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27 noviembre 2013

Crónica de viaje: Cuba

Crónica




En Cuba no hay publicidad. Sales de la manga del avión en el aeropuerto internacional José Martí y eso es lo primero que percibes. Unos minutos después, empiezas a asfixiarte. En Cuba el aire es como una argamasa pegajosa y caliente que flota a tu alrededor. Y en el José Martí no parece haber aire acondicionado. Tardas unos minutos en regular tu respiración y vuelves la atención a las paredes: sobre la base de beige hay una franja roja que toca el piso. Beige y rojo, así es todo el aeropuerto. Te ataca un pequeño vacío interior. Con disimulados movimientos de cuello empiezas a peinar el espacio que te rodea en busca de las sonrisas, las curvas, el brillo, la magia, la seducción, los colores. Pero no, no hay. Todo es beige y rojo. Beige y rojo.

En Cuba no tiene por qué haber publicidad. El 78% de la fuerza laboral es empleada por el Estado y el sector privado administra negocios turísticos a los que se llega con el paquete comprado. En las ciudades, la única propaganda es para la Revolución: “Cuba trabaja para preservar y perfeccionar el socialismo”, dice una pared. “Barrio por Barrio. Revolución”, anuncia otra, al pie de un complejo de edificios. Son como los carteles que cualquier administración municipal peruana colocaría luego de hacer una obra o para difundir el lema de su gestión. Pero solo están esos.

En la cola de Migraciones, me apiño junto a unos gringos que también han llegado en el vuelo de Panamá. Los módulos tienen una puerta beige que no permite ver hacia el otro lado, una división simbólica: hasta aquí, tu mundo; más allá, el nuestro. Una encargada cubana mueve a los gringos hacia otra fila que está vacía y puedo avanzar. La oficial de migraciones revisa mi pasaporte.

–Estaba bien pequeño en esta foto –me dice.

–No, esa es la vencida. Atrás está la renovación –me acerco y se la muestro. Me mira con desconfianza calculada. Pienso: un gesto que hermana a todos los agentes migratorios del mundo. Luego, interpreta una coreografía manual exacta: unas firmas, unos sellos, los tiempos justos, los sonidos en su lugar y el pasaporte se deposita delante de mí, impecable.

La chica aprieta el botón que me permite abrir la puerta y se despide. Al cruzar me encuentro una aglomeración de personas. En el José Martí, al menos hoy, todos los vuelos recogen su equipaje en la misma faja. Y están mezclados.

A la salida, una hora después, nos espera un empelado de la agencia de viaje, que es estatal. Nos da la bienvenida y nos explica que un carro nos llevará a nuestro hotel.

–Les aconsejo que cambien dinero aquí para que puedan comprar algo de tomar en el camino –dice–, porque son tres horas hasta Varadero. ¿Han traído dólares o euros?

–Dólares.

El hombre mira al suelo sobre su larga nariz. Suspira.

–0,87 centavos de CUC por dólar –lo pronuncia, primero, como ‘cocinar’ en inglés y, luego, por sus siglas–: Pesos convertibles cubanos.

–¿Y si tuviera euros? –pregunto, aunque ya sé la respuesta.

–Uno por uno.


En Lima, por cada euro te dan 1,3 dólares. No está mal. 
***

En Cuba hay muy pocos parqueos. Y siempre tienen espacios vacíos. El pequeño parque automotor es un símbolo de la estética del país a tal punto que, en los mercados de souvenirs para turistas, venden réplicas de madera a escala de un Cadillac Coupe de Ville junto a los polos, gorros, chompas y todo-a-lo-que-se-le-pueda-estampar-una-imagen con el rostro del ‘Che’ Guevara en alto contraste.

En Cuba no tienes que correr para cruzar la pista. No hay autos estacionados sobre la verada, bocinazos desesperados, ni el ruido fanfarrón de un escape suelto. El auto que me llevará a Varadero es un station wagon cuadrado, uno de esos ‘potones’ blancos que se usan en Lima para hacer taxi. La caja de cambios está carcomida por el óxido. En las calles vacías de la periferia de La Habana, veo un descapotable viejo reptar hacia una intersección. No hay semáforo. Pregunto por esto al chofer.

