plata y poder, no son, acaso, provistos por nosotros, los alumnos? Entonces, el rectorado debe entender que si muchos de nosotros apoyamos su rechazo al Arzobispado, es porque poseemos ese espíritu que busca libertad, tolerancia y pluralidad. Pero que nuestro apoyo no es gratis, que no debe serlo, porque así como buscamos libertad, buscamos justicia, transparencia y eficiencia y un miserable tercio –¿o quinto?– representativo no nos basta. Que si logramos organizarnos bajo un plan verdadero, un objetivo común y una salida viable, váyanse olvidando. Porque somos nosotros, los alumnos, los que hacemos posible a la PUCP y es hacia nosotros, y hacia ninguna otra prioridad, que debe estar orientado el debate. Hoy, lamentablemente, no lo está.

19 julio 2012

Umberto Eco, semiótica y comunicación.

Ensayo. 

La ley conocida como “SOPA” (Stop Online Piracy Act) causó, hace pocos meses, gran revuelo en Internet. Millones de usuarios hicimos visible nuestro descontento con ella mediante estados de facebook (y los respectivos clicks en “me gusta” a los estados de los demás), entradas de blogs, imágenes o gags de protesta; compartimos opiniones de especialistas en contra de la censura y a favor de la laxitud en el tratamiento de la propiedad intelectual. En fin, los más radicales incluso ayudaron a los Anonymous a saturar los sitios web de las principales instituciones implicadas en la promulgación.

            Gracias a ese durísimo trabajo, quizás gracias también a la presión ejercida por el auto-cierre momentáneo de sitios web a los que hasta el intelectual más respingado se ha asomado alguna vez –me  refiero a Wikipedia–, y, cómo no, a la siempre oportuna aparición de los parlamentarios que se dejan llevar por la marea de la voz popular, el Congreso estadounidense decidió congelar el debate sobre el proyecto de ley hasta conseguir un consenso. En otras palabras, hasta que baje el alboroto cibernético. O si quieren, hasta que los usuarios encontremos otra forma de canalizar nuestro deseo de ser autónomamente relevantes, cómodamente sentados frente al ordenador.

            Más allá de las diferencias técnicas que, por supuesto, casi ninguno entendió, SOPA, PIPA o ACTA, significan lo mismo para nosotros y para efectos de este análisis: la sensación de amenaza que nos despiertan los deseos de censurar y controlar la producción de contenidos del espacio al que hemos empezado a sentir como más nuestro, más democrático, menos imbuido del corporativismo capitalista que solapadamente se convierte en la piedra en el zapato de nuestros románticos anhelos de plena libertad. Léase, Internet. Y es que para un conjunto de generaciones acostumbradas a tener que adaptar sus producciones culturales a las estéticas de estos grupos de poder mediático, a haber sido siempre las expresiones de contracultura en el estudio de la comunicación, a aparecer como protestas y no como afirmaciones espontáneas, Internet se ha convertido en el sitio en el que si nadie quiere publicar mis artículos, pues hago mi blog y por ahí alguien me lee, por ahí y me hago famoso, si soy marxista ortodoxo, neoliberal a ultranza, si soy políticamente incorrecto, socialmente desagradable, ahora tengo donde expresarme, hay un medio que somete mi singularidad a los reflectores de la opinión pública sin la represión de los criterios utilitarios. Por fin la música es gratis, las películas son gratis –¿por qué seguirán ganando tanto las productoras y los estudios de Hollywood?–, los libros, el conocimiento, ¡pronto todo será gratis!

            Pero, ¿y si la viralidad de los contenidos no es más que otra artimaña para vendernos productos? ¿Si nuestro grado de estupidez aumenta de forma directamente proporcional al tiempo que pasamos frente a la pantalla? ¿Y si Kony 2012 es la reinvención del psicosocial a escala cibernética, si el gobierno ya controla Internet y SOPA, PIPA o ACTA solo son señuelos? ¿Si solo sirven para crearnos la ilusión de ser libres, de poder defender nuestra libertad, cuando cada vez lo somos menos?¿Si los teóricos de Frankfurt tenían razón? ¿Si la comunicación y la cultura son cada vez más banales? ¿Y si el mundo se acaba en diciembre? Quizás Umberto Eco ser ría de este panorama, en plena cúspide del hedonismo posmoderno. Quizás no. Quizás habría que preguntarle si se ríe cuando relee su obra Apocalípticos e Integrados. Quizás habría que dejarlo reírse.

            Sobre este famoso semiólogo y comunicólogo italiano tratará el presente ensayo. Eco aparece en el tiempo en el que los culturalistas británicos descubrían a los cuatro fantásticos de Liverpool, a los hippies y al black power, y llegaban a entender que, por más que la cruda Teoría Crítica pintara un pedazo de realidad (que hasta hoy muchos siguen pintando con los mismos colores), no lograba notar, en su esencia elitista, que el poder de control de los medios cedía ante el discernimiento y el poder de elección de las audiencias. En este contexto de revalorización del elemento receptor de los modelos de comunicación, en una época en la que en vez de Internet teníamos comics, televisión, radio o cine, Eco sintetiza de manera excelente esa dialéctica aspirante a hegeliana entre la Teoría Crítica y el estructural funcionalismo de los padres fundadores, y se abre paso con sus teorías hacia el campo de la semiótica. Todo ello será desarrollado en las líneas que vienen a continuación como su aporte al estudio de la comunicación.

Umberto Eco, el bondólogo. 


Umberto Eco nació en el norte de Italia, en la ciudad de Alessandria, región de Piamonte. El gobierno fascista italiano llamó a su padre, un contador llamado Giulio, a servir en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces, el pequeño Umberto se mudó a un  poblado en las montañas piamontesas. Allí recibió una educación salesiana,  congregación sobre la cual ha hecho varias referencias durante posteriores trabajos y entrevistas. Sin embargo, durante sus estudios universitarios Eco dejaría de creer en Dios y se apartaría de la Iglesia Católica Romana.

            Su apellido es un anacronismo de la construcción latina ex caelis oblatus, que traducida al español significa “regalo caído del cielo” y que fue dada a su abuelo por un oficial de la ciudad donde vivía. Curiosamente, encontramos una alta carga simbólica en el apellido de uno de los semióticos más reconocidos de la historia. Eco tenía doce hermanos, así que, por obvios motivos, su padre lo quiso obligar a estudiar derecho, una historia por la que tantos han pasado. Él, sin embargo, entró a la Universidad de Turín a estudiar Filosofìa y Letras. Su tesis doctoral da bastantes luces sobre su posterior campo de estudio, y sería publicada en un libro titulado El problema estético en Santo Tomás de Aquino dos años más tarde.

