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15 octubre 2014

A un tipo aún con dudas

Autoplática
Un día sólo pon tus cosas en una mochila y lárgate. Cuando te pregunten, diles que tienes planeada la ruta, que sabes a dónde vas y que está todo bajo control. Inventa motivos que suenen convincentes; cuanto más imprecisos, menos cuestionables serán: que necesitas darte un aire, que quieres salir de la rutina, que estás ansioso por probar cosas nuevas, que estás harto de casa o que necesitas reencontrarte contigo mismo. No especifiques mucho; en cambio, mira sus caras de condescendencia mientras intentan sintonizar con lo trascendental, místico y aventurero de tu causa. Después, acepta sus consejos asintiendo con seguridad. Te los dan en buena onda. Repite el proceso mientras alistas tu partida y, entonces, un día de primavera, un día de octubre, un quince quizás, pon tus cosas en una mochila y lárgate. No mires para atrás; recuerda que nadie sabe tus verdaderos motivos, que son tan tuyos que si pudieras compartirlos, no te irías.

A las personas nos aterran la soledad y las horas vacías. Para muchos, son peores que el dolor y la enfermedad. No tener ningún para qué ni ningún con quién que puedan materializarse en un futuro definido es tomado siempre como un error irrebatible. No importa lo que pase si estamos juntos y tenemos en qué ocupar nuestro tiempo. Pasa que en la soledad y en las horas vacías –y solamente en ellas– nos enfrentamos al proceso complejo, extenuante y doloroso de mirarnos. No nos queda de otra. Y mirarnos significa entender que fallamos y que nos fallaron, que estamos incompletos, que tenemos limitaciones y que cargamos con las heridas de eventos que no escogimos pero que definen cómo reaccionamos ante la vida.

Crecemos y vivimos inventando peleas hacia afuera: la sociedad, las autoridades, los padres, los hermanos, los amores, el trabajo, las responsabilidades que no cesan, la falta de dinero, la mala suerte. En la soledad y en las horas vacías, nada de eso existe. En cambio, nos enfrentamos al enemigo real y más difícil. “El verdadero combate empieza cuando uno debe luchar contra una parte de sí mismo. Pero uno sólo se convierte en hombre cuando supera esos combates”, dijo el novelista francés André Malraux. Pero así como la soledad es terriblemente atemorizante, también es partera de grandes decisiones, de grandes cambios y de grandes batallas.

Pero eso sólo lo entiende quien tocó fondo, porque quizás sólo desde el fondo uno es capaz de arriesgarse a mirarse. De, a falta de salidas, encontrar el coraje para hacer una pausa y mirarse. Por eso tus motivos son sólo tuyos, porque tu fondo fue sólo tuyo y porque tú solo saldrás de ahí. Las personas viajan por muchas razones; para conocer, para aprender, para olvidar, para sentirse en movimiento, para experimentar, para divertirse, para llegar o para vivir el camino. Todas son válidas e interesantes y, aunque puede que las vivas, tú no te vas por ninguna de ellas. Tú te vas porque necesitas soledad y horas vacías. Y eso para ti no es encerrarte donde estás, sino largarte y alejarte de todas esas peleas y enemigos inventados hacia afuera que están aquí. Tú te vas porque tienes la esperanza de, por fin, poder mirarte de verdad. No reencontrarte –por favor, jamás te creas ese concepto idiota–, sino mirarte, entenderte, mandarte a la mierda, reconciliarte y, sólo entonces, pensar en seguir adelante.

Por eso, ahora que ya has puesto todas tus cosas en una mochila, ahora que ya tienes tu primer boleto de ida, lárgate. Tómate el tiempo que necesites, la distancia que necesites. Disfrútalo. Mientras, termina de convencerlos de esos motivos inventados. Y si quieres, deja una entrada en tu blog donde expliques –nunca tan detallado, siempre en abstracto– tus motivos verdaderos. Cuando regreses, esos pocos que dieron clic y entendieron se alegrarán contigo. Quienes no, pensarán que ya jugaste a vivir tu aventura hippie. Y ya.

09 agosto 2014

Aaron Sotomayor: Un tatuador apático no puede parar de tatuar

Perfil 
Publicada en la tercera edición de la Revista Carta Abierta (para verla completa: http://goo.gl/lNfFEQ)
Fotografías: Giovani Alarcón.

¿Puede una persona ganar más dinero por herir el cuerpo que otra por curarlo?



Todos los domingos, Aaron Sotomayor está ansioso por ir a trabajar. Eso, dice, es tener el 80% del camino recorrido hacia la felicidad.

–Acá me siento más cómodo que en mi casa. Si estoy estresado por algo, llego allá y sigo trabajando.

–¿Es mejor que encontrar a la mujer de tu vida, entonces?

Aaron busca con la mirada a la mujer blanca y espigada al otro lado de la pared de vidrio. Quizás, la encuentra. “Es bueno”, murmura. De pronto, una cabeza de rasgos orientales irrumpe en el ambiente aséptico con un diseño impreso en un papel adhesivo y pregunta por el precio. Él responde que ciento cincuenta.

–¿Cómo haces para tasar sólo con el boceto?

–Calculo el tiempo que me voy a demorar, a razón de ciento cincuenta soles la hora, más o menos.

–Es un montón.

–Sí, claro. Por eso te dije: este es un buen negocio –sentencia.

El día de diciembre de 2006 en el que Aaron comenzó a recorrer el camino a la felicidad se encontraba a cuatro mil quinientos kilómetros de esa habitación de níveas baldosas. Ni el invierno de La Florida era invierno, ni el hogar que lo cobijaba era hogar, ni la profesión que había elegido era la que seguiría el resto de su vida. Estudiante de ingeniería informática en Perú, estaba trabajando en Sea World, Orlando, antes de irse a cursar un intercambio estudiantil a la Universidad de Oklahoma.

La soledad, como la angustia, suele ser partera de grandes decisiones. Y allí, pocas horas antes de la Nochebuena, Aaron se sintió solo. Se sintió tan solo que, más que una revelación, aquel momento supuso una premonición: si algún día no voy a tener a mis padres, como ahora, quiero saber que no viví la vida que ellos quisieron. Borges escribió que cualquier destino, por largo y complicado que sea, puede resumirse en el momento único en el que el hombre sabe para siempre quién es. A Aaron le ocurrió exactamente lo contrario. En ese departamento vacío, se asomó a su destino al entender aquello que no sería jamás: un hombre con trabajo de oficina.


***

Si a Aaron le traen un diseño que no le gusta, no lo tatúa. La regla es simple: el artista es él, no el cliente. 


En Holanda, un hombre ha encontrado la forma de convertir a los tatuajes en piezas de museo. Ya son treinta los afanosos clientes que han pagado a la empresa de Peter van der Helm, Walls and Skin, para que un doctor, cuarenta y ocho horas después de su muerte, recorte las zonas entintadas de su piel, las lleve a un laboratorio, les extraiga el agua y la reemplace por silicona. El resultado luego de doce semanas: una sustancia gomosa embalsamada que puede exhibirse en una pared sin que acuse el paso del tiempo.

–Yo me tatúo porque para mí significa convertir mi cuerpo en arte. El día que me muera quisiera donar mi piel para que la exhiban en un museo –dice el hombre de gruesas pantorrillas al que Aaron acaba de terminar de tatuarle un diseño de los Avengers. Está dedicándole toda la pierna derecha a los héroes de Marvel. Cada sesión le toma aproximadamente cinco horas.

El tatuaje es la forma de arte más somáticamente humana. En él, el hombre puede ser tanto artista como obra perpetua. La psicoanalista Silvia Reisfeld observa que se funda en tres pilares: el cuerpo, la piel y la mirada. Sobre ese trípode, el tatuaje es el arte de la intención compartida: la de quien lo pinta y la de quien lo porta. Para aquél es un universo de creación; para este, la cicatriz que no se hizo, el mensaje que la naturaleza nunca le dejó marcado.

Pero no solo por tatuar es Aaron un artista, también estudió para serlo. Lo hizo en la Escuela Nacional de Bellas Artes y a escondidas de sus padres. Ingresó en tercer puesto, fue exonerado del pago de inscripción y se costeó los implementos de la carrera con sus propinas. Ingeniero informático en ciernes, se desahogaba manchando lienzos y dando pinceladas a los trabajos que luego constituirían su vocación por el impresionismo. Después, lo de siempre: los alumnos tomaron la escuela por una huelga, Aarón se quedó en el aire y fue descubierto. Pero, a pesar de la reprimenda, logró terminar la carrera.

–¿Qué tienen los papás contra el arte?

–Los papás quieren para sus hijos seguridad económica y todo el mundo cree que las carreras tradicionales te la dan. Ellos se conforman con que tengas tu departamento, puedas pagar el colegio de tus dos hijos, hombre y mujer, tengas tu esposa y puedas darte una semana de vacaciones al año. Quieren que sus hijos estén estables y que no jodan. Pero no entienden que eso, de repente, no te hace feliz, que puedes comer con las justas pero ser feliz haciendo lo que quieres.

–¿Pueden convivir un ingeniero y un artista en la misma persona?

–Son la misma persona. La parte del cerebro donde desarrollas las matemáticas es la misma que la de las artes. Para pintar tienes que calcular proporciones y cantidades, hacer cálculos matemáticos inconscientes.

Aarón encontró en el desarrollo de videojuegos la mezcla perfecta entre la ingeniería informática y el arte. El lugar se llamaba Bamtang Games, una compañía peruana dirigida por un australiano que hace pequeños juegos propios y outsourcing –piedras, árboles, pasto– para gigantes como Marvel o Nickelodeon. Pero, conforme fue ascendiendo, dejó de diseñar y se encontró llenando hojas de cálculo y formularios de aprobación de diez a cinco.