–No, claro que hay –me dice–, y son de última tecnología –avanzamos hasta otro cruce que sí tiene semáforo–. ¿Ves? Hasta cuentan cuántos segundos faltan para que cambie la luz.

Enormes armatostes de metal transitan imperturbables por las calles cubanas; Cadillacs, Chevrolets, Fords, Fiats pero, sobre todo, Ladas rusos. Allí donde todos son autos con décadas a cuestas, los cubanos se han convertido en mecánicos autodidactas. En la única novela nacional que pude sintonizar, el papá se pasaba casi todo su tiempo en pantalla sacándole lustre a un viejo coche dentro de la casa.

Pero hay un momento único. Ocurre dos veces –quizás, tres– en todo un viaje. Vas por la carretera intentando encontrar alguna posición cómoda en tu asiento, levantas la mirada y lo ves: un carro del año zigzagueando entre los demás. Esta vez, un Audi de lujo. Algo te pica el espinazo. Como cuando pagaste quince soles por ver Piratas del Caribe y una etiqueta de Adidas te echó a perder la ilusión de estar en ese mundo imposible. Un error. Algo que no debería estar ahí. La sensación no sería tan especial si no viniera acompañada de una profunda incomodidad. Y tú qué haces acá, piensas. Sal. Y desaparece de un momento a otro.

A esos carros solo puede acceder un alto mando del gobierno o un diplomático. Volteo y veo un grupo enorme de gente amontonada frente a un ómnibus: la ‘guagua’, me explica el chofer. Cuesta seis centavos de dólar (si las matemáticas no me fallan en la conversión). Viajarán tan apiñados como en un micro peruano en hora punta. Y quizás, algunos deban quedarse esperando al siguiente.

Nunca sabré el nombre de mi chofer. Solo sé que le dicen ‘guajiro’, que significa ‘hombre de campo’. Es de la Sierra Maestra y dice que sus papás marcharon a La Habana con el ejército rebelde de Fidel. Hace unas pausas larguísimas antes de responder alguna pregunta. Hemos recorrido una hora de camino hacia Varadero cuando una gotita de agua cae sobre mi brazo.

–Esta lluvia está fuerte –me dice, subiendo las lunas del auto, mientras unos bolsones acuosos comienzan a estrellarse contra el parabrisas. Una nube negra está, de pronto, sobre nosotros.

–Espero que no dure mucho –digo–, no creo que la playa sea muy bonita con lluvia.

–Son frentes fríos del Norte –responde–. Pero no se preocupen, creo que esto solo dura hasta el domingo. ¿Hasta cuándo se quedan?

–Hasta el domingo.

***

No es cierto. Solo llueve el jueves y el viernes. El sábado dejo la playa para irme todo el día en un tour a La Habana. Sale un sol abrasador.

En la capital cubana no encuentras muchos sitios en donde refugiarte del calor húmedo tropical. El aire acondicionado es una entelequia fuera del bus de turistas y, para una persona habituada a la monotonía del clima limeño, arrastrarse por los adoquines de La Habana Vieja como en un hervidero es una experiencia, al menos, aleccionadora.

La gran mayoría de cubanos tiene una apariencia similar. Descienden de españoles y africanos, grupos que anclaron ambos, aunque en condiciones diferentes, en el acogedor puerto habanero –cuya bahía es hoy, como me cuenta un guía hablando bajito, una de las más contaminadas de América–, pues a la población aborigen simplemente la exterminaron. El resultado de la mezcla entre colonos y esclavos se puso a tostar bajo el sol y se curtió con la brisa marina, alumbrando una raza de piel bronceada, ojos claros, honestos y, siempre, pestañas grandes.

En Cuba no hay gordos. Y vale la pena repetirlo: no hay gordos. Tampoco hay McDonald’s, por supuesto. Estoy caminando por el final de Paseo del Prado, una famosa alameda habanera, y me asombro de no ver ni uno. Llego al Capitolio –del cual uno de los guías se ha empeñado en afirmar que es mejor que su par estadounidense– y al frente hay una gran aglomeración de personas; ni un solo gordo.

Mientras que los turistas gringos se han empeñado en usar el look de safari africano: sombrero con pita, short sobre las rodillas, zapatillas con suelas amortiguadas y medias altas; observo que los cubanos son bastante facheros. El exponente urbano anda con jeans apretados, zapatillas y el peinado siempre al estilo ‘estrella pop adolescente’. Ellas –cuerpos siempre curvados–, tienen una consigna tan conveniente como acertada: cuanta menos ropa, mejor. El calor hace milagros.