            Comenzó a ejercer la docencia, como muchos académicos, en su alma máter. También trabajó dando cátedra en las facultades de Arquitectura de las Universidades de Florencia y Milán, siendo esta una disciplina que se basa en gran medida en la propuesta estética de su realizador. En 1975 empieza a estudiar semiótica en la Universidad de Bolonia y sería en esta ciencia, fundada por el lingüista suizo Ferdinand de Saussure, en donde se reconocerían sus mayores aportes al estudio de la comunicación. Hasta hoy enseña semiótica en Bolonia. 

            En paralelo a su carrera como docente, trabajó entre 1955 y 1958 en la RAI (Radiotelevisione Italiana), trabajando como editor cultural para la televisión. En 1963, junto a otros intelectuales italianos, entre ellos pintores, músicos y escritores a quienes había conocido en aquél trabajo, funda el Grupo 63, que sería muy influyente en sus posteriores obras académicas. Creó, en la primera década del siglo XXI, la Escuela Superior de Estudios Humanísticos de Bolonia, destinada a que los licenciados de alto nivel interesados puedan difundir la cultura universal. Es cofundador y secretario de la Asociación Internacional de Semiótica y en 2002 fue nombrado presidente del Consejo Científico del Instituto Italiano de Estudios Humanísticos.

            En 1962, un año antes de conformar el Grupo 63, Eco se casa con Renate Ramge, con quien tiene un hijo y una hija. Hoy, se sabe que divide su tiempo entre su departamento en Milán y su casa de vacaciones en la estéticamente medieval ciudad de Urbino. Las bibliotecas de ambas casas suman una cifra impresionante de hasta cincuenta mil volúmenes. Finalmente, Eco es miembro de la legión de honor francesa, Caballero Gran Cruz de la Orden de Mérito de la República Italiana y ganador del premio Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades. Por si todo esto no fuera poco, Eco también es considerado un “bondólogo” ¿Un bondólogo? Sí, este término es usado para designar a los expertos en James Bond, el famoso agente 007 creado por Ian Fleming.

            Umberto Eco ha escrito mucho, tanto novelas como libros y ensayos académicos. Entre los primeros está el que lo lanzó a la fama, El nombre de la Rosa, publicado en 1980, es una fábula de misterio ambientada en un monasterio de la Edad Media. Su éxito es tal que fue llevada al cine por el director francés Jean-Jacques Annaud. Otras novelas suyas son: El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina (2004), y la más reciente, El Cementerio de Praga (2010).

            Por otro lado, en lo referente a los trabajos de no ficción, el que tendrá más relevancia durante las siguientes líneas es, sin dudas, Apocalípticos e Integrados ante la cultura de masas, de 1965, en el que propone la caracterización, aunque según el mismo mezquina, de las corrientes de teóricos de la comunicación que plantean la existencia de una cultura de masas bajo los adjetivos presentes en el título. Este tema, así como algo de su planteamiento desde la semiótica, será desarrollado en las siguientes secciones. Otras obras académicas importantes de Eco son: Obra abierta (1962), Diario Mínimo (1963), La estructura ausente (1968), La definición del arte (1970), La forma y el contenido (1971), El Signo (1973), Tratado de Semiótica General (1975), El superhombre de masas (1976), Desde la periferia al Imperio (1977), Lector in fabula (1979), Semiótica y filosofía del lenguaje (1984), Los límites de la interpretación (1990), Seis paseos por los bosques narrativos (1990), La búsqueda de la lengua perfecta (1994), Kant y el ornitorrinco (1997) y Cinco escritos morales (1998).

Apocalípticos e Integrados. ¿Escuela de Frankfurt y estructural funcionalismo?


Para poder entender a cabalidad estos conceptos y su implicación diacrónica en los estudios de la comunicación, es importante, si no necesario,  darles contexto. Ello mediante la explicación, a grandes rasgos, de las dos corrientes antagónicas que aparecían como predominantes en estos estudios: La Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt y el estructural funcionalismo de los padres fundadores o miembros de la Mass Communication Research. Cada una encajará, luego de una sucinta revisión, en el perfil tanto de apocalípticos como de integrados planteado por Eco, y así quedará clara la transcendencia de esta caracterización a través de la historia, corta pero importante, de la comunicación como disciplina de estudio, y más allá de la percepción propia del autor.

            El estructural funcionalismo es el primer intento de fijar los conceptos metodológicos para el estudio de la comunicación humana, conceptos creados exclusivamente para este tipo de comunicación y no adaptados desde la comunicación entre aparatos (el teléfono o el telégrafo), como el famoso modelo de Shannon y Weaver, erróneamente extendido. Esta fijación conceptual se pone de manifiesto en la famosa frase del cientista político Harold Lasswell: “Todo proceso de comunicación se puede resumir en quién dice qué, a quién, por qué canal y con qué efecto.” Esta frase da cuenta de la excesiva simplicidad con la que se entiend{ia el proceso comunicativo, pero configuraría un método de estudio que tendrá primacía en esta corriente durante los años 40 y 50. Un modelo lineal y unidireccional, en donde el receptor, el “a quién”, no tiene capacidad de retroalimentación hacia los medios que emiten el mensaje. Además, solo toma en cuenta una porción de algo más amplio, se enfoca en una línea comunicacional sin cuestionarse quiénes están detrás de los grandes medios y qué intereses tienen, quiénes son y por qué les encargan hacer los estudios que hacen. Si bien esta no llega a ser del todo una forma de descalificación, los teóricos de Frankfurt la usarían para criticarlos.

            Este modelo pionero consigue atomizar los conceptos para poder ordenarlos, es decir, separa campos de estudio (del emisor, del mensaje, del canal, del receptor y del efecto) para poder analizarlos de forma particular e independiente, detallada y científica. Sus mayores exponentes son académicos provenientes de las ciencias exactas, acostumbrados a experimentar en ambientes controlados, cambiando solo variables y analizando sus resultados en forma de efectos. Ciertamente, este análisis de los efectos de los medios de comunicación sobre la masa pasiva es otro de los elementos reconocibles en este conjunto de investigadores de la comunicación. Sin embargo, hay que decir que ellos superan la teoría de la “aguja hipodérmica”, es decir, la creencia extendida hasta ese momento de que los mensajes de los medios penetraban en la masa como el líquido de las inyecciones, de forma directa y sin barreras. Para ellos, sí hay obstáculos y formas determinadas de causar efectos en la audiencia, y se avocan a estudiar ambos. Es cierto que investigadores como Paul Lazarsfield llegan a postular un cierto grado de discriminación de los contenidos, legan a darle algo de poder a la masa, pero estas son ideas aisladas que de ningún modo se acercan a la corriente principal de investigación de este grupo de padres fundadores.