Y de diez a cinco su vida comenzó a ser una tortura.

Se fue de intercambio. Regresó. Terminó informática y siguió trabajando. Pero la idea, gestada en la soledad de un departamento en la Florida, fue creciendo durante las interminables horas frente a un monitor. Su hermano, Yofree Sotomayor, estudiante de ingeniería industrial, compañero de aficiones, fue el disparador. Necesitaba hacer un proyecto de negocios para sustentar su tesis de carrera. Bum. Allí nació Tatau Tattoo Studio.


***



En el cruce de una calle llamada Esperanza con otra de nombre Alcanfores, un zumbido incesante funciona mejor que todos los letreros de neón. Aún a treinta metros de esa esquina, ignorada por el caótico tráfico miraflorino, puede escucharse día y noche el murmullo metálico de una aguja entrando y saliendo de la piel. Solo unos pasos adentro del edificio, un sex shop exhibe sin bochorno lencería erótica y consoladores. Hay que tomar, entonces, la escalera de la izquierda para encontrar, al costado de una agencia de viajes y una tienda de calzoncillos, lo que por el sonido y la pulcritud bien podría confundirse con el consultorio de un dentista: el estudio de Aaron.

En 1876, Thomas Alva Edison patentó un lapicero eléctrico que utilizaba para perforar papel y convertirlo en una plantilla de copias. Quince años después, Samuel O’Reilly, un tatuador neoyorquino, descubrió que podía usarlo para perforar su tejido externo. Así nació la primera máquina de tatuar moderna. Las de hoy funcionan mediante un sistema de bobinas electromagnéticas que impulsan las agujas de arriba abajo de cincuenta a tres mil veces por minuto. La aguja jala la tinta indeleble almacenada en un tubo, perfora la primera capa de la piel –por eso hay sangrado– y la deposita en la segunda. Si la epidermis es una envoltura en constante renovación, la dermis, en comparación, es casi estable. Por eso, cuando la herida superficial cicatriza, la tinta se queda alojada allí para siempre.

Por muchos años, el tatuaje ha actuado como un cernidor, una línea de tiza sobre la tierra: acá los que se atrevieron, allá los que no. En la Antigua Samoa, por ejemplo, ser tatuado representaba un ritual de paso a la adultez, una prueba de virilidad y coraje; ningún padre hubiera aceptado que su hija se casase con un hombre sin marcas en la piel.

Someterse a millones de punzadas en sesiones de varias horas tiene que encerrar algún grado de masoquismo no patológico. Sin embargo, hacerse un tatuaje y no demostrar el dolor es casi un implícito acuerdo colectivo. Por eso, en un estudio de tatuadores, uno espera encontrarse con un ambiente siniestro, fantasmal y atemorizante, plagado de referencias a la bravura de sus visitantes.

Pero no en el de Aaron. Para maniobrar la aguja con precisión se necesita luz. Mucha luz. Por eso, en Tatau la luz abunda. En las paredes, que intercalan el blanco y el negro, cuelgan los cuadros que Aaron pinta. Y Aaron, desde hace quince años, tiene una fascinación por los cráneos.

–Pinto cráneos porque para mí representan la vida. Es uno de los huesos más densos que tenemos y es lo último de ti que va a dejar de existir en el mundo. Mis cráneos siempre están acompañados de cosas bonitas porque no quiero que representen algo dark. Por ejemplo, serpientes de trigo, que son inofensivas y no tienen veneno, o flores.

Una tarde de verano, una adolescente entra tímidamente al estudio y es atendida por Erit, un diseñador gráfico con cara de bueno que empezó haciendo piercings y ahora es miembro del equipo de Tatau.

–¿Cuántos años tienes? –le pregunta.

–Diecisiete, pero quiero tatuarme cuando cumpla dieciocho, por mi cumpleaños –responde ella con voz de infante.

Erit le explica que debe traer el diseño que quiere hacerse y regresar cuando sea mayor de edad. Hoy, el tatuaje ya no es una garantía de virilidad samoana; al contario, la mayoría de los visitantes de Tatau son mujeres y, cada vez más, púberes.

–Lo que pasa es que las mujeres se hacen diseños pequeños y en zonas disimuladas, y los hombres normalmente se hacen cosas más grandes y en los brazos. ¿Qué es lo primero que hace un hombre cuando va al gimnasio? Brazos. ¿Y una mujer?

Los tatuajes no solo atraen la mirada, también la dirigen.

Sin embargo, en los primeros meses de 2010, muy pocas personas parecían dirigir su atención al nuevo negocio de los hermanos Sotomayor. Aaron dividía su tiempo entre la empresa de videojuegos y el estudio, mientras que Yofree, que no tatúa profesionalmente, se encargaba de llevar unas cuentas que se presentaban, una tras otra, en rojo. Entonces, cuando más oscuro se veía el panorama, tomaron la decisión más iluminada.

–Ya estábamos endeudados y funcionando a pérdida –cuenta Yofree–. Un día dijimos ‘bueno, ¿qué es lo peor que puede pasar?’ Así que decidimos prestarnos todavía más plata e invertir en auspicios.


***

Los primeros auspicios de tatau fueron a peladores. Uno de ellos, Miguel Sarria, fue campeón del mundo. 


A Aaron le piden que sonría y él dice que no puede. Se desparrama sobre el marco de la ventana, mete la mano izquierda en el bolsillo y espera el flash sin contraer un solo músculo. El fotógrafo se aleja y cambia de ángulo. Los ojos de Aaron lo siguen, intentando penetrar el lente con la mirada. El fotógrafo le pide que se desplace. Cuando Aaron camina, lo hace con los pies extrañamente paralelos y el cuerpo hacia adelante. A veces, un anillo ‘de toro’ cuelga de su nariz. A veces, lo esconde adentro. El fotógrafo calcula el encuadre en la nueva ubicación. Aaron vuelve a quedarse inexpresivo. El fotógrafo vuelve a intentar: Aaron, ¿y si sonríes? Él aprieta los dientes y abre un poco los labios. No.

–Los del Lima Tattoo también me piden que sonría y no me sale. Soy demasiado apático –dice.

Lima Tattoo es la ansiedad por los lunes. Es el movimiento constante como elección de vida. Es la tranquilidad de trabajar para uno mismo y en lo que a uno le gusta. Lima Tattoo es, por lo demás, la versión peruana de Miami Ink, el reality de tatuadores estadounidense. Lo protagonizan Aaron, Yofree, Erit y Saori –la administradora de rasgos orientales–, y cada capítulo cuenta dos historias que subyacen a los tatuajes de dos clientes del estudio. Eso sí, como el arte y la mentira, Lima Tattoo tiene una intención.

–Se llama Lifestyle Brand –dice Aaron–. Por ejemplo, si tú tienes un Mercedes, quieres que la gente sepa que lo tienes aun cuando no estás dentro del carro. Por eso, Mercedes manda a hacer relojes, casacas o zapatos con su marca. Funciona con Audi, con Apple o con Volcom.

A lo largo de la historia, los tatuajes siempre han sido símbolos de pertenencia. Los romanos los llamaban stigma y los aplicaban solo a los esclavos. En Japón, servían para identificar el delito cometido, por eso los miembros de la yakuza cubrían, avergonzados, sus marcas con diseños aún más grandes y coloridos. Los nazis tatuaban un número en el antebrazo de los prisioneros de sus campos de concentración, colocándolos para siempre, vivos o muertos, en la categoría de los humanos sin humanidad. Y en el Estados Unidos de los ochenta, en libertad el tatuaje era rock & roll y motos de gran cilindrada, pero en la oscuridad de una celda significaba familia, raza y origen. El fotocheck del clan.

Y, sin embargo, Aaron se quita los guantes y dice:

–Mi flaca tiene la cabeza tatuada, pero nadie lo ve porque siempre tiene el pelo largo.

–¿Entonces para qué se ha tatuado?

–Para ella, para saber que lo tiene. Es algo personal, se siente bien consigo misma. Si tú tienes un cuadro que te gusta, no te paseas por la calle cargándolo.

Los maoríes de Nueva Zelanda se tatuaban la cara en forma de espiral. No existían dos diseños iguales. Lo interesante es la concepción: los tatuajes les servían en el trance más íntimo de su vida, el de la muerte. La creencia decía que una hechicera se comía los ojos de aquel que no tuviera la espiral grabada en el rostro, y que su alma ciega nunca encontraba el camino a la inmortalidad. En cambio, la hechicera se entretenía devorando los interminables giros del tatuaje, mientras el alma aprovechaba para huir ilesa del cuerpo en busca de la vida eterna.

Ninguno de los hermanos Sotomayor recuerda el mes en el que las dos camillas negras del estudio comenzaron a estar ocupadas al mismo tiempo. A finales del 2010, Aaron dejó definitivamente los videojuegos y comenzó a tatuar todo el día, un cliente tras otro. Desde entonces, no ha parado de tatuar. Y Tatau no ha parado de crecer.


***



­Aaron Sotomator dejó las artes marciales porque no podía vivir sin pelear. Con quien sea, dónde sea, por lo que sea; todas eran buenas razones para poner en práctica sus técnicas de kickboxing. Ahora quiere retomarlo, pero teme que active algo malo en él.

–¿Eres una persona impulsiva?

–Ya no. ¡En verdad, ya no! Ahora soy un pan de Dios, casi ni me molesto.

–¿Cómo lo controlas?

–Decidí que ya no quería ser así, fue todo un proceso –modula la voz–. Hice yoga, leí sobre cómo controlar la conducta. Antes iba a una fiesta y siempre me peleaba. Ahora no bebo alcohol, solo hago ejercicios de reacción no violenta. Es que me di cuenta que tenía cosas que apreciaba y que podía perder por esa actitud. El estudio es una de ellas.