Por fin he logrado librarme de mi grupo. Hay unos holandeses que no aguanto. El guía no deja de hacerles chistes en holandés. Lo sé porque cuando los hace en español, pone la misma cara de “ríanse, pues”. Pienso: de qué se reirá un holandés. Parece que no de mucho. Me meto por una calle donde suena música. Están celebrando algo en uno de los departamentos. Afuera la gente está apoyada en las paredes, en grupos. Conversan. Se ríen. Se miran. Y cuando se hace un silencio en la conversación, lo honran interrumpiéndolo. En Cuba la gente no tiene smartphones. Habla.

Lo hace como en un grito sin estruendo. Como si intentaran expulsar todas las palabras de una idea condensadas en la menor cantidad de exhalaciones. Cortan lo innecesario, pegan el resto; la s y las r s son letras que demandan mucho esfuerzo para su vaga utilidad. Todo parece influenciado por la o. Incluso el vaivén ondulante, la cadencia sin aristas con la que dicen “oye, te puedo pedir un favor, ¿me sacas una leche?”

–¿Qué?

–Una leche, por favor, no te pido dinero, solo sácame una leche, o un arroz.

Una mano flaca ha cogido mi brazo. Sin percatarme, he dado la vuelta a la manzana y me he topado, de nuevo, con la aglomeración de gente en la calle frente al Capitolio. De entre la multitud se ha asomado una figura negra, reducida, consumida. Habla con nervios, no quiere que me vaya.

–No, lo siento, de verdad no puedo –le digo, confundido.

–Por favor, una leche para el pueblo cubano –no me suelta el brazo.

–Lo siento.

Me suelto, me voy. Era una señora.

***

–Este libro es lo mejor que vas a encontrar en esta cuadra –me dice el hombre de gorrita. Sostiene un álbum de estampitas coleccionables que cuenta la historia de la revolución cubana. Le da la vuelta. –Cuenta la historia de la revolución, pero no fue hecho por la Revolución. Por eso, aparecen los otros movimientos que participaron.

–Como el Directorio Revolucionario… –digo, un poco para hacer alarde de mis conocimientos. Para algo me sirven, pienso.

–Así es, en todos los demás solo sale el 26 de julio –me responde, orgulloso.

El grupo de turistas ha entrado a un museo y he logrado escaparme de nuevo. Cruzando el piso de madera que algún virrey mandó a poner sobre la calle para que el ruido de los carruajes no perturbara su sueño monárquico, he llegado a la feria ambulante de libros viejos pensando que aquí podría encontrar algo más interesante. Los libros dicen de las personas que los leen, quizás, más que las personas mismas. Pero, en todos los puestos, los mismos nombres se repiten: Fidel Castro, Ernesto Guevara, Alejo Carpentier, José Martí y Ernest Hemingway. Por eso, la perspectiva de haber encontrado por fin algo diferente me anima.

–Pero igual este libro está a favor de la Revolución –contesto–. ¿Qué pasaría si cuelgas uno en contra?

–Eso sería muy difícil. Que tú veas un libro que se llame, por ejemplo, Los asesinatos de Fidel… No, muy difícil.

–¿Qué pasa? –un tipo mayor, de barba se une a la conversación.

–Pregunta que qué pasaría si colgamos un libro contra la Revolución –le dice el de gorrita–, y yo digo que sería muy difícil.

El de barba me mira un instante.

–Eso no sería difícil -levanta el mentón para terminar la frase-: sería imposible.

–Pero ese que tienes ahí no fue escrito por la Revolución, sino por una empresa privada –insiste el de gorrita. Me enseña la página donde dice en letras mecanografiadas ‘Cia. Industrial Empacadora de Dulces. S.A.’.