No obstante todo ello, lo que más datos aporta a esta síntesis sobre el carácter de “integrados” de los miembros de esta corriente es la visión que tienen de las funciones de la comunicación. Para ellos, los medios actúan como mecanismos de regulación social, es decir, como las arterias del cuerpo que llevan la información de unos órganos a otros para regular –y restablecer en caso sea necesario– las funciones de estos hacia una adecuada marcha del conjunto. Los medios son la extensión de los ojos del público, fiscalizan, vigilan e informan, en ellos se legitiman los líderes y se construye o derrumba el prestigio de un actor social. Cualquier persona con un poder adquisitivo mínimo como para conseguir un televisor, una radio o comprar el diario tiene acceso al mensaje; son democráticos y democratizantes. Son el Internet de aquella época. Esto, claro, desde el punto de vista de aquellos que trabajan, estudian y producen los contenidos, de aquellos estructural-funcionalistas como Lasswell, Lazarsfield, Hovland, etc., que estudian el modelo dentro de y para las instituciones emisoras de mensajes o aquellas que buscan controlar su emisión, como el Estado, la Iglesia, el ejército o las empresas.

En el otro lado del prisma se erige la Teoría Crítica, planteada por un grupo de intelectuales, en su mayoría judíos ricos y socialistas, huidos de la Alemania nazi a tierras americanas, conocidos como la Escuela de Frankfurt. Esta corriente de pensamiento se hace relevante porque pinta la estructura de la sociedad de masas como condenada a la búsqueda de la sumisión camuflada de estas masas mediante el uso de los medios de comunicación como fuertes aparatos ideológicos con poder uniformador. Los ideólogos de la Teoría Crítica critican a los funcionalistas diciendo que no se puede estudiar la comunicación parcelándola en pequeños ámbitos como el canal o el efecto, sino que todo estudio de esta debe incluir un panorama completo y transversal, no solo del proceso comunicativo, sino de la organización de toda la sociedad. Ello desde disciplinas como la filosofía, la sociología o la psicología. Así, su crítica principal, y la que Eco da como uno de los rasgos resaltantes de los integrados, es hacia su actitud no cuestionadora frente a los intereses que están detrás de la emisión de mensajes en los medios. Para el modelo de la Teoría Crítica, hay una alianza entre los adinerados dueños del capital y los dueños de los grandes medios de comunicación para utilizarlos como a los colegios, por ejemplo, haciendo que transmitan una visión sesgada y parcial del mundo. Todo ello con el fin de mantener controlado al proletariado mientras se le hace creer que es libre y feliz.

Este discurso es, a primera, segunda y ciertamente tercera vista, sumamente apocalíptico. No obstante, el debate sobre la utilización de los medios para intereses reñidos con la verdad, y amigos del dinero y el poder sigue vigente en nuestros días. Uno de los ejemplos más importantes es el reciente libro del Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa: La civilización del espectáculo.

Si extendemos más el pensamiento frankfurniano vemos que se define el concepto “cultura” desde un punto de vista elitista. Ello en tanto la “cultura” es aquella del ayer, aquella hecha por unos pocos pioneros e incomprendida por el grueso de la masa ignorante. Esa cultura, pues, es expresión de la autonomía del ser, es creación espontánea, y por ende, un desafío al statu quo, al orden imperante. Los contenidos derivados de la alianza entre los poderosos dueños del capital y los medios de comunicación, ha degenerado en una Cultura de Masas completamente banal y repetitiva, que busca atontar al espectador, hacer que le sea demasiado trabajoso y demasiado improductivo pensar en cuestionar el sistema. Y así, que se adapte a este y forme parte de su proyecto, que venda su fuerza de trabajo como un proletario más, que busque realizarse en trabajos alienantes y gaste su dinero en productos que no sabe por qué necesita y que termina tirando poco tiempo después de adquirirlos. Es lo que hoy llamaríamos “consumismo desenfrenado”.

Esta cultura es producida desde una Industria Cultural movida por una lógica mercantil, en donde lo que se hace aparecer es solo aquello que vende y que no molesta, no azuza ni hace pensar. Se produce en serie, como en una línea de producción, bajo estándares similares, entregando resultados iguales y sistemáticos. La cultura producida por las Industrias Culturales entonces no es “cultura” en el sentido elitista, sino una pseudocultura que la masa pasiva recibe y por la que se deja embrutecer. La masa, por supuesto, no es capaz de discernir, producir ni retroalimentar. En general, habría que dedicar un ensayo propio a explicar los pormenores de esta visión particular de la comunicación dentro de la sociedad, no obstante, Jordi Busquet resume bastante bien la visión que tienen los teóricos de Frankfurt, y en general los apocalípticos de Eco, desde diez ideas sobre cómo ven a la “cultura de masas”. Estas ideas sacadas de su libro Lo sublime y lo vulgar (2008) me ahorrarán muchas líneas de explicación. Estas son:

i)                   La cultura de masas es una cultura técnica.
ii)                El público de la cultura de masas es vulgar.
iii)              La cultura de masas es uniformadora.
iv)               La cultura de masas es conservadora.
v)                 La cultura de masas es depredadora.
vi)               La cultura de masas genera confusión y desconcierto.
vii)            La cultura de masas es mercantil.
viii)          La cultura de masas es mediocre.
ix)               La cultura de masas fomenta la pasividad.
x)                 La cultura de masas es inmoral.


Lo cierto es que la categorización de Eco va más allá de los teóricos de Frankfurt y los estructural-funcionalistas. Si bien entre los ejemplos que da de los primeros menciona a personajes como Adorno y Horkheimer (precursores de la Teoría Crítica de la sociedad) y hace lo mismo con los segundos y algunos de sus autores más representativos; en realidad, lo que él hace es meter a todos los pensadores previos y contemporáneos en uno u otro saco. Entonces, dentro de este esquema, la postura de un pensador o intelectual de la comunicación, según Eco, se enmarca o dentro del estigma “apocalíptico”, o dentro del “integrado”. Y así, los rasgos del primero se corresponden al pesimismo y elitismo descrito en los teóricos de Frankfurt, y los del segundo a los de los padres fundadores; pero ambos incluyen a muchos otros pensadores,  (por ejemplo, Eco pone a Marshall McLuhan entre los “integrados”) cuyos pensamientos solo se asemejan o se acercan a una categoría o a la otra. El lector rápidamente notará que esa forma de categorizar es muy mezquina, y ciertamente lo es; sin embargo, no es algo a lo que Eco sea ajeno, pues lo aclara en las primeras líneas de su obra, con estas palabras:

“Es profundamente injusto encasillar las actitudes humanas –con todas sus variedades y todos sus matices– en dos conceptos genéricos y polémicos como son “apocalípticos” e “integrados”. Ciertas cosas se hacen porque la intitulación de un libro tiene sus exigencias (se trata, como veremos, de industria cultural, pero intentaremos especificar también que este término tiene aquí el significado más “descongestionado” posible); y ciertas cosas se hacen también porque, si se quiere anteponer una exposición preliminar a los ensayos que siguen, se impondrá necesariamente la identificación de algunas líneas metodológicas generales: y para definir aquello que no se quisiera hacer, resulta cómodo tipificar en extremo una serie de elecciones culturales, que naturalmente se prestan a ser analizadas con mayor concreción y serenidad. Pero esto incumbe a los diversos ensayos y no a una introducción” (Eco 1977: 11)

A pesar de este grado de mezquindad, la categorización de las actitudes frente a la comunicación de Umberto Eco en apocalípticos e integrados es famosa y bastante divulgada. Esta, sin embargo, quedaría incompleta si no pasamos revista, aunque sea sucintamente, a su propuesta semiótica, despertando así una nueva forma de entender y modelar el proceso comunicativo.