Dijo el novelista francés Andre Malraux que el verdadero combate empieza cuando uno debe luchar contra una parte de sí mismo; pero que, a su vez, uno solo se convierte en hombre cuando supera estos combates. Aaron sigue siendo un tipo de combates internos. De impulsos escondidos, reprimidos e inalcanzables. No siempre malos.

–He escuchado de tatuadores que se burlan de otros tatuadores que no tienen tatuajes –dice–. Me parece ridículo.

–Pero, es como que un artista no tenga cuadros en su casa…

–Yo no tengo cuadros en mi casa. Mi cuarto es completamente vacío. Paredes vacías. Nada. Ni un dibujo, ni una pintura. Los caballetes están guardados.

–¿Por qué?

–Porque si tuviera uno, no podría dormir. Lo vería todo el día y querría cambiarlo, pintarlo, perfeccionarlo. Por eso, prefiero tener mis pinturas aquí, en el estudio. Mi casa es plana.

Penetrar en la vida de Aaron es complicado. Hace poco, estuvo por segunda vez en la convención de Colombia, una reunión de artistas del tatuaje. En ella se puede tatuar por dinero, por gusto o por competir. Él entró en la categoría de tribales y le fue bien.

–¿Y la convención del Perú?

–No me gusta mucho, no participé

–¿Por qué?

–No me gusta cómo está planteada.

–¿Cómo está planteada que hace que no te guste?

–No me gusta, simplemente. No me gusta –se incomoda.

Una noche, la ventanita de chat que dice Aaron Sotomayor brilla en azul. “Oye, ¿tienen que poner toda mi vida? Pucha madre, yo soy muy reservado”.

Cada cierto tiempo, un tatuador extranjero es invitado a pasar una temporada en Tatau. Es una forma de mantener dinámica la oferta, reunirse con viejos amigos o conocer a quienes estos recomiendan. Hoy, hay una argentina. Cuando junta los pies, se forma un círculo entre las dos medialunas grabadas en sus empeines. El acento revela que no es de Buenos Aires.

–Mirá si sos famosito, eh –la chica, que acaba de entrar, se planta detrás del fotógrafo.

Aaron se ríe. Flash.


***



Tatau significa golpear dos veces. En la antigua Polinesia, los nativos se tatuaban con dos palos de bambú y una aguja hecha de huesos de tiburón. Era 1766 y se esperaba que la órbita de Venus cruzara el espacio entre la Tierra y el Sol. En Inglaterra, un marinero aventurero llamado James Cook, recientemente ascendido a teniente, recibía el encargo de la Real Sociedad de Londres de zarpar rumbo a las islas del Pacífico para registrar el evento. En ese viaje, Cook llegó a la Polinesia y conoció el Tatau.

Los miembros de la tripulación de Cook fueron los primeros en la larga lista de marineros que llevaron a Europa la novedad del doble golpe. A través de ellos, en Occidente el tatuaje se convirtió en patrimonio exclusivo de los bajos fondos. Se tatuaban marineros, ladrones, prostitutas y ex convictos; en la práctica, lo mismo: hombres y mujeres que transitan la vida porque no queda de otra.

Según Reisfeld, a mitad del siglo XIX en Francia, un tatuador normalmente utilizaba las mismas agujas para todos sus trabajos, sin lavarlas. Solía aplicarles su saliva para humedecerlas y las heridas abiertas se bañaban en jugo de tabaco u orina para que cicatricen. La tendencia se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX.

En casi todas las cárceles de América se desarrolló un lenguaje de tinta sobre la piel. Gabriela Wiener escribió: “Los que han investigado sobre el tatuaje carcelario dicen que es como una gramática de la piel, un carné de identidad, una forma de que el cuerpo lacerado hable de una vida lacerada, de ser únicos y estar unidos frente al poder de turno, una marca de marginalidad y resistencia que no se borrará con ninguna condena”. Sin embargo, fuera de un cuarto con barrotes, hoy el tatuaje es un arte caro.

–Para tatuarte necesitas cierto poder adquisitivo que un ex convicto normalmente no tiene –dice Aaron–. El tatuaje es un artículo de lujo; no te hace ni más, ni menos. Es como comprarte un cuadro: tu pared no se va a caer si no te lo compras. Pero claro, si lo compras, puede ser uno de cincuenta soles o uno de mil dólares. Con ambos puedes decorar tu casa, pero el primero lo hacen por montones.

Tatau significa golpear dos veces. Pero, si bien es el origen etimológico de la palabra inglesa tattoo, no es el comienzo de todo. Como el lenguaje, el tatuaje se desarrolló de manera espontánea, diferente y autónoma en lugares sin contacto el uno con el otro alrededor del mundo. Por mucho tiempo se pensó que las culturas prehispánicas en el Perú habían sido ajenas a él, y que solo utilizaron la perforación y las expansiones. Sin embargo, en noviembre de 1977, arqueólogos de la Universidad Católica encontraron, cerca al kilómetro 149 de la Panamericana Norte, un fardo funerario que contenía una momia con símbolos grabados. Se calculó su origen en el Horizonte Medio, entre el 600 y 900 d.C. Parece ser la confirmación de que tatuarse es casi tan humano como la necesidad de comunicar.

Hoy, Aaron dice que su meta es tener un local con puerta a la calle y que llegue el momento en que pueda dedicarse a tatuar solo diseños propios. Nunca más los tatuajes de Justin Bieber o Miley Cirus, ni las frases en sánscrito que los clientes piden con servicio de traducción incluida.

–¿Qué significa el estudio para ti?

–Ahorita es mi hijo. Aunque es raro, porque lo tuve con mi hermano.

–¿Y cuántos años tiene?

–Todavía es un niño. Al menos, quiero dejarlo en la universidad.

Tatau significa golpear dos veces. Perforar la piel dos veces. Al final, tatuar es eso: perforar el cuerpo de los clientes bajo su consentimiento. Herirlo. Aaron tiene una hermana que es doctora. Dice con justificado orgullo que, como dueño del estudio, gana más plata que ella. Lo que normalmente sería solo una reafirmación cliché de que dedicarse a hacer lo que a uno le gusta te hace exitoso, en realidad, encierra otra pregunta. ¿Puede alguien que se dedica a herir el cuerpo ganar más que alguien que se dedica a curarlo? La hermana de Aaron es anestesióloga. Su trabajo: eliminar el dolor. El de Aaron: crear con él y hacerlo inmortal.

20 abril 2014

Rodolfo Walsh: Sin la esperanza de ser escuchado y con la certeza de ser perseguido

Perfil 
Publicada en la segunda edición de la revista Carta Abierta (para verla completa: http://bit.ly/1e6xwJP).

El anciano lleva una pistola agarrada por el elástico de su calzoncillo. Es una pequeña Walther calibre 22 y le apunta a la entrepierna. Ha pasado el mediodía y el sol brilla en el sur de Buenos Aires. Por una calle angosta, carga un viejo portafolio con papeles; las copias de una carta taquigrafiada en una vieja Underwood color ceniza; máquina más efectiva, quizás, que la Walther. Dos décadas han pasado desde aquella noche en la que escuchó la frase que todo lo cambiaría. “Hay un fusilado que vive”. Recuerda que fue una noche asfixiante de verano. Hace veinte años que dejó de ser escritor. Tiempo después, renegó del periodismo. La carta que lleva, sin embargo, ambas deserciones desmiente. Su remitente, un escritor; su escritor, un periodista; su destinatario, la Junta Militar.




Por la avenida San Juan camina el jubilado en un otoño que no se adivina bajo su sombrero de paja. Tiene en el bolsillo una cédula de identidad que dice Norberto Freyre y un boleto de compraventa de una casa en San Vicente. Con el andar un poco rígido y los pasos cortos pero rápidos, se aleja de la estación de la Línea E del subterráneo de Buenos Aires y de la avenida Entre Ríos, hacia la calle Sarandí.

Un grupo de hombres lo espera dentro de unos coches, solo tres de los cuales vale la pena hacer mención. El primero, Jorge Acosta, capitán de fragata, alias ‘El Tigre’, preside la operación. El segundo, Ernesto Enrique Frimon Weber, subcomisario de la policía federal, alias ‘220’, experto en la tortura con picana, logró obtener por ese método el soplo de la cita que vigilan. Y el tercero, Alfredo Astiz, teniente de corbeta, alias ‘El Cuervo’, es ex jugador de rugby y su misión es taclear al anciano para inmovilizarlo.

Lo que el grupo sabe: que el hombre que camina con un portafolio bajo el brazo lleva un disfraz de jubilado, que no se llama Norberto Freyre, que le dicen Neurus o Esteban, que acude en ese momento a una cita con la viuda de un camarada de la que nadie quiere hacerse cargo, y que es el responsable del aparato de inteligencia de la agrupación guerrillera Montoneros.

Lo que el grupo no sabe: que siempre lleva consigo la pistolita, que lo que carga es una carta abierta dirigida al gobierno que los manda, que algunas copias de esta carta acaban de ser dejadas en el buzón de correos de la Plaza Constitución y que tiene la convicción –que atenta contra uno de los objetivos del trabajo de ese día– de no entregarse con vida.

Son poco más de las dos de la tarde cuando el hombre pasa frente a los carros. Recuerda –quizás– lo último que le ha pedido Lilia, su compañera, al salir del subte: “no olvides regar las lechugas”. Las lechugas de la casa en San Vicente. En ese momento alguien se lanza sobre él, pero no le atina. El 
Cuervo’ Astiz tropieza en la confusión y comienzan los disparos. 