Lo veo. Pienso: no voy a venir a encontrarme con el estandarte de la disidencia cubana así nomás, en plena calle. Dudo. Pero vamos, si lo escribió una empresa privada… Ya, bueno, lo compro. Sigo mi camino y abro el libro. Empiezo: “Esta Empresa Editora, consciente del trascendental momento histórico que vive Cuba, desea por este medio rendir un fervoroso y digno homenaje al glorioso Ejército Rebelde, obra del 26 de julio y del Directorio Revolucionario, cuya figura cimera lo es el Dr. Fidel Castro, héroe continental, su constructor y guía, junto con sus comandantes Raúl Castro, Camilo Cienfuegos, Dr. Ernesto Guevara, Faure Chaumont…”. Y se pone cada vez peor.

En Cuba la Revolución es el socialismo y el socialismo es la Revolución. Cualquier otro cariz que pudo haber tenido el movimiento rebelde, que incluso le valió el apoyo financiero de Estados Unidos en sus primeros años, ha sido borrado. Pero, ¿qué es el socialismo en Cuba? Cualquier descripción corre el riesgo de caer en la mezquindad y el estigma; sin embargo, una idea me quedó dando vueltas después de los cuatro días que pasé allí: religión. Una religión impartida desde el Estado que, como todo sistema de valores y creencias, tiene sus partidarios y sus opositores. Sentí que los primeros lo defendían con tanto fanatismo como un católico conservador a su religión. Y que los segundos se sentían poco menos vigilados que algún disidente en un Estado musulmán. Una religión que delimita acciones, configura rutinas de vida, y cobija anhelos y proyectos. Una religión que se explica en un discurso racional y articulado pero que, en última instancia, se debe a un fin abstracto y utópico. Una religión, un sistema, pues, que se ve y se siente en todas partes pero que, como todas, no es absoluta, ni real.

Estoy en el bus, rodando al borde del Malecón que se extiende por ocho kilómetros de playa habanera, cuando reflexiono sobre este tema. Una chica se sienta sobre el muro mientras su enamorado la abraza. De pronto, una ola revienta por detrás y los empapa. Se ríen, se sacuden y se alejan.

Volteo a ver las construcciones raídas y desgastadas del otro lado de la pista. El guía dice que la humedad salina es la causante del deterioro, pero en Cuba, en general, todo parece deteriorado. Todo está sucio, viejo y descascarándose. No solo los carros. Como si el mantenimiento fuera un lujo al que no tienen previsto acceder. Los barrios son pobres; pobres como una quinta en Barrios Altos. Pobres así. Por dentro, las casas son apretadas y siempre están oscuras. Algunos portones –al echar un ojo– solo esconden un montón de escombros. Pero no hay basura en las calles, ni rejas en las casas. Un oficial, ante mi pregunta sobre el tema, solo me respondió: “Cuba, el país más seguro de América”.

He vuelto a caminar en La Habana. Esta vez entro a una librería de verdad. Me paseo viendo los títulos hasta que el dependiente se me acerca. Hablamos un rato.

–¿De dónde eres? –me pregunta.

–De Perú

–¡Ah, de Perú! ¿Y qué tal está Ullanta Homala –asumo que quiere decir Ollanta Humala.

–Bien, supongo que bien –respondo, sin saber exactamente por dónde va su pregunta.

–Me han dicho que las cosas están mejor, que la economía está creciendo, pero que no le está llegando la riqueza al pueblo, como prometió. Ha hecho unas alianzas que no me gustan…

–Sí, eso dice la izquierda –le digo, pero no quiero hablar de mi país, sino del suyo–. ¿Aquí cómo están?

–Pues bien…

–Acá todos los libros los escribe el ‘Che’… ¿Todos son socialistas?

–Pues no. No hay país perfecto.

Me río.

–No hay país perfecto –repite, poniéndose serio.

***

A la chica de Matanzas el sabor parece haberle venido escrito, como el castaño de su pelo y al azul de sus ojos, en el ADN. Bailar salsa con una cubana es como la primera vez que te tiras en paracaídas desde un avión luego de haber practicado por meses el salto desde la torre con arnés.

–¿Y tú de dónde bailas tan bien? –me pregunta la chica de Matanzas cuando se acaba la canción.

–Me enseñó un cubano. ¿Es que todos los cubanos bailan salsa, pues, no?

Me dice algo que no escucho por la música. Me río. Pienso: mejor voy por un mojito.

–Voy por un mojito.