Eco, el culturalista. Semiótica y comunicación.


“Si los teóricos apocalípticos de las comunicaciones de masas, pertrechados con un pretencioso marxismo aristocrático de ascendencias nietzschianas, suspicaces ante la praxis y aburridos por las masas, hubieran tenido razón, en 1968 este muchacho [en referencia a un joven de la generación italiana nacida y criada con la televisión] habría tenido que buscarse un digno cargo en la Caja de Ahorros tras haberse graduado con una tesis sobre “Benedetto Croce y los valores espirituales del arte”, cortándose los cabellos una vez a la semana y colgando, el Domingo de Ramos, la rama de olivo bendecida sobre el calendario de la Familia Cristiana, junto a la imagen del Sangrado Corazón de Mike Bongiorno.
    Pero sabemos lo que sucedió en realidad. La generación televidente ha sido la generación de mayo del 68, la de los grupúsculos, del repudio a la integración, de la ruptura con los padres, de la crisis de la familia, de la suspicacia contra el latin lover y la aceptación de las minorías homosexuales, de los derechos de la mujer, de la cultura de clase opuesta a la cultura de las enciclopedias ilustradas” (Eco 1985: 174).
            La interrogante implícitamente presente en este fragmento del ensayo de Eco titulado  “¿El público perjudica a la televisión?” y recopilado en el segundo volumen del libro Sociología de la Comunicación de Masas de Miguel de Moragas, es perfecta para empezar a resumir la forma en la que aborda el problema, planteado por él mismo al dividir a los pensadores de la comunicación entre apocalípticos e integrados. Eco forma parte de una nueva corriente de pensamiento, desarrollada en Europa, aunque mayormente en Inglaterra, por lo que se le conocería posteriormente como los Estudios Culturales Británicos. Estos intelectuales revalorizarían el poder del receptor dentro del modelo, centrarían el reflector sobre él y su poder de elegir qué ver, de tener sus propias interpretaciones de lo visto, y además, de producir sus propios contenidos culturales. Esta línea la habían seguido, de manera muy tenue y de ninguna forma como característica principal, algunos padres fundadores, como ya mencioné líneas arriba. Serían, sin embargo, los británicos, testigos de explosiones de cultura popular, cultura creada en bares, parques y barrios, por minorías marginadas y grupos con poco o ningún poder adquisitivo, los bealtes, el poder negro, el hipismo, el pacifismo, etc., etc., quienes se darían cuenta de que sí era posible que la masa produjera cultura. Y que los contenidos de esta, contestatarios como eran, eran tomados en muchas ocasiones por los medios de comunicación en su afán de congeniar con su audiencia, porque su poder ya no era asimétrico. La balanza se equilibraba por el lado del receptor.

            En esta línea, Umberto Eco propone, desde la semiótica, una serie de ideas y conceptos que esclarecen las interrogantes sobre por qué y cómo discriminamos e interpretamos los contenidos ofrecidos por los medios (a veces tomados de la propia cultura popular, como dije). A grandes rasgos explica que todo contenido cultural, desde cómo nos vestimos, la forma de una construcción, una pintura, una foto, una película, etc., constituye un lenguaje, formado por códigos, que a su vez están compuestos por ciertos signos y ciertas reglas de combinación de esos signos. A partir de aquí podemos hablar de lenguaje audiovisual, lenguaje de la moda, entre otros. Este lenguaje se expresa en forma de un discurso estructurado portador de significantes mediante una propuesta estética. Los significantes son las unidades expresivas, son las letras de la palabra, los planos de la toma, etc., que, mediante un proceso de selección y combinación, quieren decir algo. Este algo que quieren decir es el significado que le da el autor del mensaje, el autor del discurso. Sin embargo, el significado contenido en el significante emitido por el autor, pasa a través del canal y llega al receptor. Y he aquí el meollo del asunto. El poder del receptor es su propia incapacidad para leer en esos discursos, en esos mensajes, el significado exacto que le impuso quien los creó.

Entonces, ¿por qué si la televisión (los medios por extensión) buscan crear una sociedad de una manera, los miembros se comportan o actúan de una manera diametralmente opuesta, aún cuando estos comportamientos expresan actitudes asumidas e interiorizadas desde la televisión? Porque la televisión, por sí sola, no tiene el poder de moldear el comportamiento ni la manera de pensar de las personas, y a su vez, porque las personas entienden los contenidos de la televisión de formas diferentes a la intención comunicativa inicial. Esto se debe a que el significado original adherido al significante emitido en el discurso, es decir el que quiso darle el autor, tiene muchas interpretaciones posible, lo que Eco llamo interpretaciones aberrantes. Estas son las que difieren, aunque quizás no en las antípodas, de la interpretación que quisiera el autor que tengan los receptores. Por otro lado, es un receptor o intérprete ideal, según Eco, aquél que interpreta exactamente ese significado original. En conclusión, felizmente para nosotros, no somos un conjunto uniforme de receptores ideales.

¿Por qué interpretamos y valoramos los discursos de diferentes maneras? Porque somos portadores de nuestros propios códigos y subcódigos, provenientes a su vez de nuestras culturas y subculturas particulares. Estos moldean nuestra forma de entender una cosa u otra. Aquí es siempre útil el clásico ejemplo de los esquimales que tienen hasta cuatro palabras para definir cuatro formas de nieve diferentes para sus ojos adiestrados, palabras que nosotros, desde una cultura diferente, agruparíamos simplemente en “nieve”. Nuestras vivencias, nuestro esquema psicosocial, nuestro nivel de educación, entre otros, son parte de esos factores que determinan nuestro entendimiento hacia lo positivo o hacia lo negativo.

Y así, nuestra procedencia cultural nos inclina a valorar las propuestas estéticas, los elementos significantes, entre otras cosas. Estamos, entonces, en constante negociación con los medios, tanto porque producimos nuestro propio contenido de cultura popular, como porque somos capaces de discernir qué ver, y valorar y reflexionar sobre lo visto. El proletariado, la antes vulgar masa, las personas comunes y corrientes no son más seres pasivos; diferenciamos, escogemos y juzgamos lo que nos dicen los medios, esos medios que, quién sabe, pueden tener la intención de alienarnos y uniformizarnos. Al final, es una constante lucha en la que, como toda, hay avances y retrocesos, pero en la que no estamos indefensos ni avasallados. Por eso, entre el elitismo pesimista de los apocalípticos y la inocente confianza de los integrados, Eco le dice no a ambos.

Conclusiones.