Un testigo ha declarado que escuchó a ‘220’ decir después, orgulloso: “Lo bajamos a Walsh. El hijo de puta se parapetó detrás de un árbol y se defendía con una 22. Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”. El cuerpo jamás apareció.



***



Rodolfo Walsh no puede ser un héroe. Un héroe no pasa de las filas de un partido de derecha radical como la Alianza Libertadora Nacionalista –que luego él mismo llamaría “el mejor invento del nazismo en la Argentina”–, a militar activamente en la izquierda fanática y violenta de los guerrilleros Montoneros. Un héroe no integra una organización capaz de hacer explotar cien bombas en un mismo día, de financiarse secuestrando personas y de planificar asesinatos como el del gerente de la Renault en la Argentina, Domingo Lozano, cuando llegaba a misa con su esposa. Un héroe no muere sin haber logrado ninguna de las causas por las que luchaba, resignado de sus propias utopías, y su legado no queda encerrado, casi por completo, dentro de las fronteras de los suyos. La de Walsh no es de esas historias.

Nació en Lamarque Rodolfo, una ciudad campestre de Avellaneda, provincia de Río Negro, a diez horas en coche desde Buenos Aires. Su padre era un administrador de estancia de origen irlandés. Su madre, una mujer que “vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza”.

La idea más perturbadora en su adolescencia –dice– fue “ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir”. A los 17 años comenzó a trabajar en la editorial Hachette como corrector de pruebas, traductor y editor de antologías; a los 20 murió su padre; a los 24 empezó a publicar en la revista Leoplán; y a los 26 era ya un hombre casado y con dos hijas, María Victoria, de tres años y Patricia, de uno. Lo que no tuvo Walsh, eso sí, fue dinero.

De pensión en pensión, intercaló la escritura de cuentos policiales con un sinfín de oficios que, muchos años después, resumiría así: “el más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba”. Pero estos últimos todavía estaban lejos de concretarse, pues sus sueños de escritor joven aún veían un camino de éxito y reconocimiento en su país por la “novela seria” que planeaba escribir.

El ensayista uruguayo Ángel Rama ha dicho que Walsh es el heredero de Borges. Sí, quizás esa sea la sensación que dejan sus cuentos. En 1957, sin embargo, Rodolfo publicó una nota en Leoplán en la que empezaba a establecer las diferencias. El título era: “Si le quedaran cinco minutos de vida, ¿qué haría usted?” Respondían, entre otros, “un escritor” que era Borges y “un autor de novelas policiales” que era el mismo Walsh. Solo basta con mirar las respuestas. La de Jorge Luis: “observar cómo es el principio de la muerte, cómo la muerte se va apoderando de la vida hasta aniquilarla. Posiblemente, mi experimento resulte tan vano como cuando, de niño, quería ver el momento en que uno pasa de la vigilia al sueño: siempre que estaba a punto de asistir al milagro, me quedaba dormido”. La de Rodolfo: “Testamento”.

Veintiún años después, Borges diría de la dictadura que asesinó a Walsh, la más sangrienta de la historia de su país: “Ese es el único gobierno posible en Argentina”.



***

Rodolfo quiso se aviador, pero -dice- por una de esas confusiones, el que cumplió esa vocación fue su hermano. Es difícil imaginarse a Walsh sirviendo en el ejército a uno de los dictadores que combatió.


Hacia la medianoche del 9 de junio de 1956, Walsh escuchó el tiroteo. Había estado jugando ajedrez en un café de La Plata donde “la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana”. A 85 kilómetros de allí, en un barrio llamado Florida, en el Gran Buenos Aires, la culata de un arma golpeaba la puerta de una casa donde un grupo de hombres se había reunido para escuchar una pelea de box. Esa madrugada, Walsh encontró su hogar, como el de sus vecinos, ocupado por militares de un cuartel adyacente y vio morir en la calle a un conscripto al grito de “no me dejen solo, hijos de puta”.

“Tengo demasiado para una sola noche –escribiría luego–. Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?”. No pudo. Porque esa madrugada, los doce de Florida fueron llevados a un basural para ser fusilados. Seis meses después, alguien le diría a Walsh que había uno, Juan Carlos Livraga, que había sobrevivido. Y resultó no ser uno, sino siete.

Aquella madrugada de invierno se había querido hacer una revolución para derrocar otra. En 1955, los militares le habían quitado el poder a Juan Domingo Perón e instaurado un gobierno que se autodenominó la ‘Revolución Libertadora’, en el que lo único revolucionario fue la supresión de casi todas las libertades. Un año después, dos generales peronistas, Juan José Valle y Raúl Tanco, lanzaron una proclama que empezaba: “Las horas dolorosas que vive la República, y el clamor angustioso de su pueblo, sometido a la más cruda y despiadada tiranía, nos han decidido a tomar las armas para restablecer en nuestra Patria el imperio de la libertad y la justicia al amparo de la Constitución y las leyes”. Firma, el Movimiento de Recuperación Nacional, que había sido infiltrado.

El gobierno sofocó el levantamiento de inmediato. Valle y el resto de involucrados –y los sospechosos de estarlo– fueron fusilados en estricto cumplimiento de la ley marcial proclamada el 10 de junio a las 00:32 de la madrugada por Radio del Estado. Tanco logró asilarse en la embajada de Haití. Pero tan controlada estaba la cosa, tanto se habían adelantado a los hechos, que a las 11:30 pm del 9 de junio, la policía ya había allanado un chalet en Florida y tomado prisioneros a unos hombres a quienes luego pondría frente al pelotón.

Ahí, precisamente, estuvo el detalle: el régimen de excepción legal que constituye la ley marcial no debe ser aplicado a quienes han sido detenidos antes de su promulgación. ¿Cómo puede ser asesinado alguien que fue sorprendido en reunión cuando aún no había entrado en vigor la norma que lo prohíbe? Walsh había encontrado la historia para su novela seria y era real.

Operación Masacre fue un trance de muerte y resurrección. “Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior”, escribiría Walsh. O lo que es lo mismo: dejó de ser escritor y comenzó a ser periodista. No por el resultado, sino por el proceso y la intención. “La literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”, terminaría diciendo. Nueve años antes de que Capote escribiera su famosa A sangre fría, un argentino que jugaba a la guerra en un tablero de sesenta y cuatro espacios, se había atrevido a combinar las técnicas de la escritura de novelas con la firme promesa de que todo lo que allí contara sería real. Cuál sea el nombre de este método, es irrelevante. Había por qué luchar.



***

Walsh fue interno en un colegio religioso durante toda su adolescencia. De sus hermanas dijo: "Tengo una monja y dos laicas". 


Alrededor de un año dura la investigación de los fusilamientos clandestinos del basural de José León Suárez. Por primera vez, Walsh cambia su apellido a Freyre, se compra un revólver y huye de su casa para refugiarse en hogares ajenos, siempre acompañado de la joven periodista Enriqueta Muñiz. Apenas termina, escribe la historia: un relato que discurre como los rápidos de un río, simple y excitante a la vez, en una sola dirección y sin rimbombancias lingüísticas, hecho para ser leído tanto en la trivialidad de un barrio obrero, como en la holgura de un gabinete militar. Y después pasa lo que tiene que pasar: nadie está dispuesto a publicarlo.

“Es que uno llega a creer en las novelas policiales que ha leído o escrito, y piensa que una historia así, con un muerto que habla, se la van a pelear en las redacciones –escribiría, siete años después–, piensa que está corriendo una carrera contra el tiempo, que en cualquier momento un diario grande va a mandar una docena de reporteros y fotógrafos como en las películas. En cambio, se encuentra con un multitudinario esquive de bulto”. El periodismo es, en esencia, todo lo anterior.

A un ingeniero lo instruyen para levantar construcciones que no colapsen, y uno no anda por ahí viendo una casa derrumbada por cada dos de pie. A un periodista, en cambio, le dicen que debe buscar la verdad y ponerla al servicio de la gente, porque así ésta decide en libertad. Sin embargo, los engaños, las inexactitudes y las historias incontables se apiñan en las salas de prensa. La verdad no solo es un tema más complejo que las zapatas de una columna, sino que sus implicancias desatan una serie de fuerzas menos predecibles que un terremoto, y más peligrosas que el óxido y la erosión.

El periodismo que hace Walsh en los cinco años posteriores a Operación Masacre es un paradigma perfecto: fastidioso con el poder, riguroso en su investigación, ameno en su presentación y, ya está claro, mayoritariamente ignorado.

Entre junio y diciembre de 1958, publica en la revista Mayoría sus notas sobre el Caso Satanowsky, el asesinato de un prestigioso abogado judío por conflictos sobre la propiedad del diario La Razón, crimen en el que descubrió la participación de miembros de la secretaría de inteligencia del Estado. En 1964, escribiría sobre esta búsqueda: “Fue más ruidosa, pero el resultado fue el mismo: los muertos bien muertos, y los asesinos probados, pero sueltos. Entonces, me pregunté si valía la pena, si lo que yo perseguía no era una quimera, si la sociedad en que uno vive necesita realmente enterarse de cosas como éstas. Aún no tengo una respuesta”. La encontró, quizás, en la militancia política.



***

Durante ciertos periodos de su vida, Walsh utilizó una cédula de identidad falsa con el nombre de Norberto o Francisco Freyre (algunas versiones difieren). La cédula se la consiguió un amigo policía. 


Dice una frase de Ortega y Gasset repetida hasta el hartazgo, que una persona es ella misma y sus circunstancias. En enero de 1959, una revolución de barbudos había triunfado en Cuba. Durante los combates en la Sierra Maestra, muy poco se había oído de Hegel o de Marx, pero sí de un movimiento nacionalista y “antiyanqui” liderado por un abogado cubano y un médico argentino. Walsh, desilusionado de su país, hizo las maletas y enrumbó hacia ese “nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso”. En una época en la que casi todo el tráfico informativo estaba controlado por las americanas United Press, Associated Press y la International News Service; él, junto a su compatriota Jorge Ricardo Masetti, Gabriel García Márquez y otros periodistas, formó la agencia oficial de noticas del nuevo gobierno: Prensa Latina.