Las playas de Varadero no son la gran cosa. La relación proporcional entre señoras regordetas y rubias despampanantes es la misma que en cualquier otra playa del mundo. Ganan las ropas de baño enterizas y los rollos sobre la pita del bikini. La orilla del mar tiene una sucesión de desniveles estresante. Trate de entrar corriendo al estilo salvavidas de Baywatch y se verá obligado a salir con sendas luxaciones de tobillo.

Varadero es una playa turística como cualquier otra, donde los gringos van a alucinar que entran en contacto con la naturaleza. Eso sí, allí la Revolución atiende bien a los turistas. No hay ambientes sucios, ni fachadas descascarándose. A la entrada del distrito, un gran cartel anuncia: “Lo que aquí se recauda es para el pueblo”. Ah bueno, aclarado el asunto, entonces.

***

Mientras caminamos bajo el sol oblicuo de media tarde, Yeni, la encargada de grabar la excursión para luego intentar vendérsela a los turistas, me dice que gana 360 pesos cubanos al mes. Cada 24 pesos cubanos hacen un CUC: la moneda que usan los extranjeros. “Aunque, ya han dicho que para el próximo año se va a convertir todo a una sola moneda”, me aclara. Cada 87 centavos de CUC hacen 1 dólar. Si hago la conversión, Yeni gana 17 dólares al mes. Pienso: eso es medio dólar al día.

En Cuba, los que menos ganan son los empleados del sector Turismo. A la vez, son los que tienen mayor poder adquisitivo. Viven de la caridad, pero viven mejor así.

–Mi hijo está estudiando inglés en la universidad y luego se regresa para meterse a algo en turismo –me explica–. Es que en lo demás pagan una miseria.

Su esposo es psicólogo educacional, pero también se dedica a filmar grupos de turistas por encargo del Estado. Lo otro no salía a cuenta. Yeni saca de su bolsillo un smartphone y me enseña la foto de su hijo, que estudia en una universidad del interior. Hoy hemos pasado por la Universidad de La Habana, que es la mejor del país, y es un edificio carcomido por los años. Había leído que casi todos los laboratorios estaban cerrados por falta de mantenimiento. Pero la educación es gratuita para todos y en todos los niveles.

–¿Y a quién prefieres –le pregunto–, a Raúl o a Fidel?

Yeni se ríe incómoda. Mira a los transeúntes que caminan a ambos lados de esa calle de La Habana Vieja. Sabe que su trabajo es, en parte, representar a su país frente a los turistas. Pero hemos entablado una relación de confianza durante el día. Vuelve a reír.

–A ninguno de los dos –dice–. Raúl ha liberado un poco esto, pero sigue siendo lo mismo.

***

El avión de Copa Airlines desciende sobre el cielo neblinoso en la madrugada limeña. Al salir de la manga en el aeropuerto internacional Jorge Chávez te ataca un torrente de colores. Nos recoge Mario, un taxista amigo de la familia que es ex policía. Salimos del aeropuerto a las tres de la mañana, las calles están vacías de carros, como las de Cuba.

Mario medio que cabecea. Pienso: no se vaya a quedar dormido este desgraciado. Comienzo a hablarle. Conversamos y en un momento me interrumpe.

–Paolito, me olvidé de contarte, el sábado fui víctima de un robo –me dice, cruzando
 Las Flores. 

–¿Qué hablas, qué pasó?

–Una chica me tomó una carrera por la Clínica Ricardo Palma a la Avenida Arequipa, a la altura del canal 9.

–Ya…

–A penas la dejo, una camioneta me cierra el paso y ¡plum! Se bajan dos tipos con pasamontañas y con pistolas especiales. Eran especiales Paolito, yo que he sido policía, conozco. Total que me encañona uno y me dice ‘la plata, dame la plata’.

–Mierda, ¿y tú que hiciste?

– ‘Yo no tengo plata, señor’, le dije yo, ‘a lo máximo tendré veinte soles’. Entonces me deja, y el otro va donde la chica y le quita un fajo de dinero. Y salen disparados, Paolito. No habrá durado ni treinta segundos…

–Ni treinta segundos…

–Ni treinta. Después me enteré, por mi suegra que me vio en el noticiero, que le habían robado 60 000 soles, Paolito.

–¡Qué hablas! ¿Pero en la Arequipa, en pleno San Isidro y a plena luz del día? No te creo.

–Sí, Paolito, de verdad.

No, ya no estamos en Cuba, pienso. Ya estamos en Lima.