  • Umberto Eco es parte de la corriente de pensamiento culturalista desarrollada entre los años 50-60-70 en Europa que se asombra de las muestras de cultura popular procedente de la masa, antes concebida como pasiva. Entre estas muestras están el surgimiento de grupos como los Beatles, los Rolling Stones, de movimientos como el hipismo, el poder de la comunidad afroamericana, el feminismo o el pacifismo. Eco dedica la mayoría de su vida a los campos de la estética, la semiótica y la comunicación.
  • Su ensayo más relevante, en cuanto a las teorías de la comunicación, es el famoso Apocalípticos e Integrados ante la cultura de masas. En él ofrece una categorización que, aunque mezquina, sirve bastante para comprender las dos formas antagónicas de pensar la comunicación. Por un lado, los apocalípticos tienen una visión pesimista de la comunicación en la sociedad desde una posición elitista y muchas veces marxista. Por otro, los integrados tienen una fe ciega e inocente en la producción de contenidos y la democratización de estos mediante las nuevas tecnologías de información. Ante esto, la propuesta de Eco se distancia de ambas.
  •   Apocalípticos e integrados se pueden acomodar a dos corrientes que hemos estudiado: los estudiosos de Frankfurt y su Teoría Crítica, en su mayoría judíos socialistas y ricos asimilados por la sociedad americana; y la de los estructural-funcionalistas o padres fundadores. Los primeros conciben una sociedad en donde la alianza entre los dueños del capital y los medios de comunicación dan lugar a una Industria Cultural que produce una pseudo cultura de masas estupidizante y uniformadora. Los segundos tienen una fe somera en el sistema y en los efectos democráticos de la producción masiva de contenidos. No cuestionan en absoluto los intereses detrás de esta producción porque están ocupados en crearla o estudiarla desde adentro. Ambos conciben en el modelo un receptor pasivo, sin capacidad de retroalimentación, valoración o discernimiento.     
  • La propuesta de Umberto Eco se enmarca dentro de la revalorización del poder del receptor y se aleja tanto de apocalípticos como de integrados, en tanto considera que pueden existir intereses detrás de la emisión de mensajes, pero el receptor no está indefenso y pasivo antes ellos. Los contextos culturales dotan al lector de los discursos de los medios de armas para diferenciar, escoger y valorar sus propuestas desde ciertas formas de entendimiento particulares, convirtiéndonos en masas no uniformes que mezclan a muchos intérpretes aberrantes con algunos otros ideales (generalmente los que tienen el mismo nivel de educación que el productor del mensaje que, a su vez, generalmente son los que estudian la comunicación. Por ello siempre se había entendido este significado embobante de los contenidos de la  “cultura de masas”).


Bibliografía.


BUSQUET, Jordi
2008              Lo sublime y lo vulgar: la cultura de masas o la pervivencia de un mito. ¿?: UOC.


ECO, Umberto
1977                           Apocalípticos e Integrados frente a la comunicación de masas. Volumen II. Traducción de Andrés Boglar. Quinta edición. España: Lumen.


MORAGAS, Miguel de
1985               Sociología de la Comunicación de Masas. Madrid: Editorial Gustavo Gili.









17 julio 2012

Theodor Adorno y la Teoría Crítica.

Ensayo. 


Tras los totalitarismos subyace un mal extremo. El siglo XX fue testigo de él. El nazismo, el fascismo y el comunismo soviético obligaron a muchas mentes inquietas a replantear la fe casi inquebrantable que tenían en que la razón guiaba a la raza humana a la prosperidad. La derrota de Hitler y Mussolini tras el término de la Segunda Guerra Mundial y la caída del régimen comunista de la URSS dieron origen a un mundo dominado por la lógica económica capitalista de libre mercado y el modelo político democrático. No obstante, si rastreamos los orígenes de aquél mal deshumanizante previo a la Segunda Guerra Mundial, encontraremos que este se remite a categorías banales que permanecen hoy.

Cuando Adolf Eichmann, teniente coronel del régimen nazi, es juzgado en Jerusalén por su implicación en el Holocausto, su testimonio indica que no ha actuado por odio o por maldad, sino por una propensión casi extrema a hacer lo que se le es ordenado. En Eichmann se plasma la pérdida de la capacidad de cuestionarse sobre la bondad o maldad de sus acciones, la desaparición de esa facultad indispensable de debate interno frente a los estímulos del resto de actores de la sociedad. Él hizo lo que era necesario para ascender en el rango social, para ser bien visto por un conjunto de personas que habían sido imbuidas de la misma ideología totalitaria, funesta y constantemente reforzada. Él, y quizás gran parte del pueblo alemán, no odiaba realmente a los judíos o a los socialistas, solo había entrado en el sistema. En Alemania había que marchar, elevar la mano y saludar al Führer. Si no, no se era nadie.

¿Por qué en una sociedad global supuestamente libre encontraríamos las mismas categorías que hicieron posible las atrocidades del nazismo? La respuesta a esta pregunta se encuentra en la teoría propuesta por un grupo de intelectuales judíos que huyeron de la Alemania nazi: la Teoría Crítica. Entre ellos está el personaje que centrará la atención de este ensayo, Theodor Wiesengrund Adorno, filósofo, sociólogo y músico alemán que tuvo que exiliarse en Nueva York junto a otros miembros del Instituto de Investigación Social de Frankfurt.

En Nueva York, Adorno y los teóricos de la Escuela de Frankfurt decidieron nadar contra la corriente: decidieron criticar lo que en su propia crítica se presenta como casi imposible de criticar. Conocer las implicancias de su propuesta en los estudios de la comunicación es necesario porque, a pesar de ser acusada de pesimista, la Teoría Crítica es el otro lado del prisma, la contraparte necesaria a los postulados de los teóricos estructural funcionalistas. De este contrapeso, además, quedan elementos y conceptos que se usan hasta hoy. ¿Quién no ha escuchado hablar de industrias culturales en referencia al cine, la televisión y los medios? ¿O de cultura de masas? ¿No está, acaso hasta hoy, vigente el debate sobre la función de los medios al servicio de intereses económicos y políticos?

Por una cuestión elemental de fe en la raza humana, de primaria esperanza en que la historia debe conducir a un futuro mejor y no a un nuevo tipo de barbarie, es posible afirmar que regímenes como el nazismo no volverán a repetirse, que los totalitarismos son y serán combatidos por el grueso de la sociedad mientras sigan existiendo remanentes de estas ideologías fanáticas. Sin embargo, sí es necesario poner una señal de advertencia: los medios y las prácticas que permitieron que aquella fatalidad dominara Europa a principios del siglo XX podrían estar aún vigentes, esperando ponerse al servicio de causas sesgadas. Y una de esas prácticas, quizás una de los más importantes, fue la utilización de los medios de comunicación.