En Cuba, Walsh ejercitó sus genes irlandeses con enormes cantidades de ron, se desveló entre mates y política con el ‘Che’ Guevara y se dejó seducir por el culposo placer de las prostitutas de la isla; sin embargo, su contribución a la historia fue aprender a descifrar mensajes encriptados. Un día, en el teletipo de la agencia apareció un papel lleno de números indescifrables proveniente de la Tropical Cable de Guatemala. Rodolfo se empecinó en descubrir qué decía y lo logró: era un mensaje para la CIA que reportaba los avances en el entrenamiento de los mercenarios que invadirían Cuba en abril de 1961. Por eso, cuando lo hicieron, por la margen oriental de la Bahía de Cochinos, en lo que se conoce como Playa Girón, el ejército de Fidel estuvo preparado.

El día del desembarco, sin embargo, Walsh ya se había ido de la isla. Se comenta que tuvo desencuentros con el sector más duro del partido comunista. No obstante, algo le quedaría hasta el día de su muerte: en adelante, sería incapaz de desvincular la política de lo que llamaría “el violento oficio de escribir”. Comenzó a trabajar para la Central General de Trabajadores de la Argentina (CGTA) y allí publicó su tercera investigación importante, ¿Quién mató a Rosendo?, en la que probó que un dirigente sindical había sido asesinado por sus propios compañeros y no por combatientes peronistas, como se quería hacer creer.

El peronismo es algo indefinible. Ningún argentino puede decir a ciencia cierta qué es y en qué parte del espectro político se ubica. Lo mismo le pasó a Walsh. Cuando un miembro de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) le ofreció entrar, él respondió: “Cómo voy a entrar a una organización que se llama peronista, si yo no lo soy”. A lo que Raimundo Villaflor le dijo: “Si vos no sos peronista, lo disimulás bastante bien”. Y entró.

Pasaron los años y las FAP fueron integradas a Montoneros. En esa guerrilla no solo militó Rodolfo, también lo hicieron sus dos hijas. La mayor de ellas, María Victoria, fue oficial 2°, responsable de la prensa sindical. Flaca y de pelo corto, Vicky tenía una hija cuyo padre había sido desaparecido poco antes de su nacimiento. El 29 de septiembre de 1976, cuando fue emboscada por el ejército en una casa de Villa Luro, en Buenos Aires, Vicky no había encontrado con quién dejar a la bebé.

Walsh escribiría en su Carta a mis amigos: “He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto: “El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba, nos llamó la atención, porque cada vez que tiraban una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía”.”.

Cuando a la contienda se sumó un helicóptero, Vicky entendió que no había salida posible. De pronto, un silencio. La hija mayor de Rodolfo Walsh se colocó a la vista y empezó a hablar en voz alta pero tranquila. “Recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. –Ustedes no nos matan –dijo–, nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros”.



***



Hasta el 2003, la Secretaría de Derechos Humanos tenía registradas 13,000 víctimas de la dictadura militar. Las Madres de la Plaza de Mayo, grupo nacido para buscar a sus hijos desaparecidos, calculan la cifra en 30,000. El Proceso de Reorganización Nacional –o el Proceso, a secas– ha sido el gobierno más sangriento de la historia de Argentina. Cuatro juntas militares gobernaron desde marzo de 1976 hasta diciembre de 1983, justificándose en la necesidad de combatir a las guerrillas. Durante todo ese periodo, el Casino de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) fue convertido en un siniestro centro de detención. Allí se sistematizó la tortura y la desaparición, no solo de los miembros de los grupos insurrectos, sino también de los opositores políticos, líderes sindicales, periodistas y sospechosos.

Al respecto, Walsh escribió: “Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido”.

Su respuesta a este contexto represivo fue la creación de ANCLA, la Agencia de Noticias Clandestina. Sus gacetillas, elaboradas de manera artesanal en un refugio secreto, decían en el encabezado: “Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote al terror, haga circular esta información”. Su vida y su actuar eran ya completamente subterráneos.

El 24 de marzo de 1977, en la angosta mesa de trabajo de la casa de San Vicente, Rodolfo Walsh celebró junto a su compañera, Lilia Ferreyra, haber terminado de escribir su ahora famosa Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar. Fue una noche feliz. A la mañana siguiente, 25 de marzo, irían a la capital para enviarla a las redacciones de los diarios argentinos y a los corresponsales de los medios extranjeros. Él volvería ese mismo día a San Vicente, mientras que ella esperaría hasta el día siguiente para regresar con Patricia, la hija de Rodolfo, su marido y sus dos hijos. “En el tren íbamos agarrados de la mano –contaría Lilia– y las vías pasaban por detrás del terreno donde estaba la casita. Rodolfo me cantaba una canción correntina porque a él le gustaba la música popular. Y, así, un poco cantando, un poco riéndonos, llegamos a la estación de la Plaza Constitución”.

En su Carta Abierta Walsh desnuda a la dictadura en seis puntos. Sin rodeos, enumera a los desaparecidos, presos, muertos y desterrados que esta cargaba; detalla las masacres y los fusilamientos que se querían hacer pasar por falsos combates o intentos de fuga; da cuenta de las apariciones de cadáveres de las que estaba prohibido informar y de los prisioneros asesinados como revancha por atentados guerrilleros; y pone en cifras las consecuencias negativas de la política económica que la Junta esgrimía como su principal victoria. El poder del documento es su contundencia periodística y su osadía en tiempos de represión.

Sin embargo, curtido ya, el autor sabía cuál sería la reacción de los medios amenazados. Por eso, termina su carta con una oración que resume lo que significa la lucha por la libertad de expresión: “Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin la esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”.

El 25 de marzo de 1977, poco después de las 2 de la tarde, Walsh fue emboscado por un grupo de tareas del ejército argentino. Algunas copias de la carta habían sido dejadas ya en el buzón, otras las tenía Lilia. Testigos han declarado en el juicio que ahora se sigue a los involucrados, que el cuerpo fue exhibido por varios días en los sótanos de la ESMA, como corolario de la brutalidad de los asesinos. Aún no se sabe su paradero. Cuando Lilia, Patricia y los demás volvieron a San Vicente, encontraron la casa destruida.

Un martes de marzo de 1972, Rodolfo había hecho un inventario que decía: “Las cosas que quiero: mis hijas, el trabajo oscuro que hago, los compañeros, el futuro, los que no obedecen, los que no se rinden, los que piensan y forjan y planean, los que actúan, el análisis claro, la revelación de lo escondido, el método cotidiano, la furia fría, la alegría general que ha de venir un día, la gente abrazándose, la pareja en su amor, la esperanza insobornable, la sumersión en los otros. Las cosas que odio, que desprecio: la traición, la estupidez, Frondizi, la televisión, Jacobo, los yanquis de la Esso o los ingleses de la Shell porque estos hijos de puta son cuñas del mismo palo, Bernardo Neustad, los mercenarios, los discursos de los generales, los turritas y los pavos de la publicidad oliendo a la colonia que mata, los comunistas del partido, los falsos profetas de la izquierda acalambrada, la camiseta peronista, el bigote peronista, el odio de los oligarcas, la cultura de La Prensa, la senilidad de Borges, la convicción de Gleyzero de Aizcorbe, los que matan a la gente, los torturadores, los farsantes, los radicales del pueblo, sobre todo si son jóvenes, y una lista inmensa, inalcanzable, que se podría tratar de perfeccionar”.

Un día, sobre el anónimo que aceptó publicar por primera vez su Operación Masacre, en un periódico gremial de ínfimo tiraje, Walsh escribió: “Él tampoco es un héroe de película, sino simplemente un hombre que se anima, y eso es más que un héroe de película”.

Cuando decía ‘tampoco’, se refería a él.

05 enero 2014

Alejandro, el in-creíble

Crónica
Ilustraciones tomadas de la revista Carta Abierta, hechas por Nagib Zariquiey

Lo que aquí se relata es una búsqueda. Cuando estalló el escándalo de Ecoteva, muchos vieron una prueba evidente de lavado de dinero. Otros, el ocaso definitivo de la carrera política de Alejandro Toledo. Pero Ecoteva, en realidad, es algo más interesante. Ecoteva corona un patrón. Y este es un intento por reconstruirlo a través de libros, videos, revistas y, por supuesto, personas: uno de sus últimos compañeros, un ex amigo, un ex jefe, un psicólogo y el periodista que lo investiga. ¿Por qué miente Toledo? ¿Por qué solo a él se le identifica como el político mentiroso? Este perfil es el relato de una búsqueda. La búsqueda de la mentira. 




En Alejandro Toledo acaba de obrar una transmutación. Ha dejado de ser él y se ha convertido, por un momento, en su asistente. Aunque al teléfono el periodista acaba de mencionar su nombre, Alejandro ya se ha ido, su identidad ha emigrado de ese cuerpo pequeño de nariz aguileña y piel cobriza, ya surcado por las arrugas.

–¿De parte de quién? –pregunta con severidad.

El periodista que lo ha llamado se identifica como representante de un importante diario peruano. Un silencio se prolonga lo suficiente para delatar unos instantes de titubeo.

–En estos momentos él está en una reunión, eh –afirma, luego de reencontrarse con su nueva identidad.

El periodista se desconcierta. No está prevenido de las capacidades transformativas del ex presidente.

–Eh… Señor Toledo solo le quería hacer un par de preguntas acerca del informe de la Unidad de Inteligencia Financiera que ha salido hoy en Lima –insiste, pero es interrumpido por la voz grave y engolada del personaje al otro lado de la línea.

–Él está en una reunión ahorita, por favor.

–¿Y en cuánto tiempo lo podría volver a llamar? –el periodista cede.

–No sé, está en una reunión de… las Facultades.

–Ya. Lo vuelvo a llamar, gracias.

Se corta la comunicación. Suena un pito monocorde en el auricular. En algún lugar de Palo Alto, California, en Estados Unidos, cerca acaso de la Universidad de Stanford, una identidad regresa a su cuerpo. Lástima para él que las voces no migren con sus respectivas personalidades. Lástima, también, que las llamadas periodísticas siempre sean grabadas.



***

Mentir es decir algo falso a sabiendas de que lo es. Así, a secas. No es mencionar algo como cierto sin saber realmente su veracidad, ni dejar que el interlocutor juzgue una apariencia construida. Mentir significa tener certeza de que la realidad se sitúa en A y afirmar que lo hace en B. Mentir no es mecer, torear, ni irse por las ramas. Mentir implica conciencia y entendimiento. La mentira es intención.

Por eso, cuando es descubierta, una sola mentira es capaz de desbaratar por completo la íntima credibilidad de una persona. Decía Nietzsche, “lo que me entristece no es que me hayas mentido, sino que ya nunca más podré confiar en ti”. A la inversa, una mentira sólida puede contribuir a la pública gestación de un oxímoron: una falsa verdad. “Miente, miente, miente, que algo siempre queda”, aseguraba Joseph Goebbles, el propagandista del régimen nazi.

Los animales 
–ahora se sabe– mienten como excepción. Los humanos, en cambio, mentimos todos. La mentira nos es casi tan inherente como el lenguaje. Mienten tanto los médicos que niegan al paciente una enfermedad terminal, como los homosexuales que rechazan tal preferencia. Un embuste típico es el del niño que asegura no haber roto el jarrón de la sala de su madre. Quizás por eso, le hemos concedido a la mentira distintos peldaños en nuestra escalera moral. Tomás de Aquino, por ejemplo, profesaba que habían tres tipos: la útil, la humorística y la maliciosa. Solo la última era pecado mortal.


***

Esa tarde de primavera de 1998, el empleado del Banco de Crédito reporta al teléfono una situación que el decano de ESAN, Alfredo Novoa, ya sospecha: su profesor de desarrollo económico, Alejandro Toledo, podría estar secuestrado. Ha faltado a sus clases del día, algo grave en esa institución, y le confirman que se están realizando fuertes movimientos de dinero en la tarjeta Visa Dorada a su nombre. Todas las señales apuntan a un rapto.

Aunque Novoa se empeña en no hacer distingo alguno entre los docentes a su cargo, Toledo no es en ese momento un profesor cualquiera: ha sido candidato presidencial tres años atrás, en 1995, y planea serlo en las elecciones que se avecinan como ĺider del partido Perú Posible.

El decano de ESAN telefonea al coronel Velarde, un militar en retiro encargado de la seguridad de la institución educativa, y le informa de la situación.

–Ubique al profesor –le ordena, con pragmatismo de ingeniero.

En las horas que siguen, Novoa se reúne con Eliane Karp, la esposa de Toledo, quien ha mandado cancelar la tarjeta, y juntos llegan hasta la Farmacia Deza en San Isidro, desde donde se han reportado los gastos más fuertes. Allí un dependiente de acento piurano les confirma las compras de Toledo, pero no indica cautiverio alguno. Se separan.

Por la noche y aún preocupado, Novoa va a la casa de la familia Toledo, al final de una calle enrejada –caseta de vigilancia mediante– en la apacible urbanización de Camacho, en La Molina. Contraviniendo las expectativas del decano, Alejandro no tarda en llegar. Está visiblemente “fuera de sus cabales” y no lleva las amarras de sus zapatos. Sin embargo, no tiene marcas de haber sido maniatado. La mirada de reproche de Eliane indica que es momento de respetar el rictus familiar. El ingeniero se va.

En febrero del 2001, un Alejandro Toledo nuevamente candidato se sentará en el incómodo sillón negro de El Francotirador.

–¿Es verdad que te secuestraron y te llevaron a la fuerza? –le preguntará Jaime Bayly, conocido por sus afiladas preguntas personales.

–Eso sí. Y está en la policía. Y está en las clínicas –responderá raudo Toledo, con el acento andino que ya se habrá erigido como una de sus marcas registradas.

El periodista le preguntará entonces cómo está tan seguro de que fue secuestrado, y Toledo describirá una escena tan aparatosa como vaga:

–Ah, es que yo… 7 de la mañana, yendo de mi casa a una reunión, en el Puente Quiñones, tres camionetas polarizadas sin placa –sonreirá–. Lo que recuerdo es… las metralletas y un pañuelo. Perdí el conocimiento.

La policía y las clínicas; las camionetas, las metralletas, el pañuelo. A la luz de lo que acaba de ocurrir ese 16 de octubre de 1998 
–y lo que acaba de ocurrir dista mucho de ser un secuestro–, lo que Toledo describirá en la entrevista tres años después no será mas que un conjunto de imágenes inconexas producidas por su imaginación.

Ante la División de Secuestros de la Policía, el 19 de octubre de 1998, Pablo Gálvez Cruzado, encargado de reparto de la Farmacia Deza, declara sin vacilar que encontró a Toledo en una habitación del Hostal Melody con “tres chicas encima de la cama, todos completamente desnudos y realizando diversos actos de índole sexual” cuando fue a hacer firmar el voucher de la tarjeta de crédito. Job Isaac Príncipe, recepcionista del hostal, y Juana Rosa Sánchez, jefa de operaciones de la farmacia, dan –recibos y firmas de por medio– manifestaciones que confirman la misma versión.

Cuatro días antes, Toledo había salido de casa en un Honda Accord negro a
compañado de cinco chicas –Nataly, Itamar, Cielo, Karla y Raquel–, dando inicio a dos agitados días de parranda. Recaló primero en el Hostal Queens, en La Victoria y, al día siguiente, en el Melody de Surquillo. Este último –que pudo añadir la segunda estrella a su letrero de neón azul gracias a la posterior fama de su cliente–, es un esmerado local de cuatro pisos con cochera propia. El biombo que cubre la puerta principal esconde su pomposa decoración de chifa. En la habitación 407, poblada de espejos, pasaron el día Alejandro Toledo y sus cinco acompañantes. Tomaron cerveza, almorzaron pollo a la brasa y las envió por grupos a la Farmacia Deza con su tarjeta de crédito. Hasta que le cortaron la línea. 

Entonces pidió al hostal un préstamo de 1,500 soles que repartió entre las chicas. Tres desertaron, dos se quedaron. Decidieron volver a moverse. Cuando a las 8:40 de la noche salieron del Melody, sin embargo, fueron interceptados por una patrulla. Los contactos del general Velarde habían hecho su trabajo. Enfrentado a un posible escándalo, el neófito político Alejandro Toledo negó el secuestro y emprendió el camino de vuelta a casa para calmar a su esposa. No solo le faltaban los pasadores, también algo de control sobre sí mismo.

En julio del 2000, el periodista de Caretas Jimmy Torres es internado en la Clínica San Pablo por un accidente automovilístico y logra agenciarse unos análisis toxicológicos hechos a Toledo al día siguiente del supuesto secuestro. Uno había dado positivo para el “barbitúrico hipnótico fenobarbital” y el otro para cocaína. Un cóctel de terror.


***

Para mentir sobre asuntos delicados de manera sostenida es necesario carecer de escrúpulos, esa ‘piedrecita en el zapato’ que hace a los hombres dudar de si algo es correcto o no. “Solo una mentira que no esté avergonzada de sí misma puede tener éxito”, dijo Isaac Asimov. Tal condición sólo es alcanzable por dos vías: la frialdad de quien que ha sido curtido por los golpes de la vida o la inmadurez emocional de alguien a quien poco importan las consecuencias de sus actos. ¿Cuál de ellas signa al ex presidente?

La historia de vida de Alejandro Celestino Toledo Manrique transita desde las gélidas tierras de pastoreo de la sierra, en compañía de su perro Limón, pasando por los arenales de Chimbote, hasta el sillón de Palacio de Gobierno. De lustrabotas a presidente. El germen de sus réditos políticos es esa niñez que Caretas, en octubre de 1994, llamaba “no solo particular, sino digna de recuento y ejemplo”.

Carlos Bruce, terno gris y barba de chivo cuidadosamente recortada, acaba de calificar la historia de Toledo como “fascinante” en la Sala de Embajadores del Congreso de la República. Hace unos minutos, la congresista Marisol Pérez Tello ha salido de la habitación confundida ante el anuncio sigiloso de uno de sus edecanes. “¿Qué, ya estamos votando?”.

Por encima del cuchicheo reinante, la voz de Bruce se alza:

–Pero yo ya no sé cuántos hermanos tuvo finalmente, porque cada vez que lo escucho, cambia. Primero doce, después dice catorce, después dieciséis, de los cuales la mitad murió. Él a veces altera las cifras con el ánimo de dramatizar.

Toledo ha alterado aspectos de su biografía para que sus penurias parezcan más desoladoras y sus logros más admirables, y así poder mantener esa figura de discurso que representa al esfuerzo, al éxito y a la esperanza. Por ejemplo, en el día de la madre del 2001, en el programa Contrapunto de Frecuencia Latina, se aventó a decir, con esa iniciativa que le surge cuando se siente a gusto: “Quiero aprovechar esta oportunidad para decir a las madres del Perú que yo me debo a ellas. Yo no tengo a mi madre, la perdí… 1970, en el terremoto de Ancash”. Pero olvidó que en su autobiografía Las Cartas sobre la Mesa había escrito que su madre sobrevivió al terremoto.