Theodor Adorno, un judío exiliado en América.[1]



El 11 de septiembre de 1903 nació en Frankfurt Theodor Wiesengrund Adorno, hijo de un comerciante de vinos y una soprano, y hermano de una pianista. Su madre y su hermana, ligadas a la música como eran, le inculcaron esta afición que se mantendría durante el resto de su vida. A los 17 años, Adorno ya escribía sus primeras piezas musicales de corte vanguardista. Estudió filosofía, psicología, sociología y música en la Universidad Johann Wolfgang Goethe de su ciudad natal y presentó su tesis doctoral sobre la obra de Kierkegaard, luego de que le fuera rechazado un primer intento en el que trataba a Kant y a Freud.

Es importante entender que la procedencia académica de los teóricos de Frankfurt son las ciencias sociales y humanas. Ciencias para las cuales, dado el contexto histórico, era importantísima la revisión de las teorías marxistas. Ello en clara oposición a la inclinación de los exponentes de la corriente estructural funcionalista al estudio de ciencias exactas, como el físico matemático Lazarsfield, el científico matemático Hovland o el cientista político Lasswell. Este detalle tendrá una gran influencia en la dirección que seguirá la Teoría Crítica como un juicio a la estructura social en su conjunto.

Poco antes de que el régimen nacionalsocialista lo cerrara, Adorno se incorporó al Instituto de Investigación Social adscrito a la Universidad de Frankfurt. Perseguido por los partidarios de Hitler, tuvo que exiliarse primero en Oxford y luego en Zurich, para terminar de seguirle los pasos al Instituto en Nueva York. Junto a otro célebre miembro, Max Horkheimer, publicó en 1947 una de las obras más representativas de la Escuela de Frankfurt: La Dialéctica de la Ilustración. En ella se introducen los conceptos de “Industria Cultural” y “Cultura de masas” que, aunque criticados, han pasado a formar parte del vocabulario común de las facultades de comunicación en todo el mundo.

            Con Hitler muerto y el nazismo desterrado de Alemania, Adorno regresó a Frankfurt en la segunda mitad del siglo XX para asumir el cargo de director del Instituto de Investigación Social, en reemplazo de Horkheimer. Luego de ello, terminaría su vida académica dictando filosofía y sociología en la Universidad de Frankfurt. Es anecdótico que, tras los sucesos de Mayo del 68 en Francia, cuando se pensaba que un personaje de corte intelectual como él mostrara su apoyo a la causa, Adorno cuestionó la prevalecencia de la acción de protesta sobre la acción crítica de los estudiantes en el movimiento. Theodor Adorno falleció en Suiza el 3 de agosto de 1969, habiendo tenido esos últimos años como discípulo al reconocido filósofo contemporaneo Jurgen Habermas, quien continuó la tradición de la Teoría Crítica.

            No son pocos los que dicen que Adorno da tanta importancia al estudio de las estructuras sociales y la utilización de los medios de comunicación en los regímenes totalitarios por su procedencia judía. Él, como los demás exponentes de la Escuela de Frankfurt (y muchos otros intelectuales alemanes de la época), tuvo que huir de su país por ser de familia judía y de inclinación política socialista. Como sabemos, esa era la peor combinación para un nazi. Es muy probable que estas voces tengan razón: que haber padecido la persecución por parte del nacionalsocialismo haya hecho que los teóricos de Frankfurt enfoquen el lente académico en la babarie nazi. Sin embargo, las ideas no se invalidan por las circunstancias en las que fueron concebidas.

También se critica la visión pesimista de la Teoría Crítica, aduciendo que se trata de judíos acomodados que han recibido una educación de élite criticando a una sociedad de personas que no tuvieron esa suerte. No cabe duda,sin embargo, que el aporte de la Teoría Crítica al estudio de la comunicación, como explicaré más adelante, es perfectamente aplicable a los regímenes teóricamente libres, aquellos en donde se cree en el poder liberador de la razón. 

Las obras de Theodor Adorno que nos interesan, algunas de autoría compartida, son: Escritos Sociológicos; Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad; Kierkegaard. La construcción de lo estético; La Dialéctica de la Ilustración; Composición para el cine. El fiel correpetidor; Crítica de la cultura y sociedad I; Crítica de la cultura y sociedad II, Mínima moralia, etc., además de varios libros dedicados a la filosofía y estructura de la música. Al morir trabajaba en su última obra, publicada de manera póstuma, Teoría de la Estética.

En adelante, este ensayo se avocará a explicar el aporte general al modelo de sociedad que plantea la Teoría Crítica, para luego abordar el concepto de Industria Cultural y por qué la Escuela de Frankfurt lo critica.


Una alianza entre la razón instrumental y el capital.[2]


Para los teóricos de la Escuela de Frankfurt un estudio sobre comunicación no tiene validez si no plantea un modelo general de la sociedad. Por eso, debe hacerse desde diferentes disciplinas sociales y humanas, como la filosofía, la psicología o la sociología, por ejemplo. La Escuela de Frankfurt critica la atomización de los estudios de la corriente estructural funcionalista en temas y fenómenos específicos y controlables mediante variables numéricas, sin prestarle mayor importancia al conjunto social en que se enmarcan. Además, les critica el fraccionamiento del proceso comunicativo, expresado en el paradigma de Lasswell del quién, qué, a quién, por qué canal y con qué efectos. Ello ocurre, dicen, porque los estructural funcionalistas sirven a los intereses de organismos puntuales (como el ejército, el Estado o las empresas), sobre temas puntuales y con fines instrumentalistas. Hay que decir que esto último no desestima de ninguna manera los estudios de los padres fundadores estructural funcionalistas, pues está demostrado que sus resultados muchas veces fueron distintos a los que dichos organismos esperaban.

La Teoría Crítica plantea una interpretación marxista de la sociedad. Para ellos, su estructura está organizada en tres planos. El primero, el económico, con una tensión constante entre los dueños del capital y el proletariado. Esta tensión se sitúa en la base de la sociedad y sería la base de la teoría más ortodoxa y economicista del marxismo. Por encima están las “superestructuras”, la esfera cultural en la cual están contenidas las mentalidades, las estéticas, los valores. Por último, están los aparatos ideológicos, aquellos encargados de preservar mediante su autoridad o su fuerza el orden ideológico de la sociedad. En esta esfera están el Estado, el ejército, la Iglesia, la escuela, la familia, todos órganos con poder normativo o coercitivo.

Este modelo se sitúa en un contexto histórico posterior –pero no alejado– a la Ilustración, definida por Kant como el motor que da inicio al triunfo de la razón autónoma y a una fe casi ciega en ella. Dada esta fe es que, combatiendo al mito medieval, el poder casi omnipotente de la razón, desde la Ilustración hasta nuestros días, ha transformado el concepto de verdad reduciéndolo a un mero conjunto de comprobaciones matemáticas. En línea con esto, el hombre ha querido utilizar la razón para dominar a la naturaleza, sin darse cuenta que, al dominarla, termina dominando a los propios hombres, debiendo mantenerlos uniformes y controlados, factibles de ser matemática, y por ende, racionalmente estudiados. Es por eso que la razón, al enfrentarse al mito, se convierte en él, en un mito de posible control del todo pero que no puede ser conseguido sin el control de los demás. Un mito que no puede solucionar la tensión entre clases sociales y que, en cambio, la agudiza, agrandando la brecha entre dominantes y dominados. Se le llama razón instrumental, porque es utilizada como instrumento para dominar.

En primer término de izquierda a derecha: Max
Horkheimer y Theodor Adorno. Atrás un joven
Jurgen Habermas pasándose la mano por el pelo. 
Esta es, para Adorno la dialéctica negativa de la Ilustración. Una dialéctica que, en vez de alcanzar la síntesis entre los opuestos, se divide constantemente, pues está hecha de divisiones y condenada a ellas. Como se mencionó, el mito de la razón consiste en que esta debería ser capaz de reconciliar las tensiones de clases, pero más bien las agrava. Esta dialéctica negativa se basa en contradicciones tales como el conocimiento de la explotación en los procesos de producción y el conformismo con ellos.

En consecuencia con todo lo anterior, en la sociedad burguesa moderna, como la concibe Adorno, existe una alianza entre los dueños del capital y los representantes de los aparatos ideológicos, para utilizar las superestructuras culturales con el objetivo de mantener controlado al proletariado. Es decir, la razón instrumental desarrolla una cultura para las masas, una industria cultural ubicada entre las mentalidades y las estéticas, pero con características particulares que tienen como fin atontar al espectador con un proceso sistematizado y estandarizado. Es así como los medios de comunicación de la sociedad burguesa moderna pasan a formar parte de los aparatos ideológicos con poder normativo, cumpliendo una función similar a la de la Iglesia o la escuela.

¿No está vigente acaso este debate? ¿No es común escuchar a muchos intelectuales hablar de la parcialización de los medios con los grupos de poder, de cómo estos responden a la defensa de intereses, mal informando al público? Es casi imposible hablar de esto sin mencionar el caso del grupo El Comercio, propiedad de la familia Miró Quesada, dueños de un canal en televisión abierta y uno de cable, y de hasta cuatro diarios de muy buen tiraje. ¿En qué lado del espectro político los ubicaríamos? ¿Qué tendencias mantienen los contenidos de sus noticias? ¿Se farandulean, se banalizan? 

De vuelta en el análisis de la Teoría Critica, la siguiente pregunta seria: ¿por qué los dueños del capital necesitan aprovecharse de la razón instrumental para crear un sistema de control de masas plasmado en la Industria Cultural? Según la teoría que defiende Adorno, porque necesitan sacarle la plusvalía al proletariado al que emplean y, a la vez, venderle sus productos, haciéndolos sentir que esto es lo que deben y necesitan hacer. Ese es el final de este aporte importante de Theodor Adorno a la comunicación de masas: la universalización del principio de la mercancía. Es decir, se universaliza la relación con la masa para venderle cosas, tomando a las personas ya no como sujetos, sino como objetos susceptibles de compra y venta, es decir, alienándolos. Adorno postula que, además de aquella capa que cubría el valor de uso de los objetos (es decir, para qué sirven), conocido como valor de cambio (cuánto valen, a cuánto las puedo vender), se ha creado un nuevo valor: el valor simbólico. Este valor consigue ocultar todos los conflictos sociales que entraña la producción de un objeto, de una mercancía, y crea necesidades ficticias de adquirirla. Al respecto dice Adorno: "En el objeto de consumo debe hacerse olvidar la huella de su producción. Debe tener una apariencia como si no hubiera sido hecho en absoluto, no vaya a ser que delate que el que lo intercambia no es el que lo ha hecho, sino que se apropia del trabajo contenido en él" (822:?) Podría perfectamente referirse a Apple y sus fábricas en China.

Todo ello se consigue mediante el trabajo de la Industria Cultural, cuya explicación no puede seguir esperando y merece un apartado propio.

Industria Cultural y Cultura de Masas. La crítica de la Teoría Crítica. [3]



Industria Cultural: el principal medio empleado por los dueños de los medios de producción para mantener el control sobre el proletariado, sobre las masas; para tener quién produzca y a quién venderle. Para la Teoría Crítica, la Industria Cultural nace del aprovechamiento de la razón instrumental en favor de la alianza entre los medios de comunicación como aparatos ideológicos y el capital. Así, queriéndolo o no, el modelo de la estructura social de los teóricos de Frankfurt le da una importancia crucial al papel que tienen los medios de comunicación. En ello, quizás, esté su mayor punto de coincidencia con los teóricos estructural funcionalistas: le dan a la comunicación el gran poder de influir en las decisiones y conductas de una masa pasiva y receptiva. En el fondo, unos en forma de crítica y los otros de oportunidad, le reconocen a la comunicación la capacidad de crear efectos, de influir.

            Los contenidos de la Industria Cultural se oponen al arte liberal burgués previo a la sociedad contemporánea. Este era un espacio de élite, fuera del alcance de las grandes masas, que privilegiaba la originalidad, la espontaneidad y la contestación, el conflicto, el reclamo, la crítica. Los contenidos de la Industria Cultural, por el contrario, pretenden ser arte popular, pero no serían más que una pseudocultura, una estafa. Ahí radica la principal crítica que le hace la Escuela de Frankfurt al concepto. Es decir, que edtos contenidos no promueven la crítica porque están concebidos para mantener alejado cualquier atisbo de rebeldía, cualquier vislumbre de pensamiento autónomo. La Cultura de Masas que produce la Industria Cultural sería así, en oposición al arte verdadero, aletargante, monótona y repetitiva, con el objetivo de obligar al mínimo uso del pensamiento crítico o reflexivo.

            Las Industrias Culturales son aquellas que producen contenidos con mensajes: el cine, la televisión, la radio o los medios escritos. Para Adorno, las películas vienen con un molde, un canon preestablecido de situaciones que deben ocurrir en cierto orden para no obligar al espectador a cambiar su modelo y para acostumbrarlo a esperar siempre un tipo determinado de estímulo. Asimismo, siempre se sabe cómo continuará la música, los contenidos de los periódicos son repetitivos y vacíos de reflexión, entre otros ejemplos. Por eso se le llama Industria, porque estandariza los procesos de creación de contenidos, como la una línea de producción de una fábrica: uno tras otro con etapas y funciones definidas, todos iguales, todos repetitivos, todos monótonos y embobantes.

Además, esta producción se guía por criterios de rentabilidad. Solo se produce lo que es popular, lo que vende, lo que tiene mayor margen de ganancia, lo que necesite menor inversión. Se busca recortar las barreras que los separan del público para amaestrarlo, para crearle las necesidades ficticias de sus productos y la sensación de que son estos los que les traen felicidad. El éxito de esta iniciativa es tal que ocurre lo ya mencionado: se crea un valor simbólico que sustituye al valor de uso o de cambio del objeto, donde este ya no importa por lo que es, sino por lo que significa tenerlo, significados que han sido creados por los medios de producción y transmitidos a través de los medios de comunicación. Es un fetichismo de la mercancía, como lo llama Juan Zamora en referencia a Adorno.