–Esa lucha por ascender en la escala social no es fácil y no la haces sin haber tenido un grado de picardía y astucia que a veces te lleva a mentir para obtener un rédito de corto plazo –me dice Bruce, quien acepta ya no ser más amigo de Alejandro.

–¿Es su origen humilde una de las explicaciones para…?

–No el origen humilde, sino su estrategia de ascenso social –sentencia.



***






–¿Esa hija es tu hija, Alejandro? –apunta la mira el Francotirador durante la campaña presidencial de 2001.

–No.

–¿Tú lo puedes probar?

–Absolutamente –solo un leve movimiento en la silla delata un resquicio de incomodidad en el candidato.

De carácter resabido, Zaraí Toledo Orozco es fruto de un romance pasajero entre la contadora Lucrecia y el economista Alejandro. Lleva toda su vida buscando el reconocimiento de su padre, ahora aspirante a la presidencia. Sus facciones son idénticas a las de él. Esa noche, frente al televisor, se ofende.

Dos meses después, la niña se sienta en el set de Jaime Bayly y desafía a su padre a hacerse la prueba de ADN. Ha llegado hasta allí tras retar por teléfono al entrevistador. “Si de verdad eres un periodista independiente, invítame a tu programa”, le ha dicho.

–Quise venir acá para probarle que en verdad sí éxito. Que estoy presente y vivo –declara Zaraí en pantalla.

En los meses siguientes, Toledo, ya electo presidente, se reafirma en su versión inicial: él no es el padre. Ello a pesar que una prueba de sangre de 1996 asegura que sí. La presión política y mediática arrecia. Bayly toma la causa como bandera contra el entrante gobierno y las cosas se tornan agrias. El círculo oficialista decide darle solución al tema cuanto antes.

Un martes del mes del Señor de los Milagros del 2002, el obispo Luis Bambarén llega a Palacio de Gobierno con una carta para el presidente. "El ser presidente es importante pero transitorio. Como hombre, amigo y cristiano, le pido, le suplico, le exhorto, reconozca la paternidad de Zaraí", dice esta.

–Obispo, usted me ha tocado un punto que nadie lo ha tocado: el espiritual –se sincera Toledo. Además, un desliz del vocal supremo Silva Vallejos, quien confesó una ilícita reunión con el presidente para conciliar el caso, ha acelerado las cosas.

Ese mismo viernes, en mensaje a la nación, con el pelo engominado y lentes de analista, Alejandro Toledo reconoce “libre y voluntariamente” a su hija. Sin prueba de ADN. Finaliza con una frase que ha quedado en el anecdotario: “Buenas noches, Zaraí”.

Once años después, en la portada de Caretas aparece una joven de sonrisa enorme y mirada generosa que conserva la tez trigueña de su padre. Zaraí Toledo no quiere hablar de política. No tiene ya el rostro enjuto que gruñía a los periodistas que osaban preguntar impertinencias. El titular condensa la carencia identitaria de su niñez: “Vuelve a Casa (¿Pero a cuál?)”.



***

Sobre la mesa, junto a la grabadora, hay exámenes que esperan corrección. En el cubículo, el profesor de la Universidad de Lima Leopoldo Caravedo, además psicólogo clínico y psicoanalista, se explica con ademanes pausados.

–Para que exista una mentira se necesita la complicidad del receptor. Mientras más necesidades hay en el receptor, la mentira va a ser más funcional y este se va a cuestionar menos las cosas.

El autor de ficción entrega una realidad falsa –verosímil, es cierto, pero falsa– y su público, ansioso por vivir una de esas vidas alternas que permite la ficción, se deja introducir en ella para disfrutar de la obra. Eso es “complicidad”. De la misma manera, una persona enfrentada al derrumbe financiero encuentra en una solución dudosa el resquicio de esperanza que finalmente termina por hundirlo. “El corazón del hombre necesita creer en algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer”, afirmó el escritor español Mariano José de Larra.

En el año 2001, la oportunidad perfecta cruzó el camino de un hombre con ambición. El Perú salía de una crisis de verdades y necesitaba creer en algo. En alguien. Y creyó en Alejandro Toledo, el político que se presentó como ex alumno de economía de Stanford y ex docente de Harvard, prestigiosas universidades estadounidenses. Su lema: “la economía es mi cau-cau”. Ello, claro, era falso.

Como aclaró la Stanford Magazine en marzo del 2001, Toledo estudió allí una maestría en Educación y otra en Recursos Humanos. No en economía. La Asociación de ex alumnos de Harvard se encargó de aclarar que Toledo no había sido ni alumno ni docente, sino solo un investigador en dicha universidad que pagó por ese derecho al que podía acceder cualquier profesional.

Pero eso poco importaba. El pueblo peruano necesitaba creerle a un candidato que se presentaba como el paladín de la democracia, el artífice de la caída del régimen fujimorista, y que podía venderles una historia de vida hermosa. Eso es “funcionalidad”, dice Caravedo. Sus mentiras llenaban la brecha entre lo real y lo que el pueblo esperaba. Por eso todos eligieron creerle. Funcionalidad y complicidad. Dos conceptos clave.

En su libro Historia de Dos Aventureros, e
l periodista Umberto Jara defiende la tesis de que Alejandro Toledo sólo aprovechó la caída de Alberto Fujimori, pues -tras la Marcha de los Cuatro Suyos- estaba en Estados Unidos desentendido del tema cuando se emitió el primer ‘vladivideo’ que tumbó al gobierno. 


***

El pelo peinado al estilo lengüetazo de vaca de Carlos Spa no se mueve ni un ápice ante la embestida verbal del Presidente de la República. El programa Cuarto Poder ha emitido un reportaje que denuncia una fábrica masiva de firmas falsas montada a favor del partido Perú Posible en 1998. Es octubre del 2004 y Toledo, que se ha puesto al teléfono, lucha para que su índice de aprobación alcance las dos cifras.

–El periodismo que acaba usted de mostrar es uno que lo hace innoble… –alza la voz grave y engolada.

–No le voy a permitir esos adjetivos, señor presidente –Spa no da signos faciales de nada en concreto.

–¡El periodismo que usted acaba de hacer es canallesco y no se lo permito! –grita Toledo, alargando la ‘r’ característica de esta última frase. Spa levanta un poco las cejas antes de recibir su última diatriba. –¡Es usted un cobarde!

Este incidente es solo la punta del iceberg de una grave denuncia de corrupción. La cola de una rata que se esconde en los más oscuros recovecos del régimen fujimorista. Según el reportaje del canal 4 que tanto fastidió al presidente, Perú Posible había sido inscrito con firmas falsas.

Mientras Carlos Spa es expectorado de Cuarto Poder, el Congreso crea una Comisión Investigadora del Caso Firmas Falsas. En ella declara la testigo principal del caso, Carmen Burga, quien afirma 
detallando incluso el dinero que percibía: 60 soles por 12 horas–, que la falsificación de rúbricas era supervisada en persona por el presidente. 

Toledo niega la acusación, amparándose en que esta es desestimada por el Congreso. Carmen Burga huye del país y, desde la clandestinidad, manda un video retractándose. Se dice que ha sido sobornada por los toledistas. Alejandro vuelve a negar. Años después, aparece un audio en el que su sobrino, ‘Filete’ Manrique, da a entender que Toledo habría estado involucrado en la partida de Burga e, incluso, que hubo un plan para matarla.

–No existieron firmas falsas. Cuando uno analiza los hechos se da cuenta de que hay más cuestiones de escándalo que de otras cosas –me dice con la voz monocorde y el semblante inexpresivo Juan Sheput, en una mesa apartada del café Haití de Miraflores. Es uno de los últimos que se mantiene hoy junto a Alejandro y a Perú Posible.

De acuerdo a la investigación de Umberto Jara, el caso de falsificación de firmas de Perú Posible está fuertemente emparentado con el denunciado por el diario El Comercio respecto al partido de Fujimori en el 2000. Según explica, casi todas las agrupaciones habrían falsificado firmas para inscribirse. Si vemos en retrospectiva, para las elecciones de aquél año, los partidos políticos presentaron 22,523,945 firmas. El padrón de electores era de 14 millones. El total de habitantes, incluidos los recién nacidos, era de 28 millones.



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La intención de mentir no lleva implícita la intención de hacer daño. La mentira puede ser sólo un recurso para evitar responsabilidades o situaciones incómodas. En el 2011, el entonces presidente Alan García deslizó a la prensa el dato de que Toledo había gastado S/. 542,835 en licor durante su gestión presidencial. Consultado sobre el tema por una periodista, Toledo respondió con la mirada ausente que ha empezado a caracterizarlo con el devenir de los años, quizás cansados ya sus ojos de tener que cargar con el peso de sus palabras: “Yo no tomo whisky, quiero que sepa”. Poco importó la mano oronda, desembarazada de las reglas de etiqueta y las convenciones sociales –su mano– que todos vimos deslizarse hacia una hielera del restaurante Brisas del Titicaca en agosto del 2005, para terminar en un vaso de whisky.

La mitomanía es la patología de la mentira. Es la necesidad de inventar, una y otra vez y de forma inconsciente, sucesos improbables y fácilmente refutables. Las afirmaciones del mitómano no son parte de una psicosis; de ser presionado incluso puede aceptar de mala gana su falsedad. Ningún psicólogo podría afirmar que Alejandro Toledo padece de mitomanía sin antes haberlo evaluado. Y de haberlo hecho, el secreto profesional haría esa afirmación inconfesable. Solo se pueden identificar en él rasgos y manifestaciones.

Mentir no es fácil. Para el ser humano es más cómodo decir que una mesa roja es roja, pues decir que es azul implica divorciarse de la realidad e imaginar otra. A ello se suma una fuerte carga de estrés por la posibilidad de ser descubierto. Por eso, la mentira se justifica si las consecuencias o responsabilidades que acarrea la verdad son indeseables. O por una patología. ¿Cuál es el caso de Alejandeo Toledo? ¿Es Toledo honesto? Dándole un sorbo a su café en una mañana gris, Juan Sheput, su amigo, responde a la última pregunta:

–Hablar de honestidad implica varias cosas. Hay un pasaje en Ana Karenina en el que un funcionario del imperio zarista dice: “esa persona es honrada, pero no es honesta. Es honrada porque no roba, pero no es honesta porque no denuncia a los que roban”. Lo importante es tener funcionarios con ambas categorías: honrados y honestos, y para eso uno tiene que conocer mucho, no solamente a la persona sino a los entornos. Es un tema muy complejo. O sea, no se puede otorgar esa categoría absolutamente a nadie, si es que uno no conoce todo el entorno.


Nuevamente: torear una pregunta no significa mentir.


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En la urbanización Las Casuarinas las camionetas 4 x 4 descansan a un lado de las pistas flanqueadas por interminables muros de portones eléctricos. En una de sus calles, Cascajal, una residencia de 2,500 m2 ha sido adquirida por la suegra de Alejandro Toledo, Eva Fernenbug, por 3.7 millones de dólares. Así lo ha informado el diario Correo en enero, lanzando la controversia sobre la cabeza del ex presidente.

Mirando el pequeño caos que se forma en la Av. Arequipa frente al edificio del canal 5, Marco Vásquez, periodista de Panorama, procesa información. Periodismo es horas de vuelo, piensa, ahora que Michael Landman, judío miraflorino sobreviviente del Holocausto, lo ha llamado indignado a decir que su pensión de reparación asciende a solo $ 415 mensuales. También ahora que unos vecinos de Casuarinas le han confirmado que era el propio Toledo el se acercaba a ver las casas. Pero, sobre todo, ahora que esa fuente, la tercera, la más importante, ha soltado el nombre clave: Ecoteva. Horas de vuelo, se repite: todos son contactos de trabajos pasados. Acá hay algo que se tiene que saber.

Marco Vásquez viaja a Costa Rica sin más luces que ese nombre: Ecoteva, la fuente del dinero para la casa de Casuarinas. Encuentra en los registros que la empresa fue constituida por el Bufete Melvin Rudelman y que sus fundadores son José Zamora Alfaro y Claudia Centeno Fuentes, quienes luego nombraron a Fernenbug como presidenta. Luego de la revelación de Correo la cambiaron por Sabih Saylan, hombre de Yosef Maiman, el amigo judío y multimillonario de Toledo que sacaba hielos junto a él en Brisas del Titicaca. La empresa no tiene bienes y fue fundada con tres dólares de capital social.

Marco decide buscar a Centeno, hondureña, y su dirección lo lleva hasta un asentamiento humano costarricense. Centeno no está, pero logra averiguar dónde trabaja: el Hotel Balmoral.

–Vengo a entregarle esto a la señora Centeno –le dice a la recepcionista, mostrándole el acta de fundación de Ecoteva. Esta ve los sellos y lo invita a esperar.

Centeno sale. Marco hace un reconocimiento instantáneo de su rostro y la aborda, papel en mano. Ella, por supuesto, no está enterada de Ecoteva. Ni de Fernenbug.

–Yo soy inocente –alcanza a decir antes de notar al camarógrafo, antes oculto. Cuando ve la cámara, la señora se quiebra. Se tapa la cara, solloza.

–¡Yo soy una simple miscelánea! –grita antes de subirse a un bus. Una simple empleada de limpieza, en argot costarricense.

Marco siente que está perdiendo a su único contacto con el caso. Desesperado, sube a un taxi, pero no alcanza a seguir el bus. Entonces, el instinto periodístico acude en su ayuda. Al Bufete, vamos al Bufete.

Espera frente al Bufete Melvin Rudelman. Paciencia. Periodismo también es paciencia, piensa. De pronto, llega la señora y entra. De día limpia en el Balmoral, en la tarde, en el Bufete. Luego Marco descubrirá que el otro fundador de Ecoteva es un empleado de seguridad. Listo.

El reportaje de Panorama desató una bola de nieve de mentiras. Antes Toledo había dicho que su suegra había pagado la casa y una oficina en el edificio Omega, en Surco, con el dinero de su pensión como víctima del Holocausto. Pero fue con dinero de Ecoteva. Luego desafió a que si se demostraba alguna vinculación de él con las compras 
–la de la oficina y la de la casa– se retiraría de la política. Los dueños aseguraron que fue él quien visitó los predios. Melvin Rudelman dijo, además, que el propio Toledo le pidió la conformación de Ecoteva y le dio el nombre. 

El informe de la Unidad de Inteligencia Financiera de la SBS descubrió, además, que la casa de Punta Sal y parte de la hipoteca de la casa de Camacho del ex mandatario fueron pagadas con dinero de Ecoteva. Él había afirmado que había sido con su dinero. Cuando el Congreso peruano hizo un ademán de blindarlo, el costarricense vio que el manual para estos casos dicta ‘lavado de activos’ y ordenó investigar. Entonces se descubrió que Abraham ‘Avi’ Dan On –ex jefe de seguridad de Toledo y ex Mossad– estaba retirando el dinero de Costa Rica a pérdida.

La última de las versiones de Toledo al ser interpelado por el Congreso va así: Maiman quería invertir su dinero en inmuebles en el Perú a través de Ecoteva, y él lo ayudó a tasar el valor de la casa de Casuarinas y de la oficina en Surco. Por eso su presencia en ellas. Además, Maiman le prestó, debido a una fraterna relación de amistad, el dinero para pagar su casa de Punta Sal y ‘matar’ su hipoteca en Camacho. Cuando uno quiere esconder una moneda, debe hacerlo entre muchas más. O entre los miles de millones de un amigo empresario, como Maiman, dice Marco.

–Cuando llegué a Costa Rica, lo primero que tenía que saber era qué diantres era Ecoteva. Ahora, ya tengo una idea de qué es, pero en ese momento no tenía idea de nada –me confiesa, en los estudios de Canal 5, donde llevamos más de una hora reconstruyendo cada detalle de su investigación.

–¿Qué significa? –pregunto.

–Es un acróstico. Uno le puede dar varios sentidos. No te lo puedo decir ahorita, porque el presidente Toledo debe decírtelo o… Abraham Dan On debe saberlo.

–Pero, digamos, es ‘eva’ por Eva Fernenbug…

–Algo con más nombres.

Un artículo de La República reseña: “Para la fiscalía, Ecoteva sería el acrónimo de Eliane-Chantal-[‘Avi’ Dan] On-Toledo-Eva. Toledo y On habrían estado juntos en la oficina de Melvin Rudelman al crear la sociedad”, dice.



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Una de las características de la mitomanía es que el sujeto construye planes a futuro sobre el complejo entramado de falsedades que ha creado. Alejandro Toledo parece ser un hombre seguro de que sus mentiras son sólidas y de que puede seguir construyendo sobre ellas su carrera política. Planea presentarse a las elecciones presidenciales del 2016.

–Toledo es muy poco político, es muy generoso, tiende a confiar mucho en las personas y no tiene esa astucia en términos de desconfianza que es requisito en la acción política. De ahí se mete en problemas –lo defiende Juan Sheput, mientras el mozo retira los platos del desayuno.

Todos los políticos mienten. Asumamos como peruanos esa premisa. Entonces, ¿por qué Toledo es el mentiroso?

–Por el racismo que está inmerso en el Perú. No tengo la menor duda de eso –dictamina Sheput.

–¿Y de dónde viene la inocencia política de Toledo? –pregunto.

–De haber llegado tarde a la política. Ese es el problema de fondo.

Todos los políticos mienten. Alejandro Toledo es político. ¿Alejandro Toledo miente? Sí, pero no como ellos. Los políticos mienten con racionalidad y cuidado. Una de las reglas tácitas de su actividad es nunca decir lo que piensan, ni hacer lo que dicen. Para ello, se blindan con elaboradas argucias lingüísticas y sólidas coartadas. No con una pensión del Holocausto de $ 415 mensuales.

Toledo miente por instinto. El engaño le brota como un reflejo elemental. Pareciera un impulso irresistible, compulsivo y autodestructivo. La razón de su actuar no aparenta estar fuera de él (el racismo), sino dentro. Esto le ocurre a los mitómanos.

–Ahí intervienen sus patrones más primarios, más infantiles, en donde basta la expectativa para que algo sea realidad: “No me van a investigar, seguro mis correligionarios van a poder neutralizar esto. No va a salir información” –analiza Leopoldo Caravedo frente a los exámenes aún sin corregir.

Durante años Toledo no ha encontrado razones para dejar de pensar así. Pero hoy parece haber llegado su Waterloo.

–Hay un dicho entre políticos que es: “miente, pero no engañes” –prefiere explicarme Carlos Bruce–. Una cosa es que minimices una parte negativa tuya y otra que engañes flagrantemente.

A mediados de septiembre, envalentonado por la dudosa ovación de una multitud, Alejandro Toledo –acostumbrado a los escándalos como un gladiador a las cicatrices– se acercó a una periodista de Frecuencia Latina, frunció el ceño y demandó:

–¡Dejen de mentir!

Dio media vuelta, la miró por encima del hombro y dejó escapar una sonrisa socarrona mientras saludaba a sus fans.

Dejen de mentir.