La monotonización de la Cultura de Masas respondería a la necesidad de mantener al espectador exento de pensamiento critico, falsamente entretenido y conforme. Este concepto de entretenimiento, que invade todas las esferas de la Cultura de Masas, es crucial para acentuar el conformismo: los estímulos generan respuestas cortas e inmediatas, todo lo demás es demasiado trabajoso, cuestionar es demasiado trabajoso, las personas tienen suficiente trabajo en el trabajo (valga la redundancia) como para seguir trabajando en formular sus cuestionamientos al sistema. Y como nadie lo hace, por qué ellos, para qué emprender una labor de hormiga sin el interés de la colonia. Y así se mantendrían felices siendo dominados, siendo parte de un sistema que necesita dominarlos, de un mito de la razón que termina dominándolos en su afán de dominar la naturaleza por medio de la ciencia y los escenarios controlados. Un perfecto ejemplo de ello es la sociedad alemana de la primera mitad del siglo XX y la obvia necesidad de Hitler de crear un Ministerio de Propaganda a cargo de su eficiente amigo Joseph Goebbels.  
   
Quizás este argumento de la Teoría Crítica sea al que más paralelo se le puede hacer con el presente. Las series, las películas, las telenovelas, los diarios, los telediarios, las canciones pop más nuevas (cuanto más nuevas, más repetitivas y menos originales) siguen teniendo un formato predefinido. Uno siempre sabe cómo acabará la comedia romántica o que para el verano que viene tendrán que lanzar o reciclar un número promedio de canciones para ponerlas de moda. Las canciones muy probablemente sean repetitivas y tengan coros pegajosos mezclados con música electrónica. En fin, eso lo percibe hasta aquél que no se toma el tiempo de reflexionar al respecto. El rating sigue siendo el tirano de la pantalla chica, la taquilla el de la pantalla grande. “Al fondo hay sitio” tiene años en pantalla debido a que mantiene altos niveles de rating; en cambio, jamás volverán a emitir la serie “Cebollitas”, luego de que su intento de emisión por el canal 2 fuera un fracaso de audiencia.

Es así. La pregunta es: ¿es correcto? ¿Debemos tener una visión tan pesimista de la sociedad como la que tenía Adorno, como la que tenían los teóricos de Frankfurt? ¿Debemos estar avisados ante nuestra constante, progresiva y exponencial idiotización y falta de pensamiento crítico porque puede ser aprovechado por algún discurso ideologizado y violento? La respuesta debería tomar en cuenta otros puntos, otras corrientes y consideraciones más bien éticas que serían materia de otro ensayo. Sin embargo, la Teoría Crítica con uno de sus principales exponentes, Theodor Adorno, abren el espacio al cuestionamiento y a la duda. Y nunca está de más dudar, no vaya a ser que de verdad nos estemos idiotizando.

Conclusiones.


  • Theodor Adorno fue un judío alemán que tuvo que huir del régimen nazi. Su procedencia académica está en la sociología, la filosofía, la psicología y la música. Así como el resto de miembros destacados del Instituto de Investigación Social de Frankfurt, estas preferencias epistemológicas guiaron el camino de sus reflexiones. Era, además, socialista y tuvo una educación privilegiada. Se exilió en Suiza primero y luego en los Estados Unidos.
  • Theodor Adorno concibe a la sociedad como una estructura con tres planos: económico, cultural y político. En el primero se sitúa la disputa clásica marxista entre el capitalista y el proletario; en la segunda, las superestructuras de producción de contenidos y formas de pensar; y en la tercera, los aparatos ideológicos de control, entre los cuales ubica a los medios de comunicación. Estos, en alianza con los dueños del capital, buscan la forma de controlar a las masas mediante la producción de contenidos en una Industria Cultural.
  • La Industria cultural es el arma de control de masas dentro del sistema planteado por la Teoría Crítica. Se caracteriza porque sus contenidos, es decir, la Cultura de Masas, son monótonos, repetitivos y embobantes. No busca ser original ni instar al pensamiento reflexivo, por el contrario, busca brindar estímulos rápidos de respuesta inmediata, por medio de los cuales la persona concibe a la crítica como un esfuerzo innecesario y demasiado trabajoso. Se aplica el principio de estandarización en la producción de sus contenidos y se rige por la rentabilidad que estos puedan obtener.
  • Los planteamientos de Theodor Adorno y, en general, de los teóricos de la Escuela de Frankfurt son aún reconocibles en el presente. Prueba de ellos son los debates sobre la parcialización de los medios de comunicación con intereses distintos a los que honestamente podrían defender. Además la polémica en torno a la apropiación del trabajo y explotación de las personas para fabricar productos que no guardan rastro de ellos y que son consumidos por un conjunto de personas que creen que todo anda bien y camino a algo mejor. Finalmente, está el debate sobre la tiranía del rating por sobre lo realmente valorable en los contenidos de las industrias culturales de hoy y es claro que estos siguen siendo víctimas de la monotonía y los formatos preestablecidos. No obstante, aunque todo esto puede sonar fatalista y exagerado, es menester aclarar que esto es solo un modelo que habla de tendencias, las cuales pueden ser constatadas en la realidad pero que sería un error tomar como reglas absolutas.


Bibliografía.








HORKHEIMER, Max y Theodor ADORNO
1998                           Dialéctica de la Ilustración: fragmentos filosóficos. 3ra edición. Madrid: Trotta.


MORAGAS, Miguel de
1985                Sociología de la Comunicación de Masas. I. Escuelas y autores. Barcelona: Editorial Gustavo Gili.


ZAMORA, José
2001                La cultura como industria de consumo: su crítica en la Escuela de Fráncfort. Barcelona: Institut de Teología Fonamental.


[1] Esta sección se basa en el contenido de las páginas web: http://es.wikipedia.org/wiki/Theodor_Adorno y http://www.infoamerica.org/teoria/adorno1.htm

[2] La información de esta sección se basa en las páginas web: http://es.wikipedia.org/wiki/Dial%C3%A9ctica_de_la_Ilustraci%C3%B3n , http://aquileana.wordpress.com/2008/06/20/escuela-de-frankfurt-aportes-de-theodor-w-adorno/  y el Volumen I del libro Sociología de la Comunicación de Masas de Miguel de Moragas.  

[3] El contenido de esta sección se basa en las páginas web: http://www.eliceo.com/opinion/la-industria-cultural.html , http://es.wikipedia.org/wiki/Dial%C3%A9ctica_de_la_Ilustraci%C3%B3n y en los libros La Cultura como Industria de Consumo. Su crítica en la Escuela de Fráncfort de José Zamora y el Volumen I de Sociología de la Comunicación de Masas de Miguel de Moragas.