Publicada en la tercera edición de la Revista Carta Abierta (para verla completa: http://goo.gl/lNfFEQ)
Fotografías: Giovani Alarcón.¿Puede una persona ganar más dinero por herir el cuerpo que otra por curarlo?
Todos los domingos, Aaron Sotomayor está ansioso por ir a trabajar. Eso, dice, es tener el 80% del camino recorrido hacia la felicidad.
–Acá me siento más cómodo que en mi casa. Si estoy estresado por algo, llego allá y sigo trabajando.
–¿Es mejor que encontrar a la mujer de tu vida, entonces?
Aaron busca con la mirada a la mujer blanca y espigada al otro lado de la pared de vidrio. Quizás, la encuentra. “Es bueno”, murmura. De pronto, una cabeza de rasgos orientales irrumpe en el ambiente aséptico con un diseño impreso en un papel adhesivo y pregunta por el precio. Él responde que ciento cincuenta.
–¿Cómo haces para tasar sólo con el boceto?
–Calculo el tiempo que me voy a demorar, a razón de ciento cincuenta soles la hora, más o menos.
–Es un montón.
–Sí, claro. Por eso te dije: este es un buen negocio –sentencia.
El día de diciembre de 2006 en el que Aaron comenzó a recorrer el camino a la felicidad se encontraba a cuatro mil quinientos kilómetros de esa habitación de níveas baldosas. Ni el invierno de La Florida era invierno, ni el hogar que lo cobijaba era hogar, ni la profesión que había elegido era la que seguiría el resto de su vida. Estudiante de ingeniería informática en Perú, estaba trabajando en Sea World, Orlando, antes de irse a cursar un intercambio estudiantil a la Universidad de Oklahoma.
La soledad, como la angustia, suele ser partera de grandes decisiones. Y allí, pocas horas antes de la Nochebuena, Aaron se sintió solo. Se sintió tan solo que, más que una revelación, aquel momento supuso una premonición: si algún día no voy a tener a mis padres, como ahora, quiero saber que no viví la vida que ellos quisieron. Borges escribió que cualquier destino, por largo y complicado que sea, puede resumirse en el momento único en el que el hombre sabe para siempre quién es. A Aaron le ocurrió exactamente lo contrario. En ese departamento vacío, se asomó a su destino al entender aquello que no sería jamás: un hombre con trabajo de oficina.
En Holanda, un hombre ha encontrado la forma de convertir a los tatuajes en piezas de museo. Ya son treinta los afanosos clientes que han pagado a la empresa de Peter van der Helm, Walls and Skin, para que un doctor, cuarenta y ocho horas después de su muerte, recorte las zonas entintadas de su piel, las lleve a un laboratorio, les extraiga el agua y la reemplace por silicona. El resultado luego de doce semanas: una sustancia gomosa embalsamada que puede exhibirse en una pared sin que acuse el paso del tiempo.
–Yo me tatúo porque para mí significa convertir mi cuerpo en arte. El día que me muera quisiera donar mi piel para que la exhiban en un museo –dice el hombre de gruesas pantorrillas al que Aaron acaba de terminar de tatuarle un diseño de los Avengers. Está dedicándole toda la pierna derecha a los héroes de Marvel. Cada sesión le toma aproximadamente cinco horas.
El tatuaje es la forma de arte más somáticamente humana. En él, el hombre puede ser tanto artista como obra perpetua. La psicoanalista Silvia Reisfeld observa que se funda en tres pilares: el cuerpo, la piel y la mirada. Sobre ese trípode, el tatuaje es el arte de la intención compartida: la de quien lo pinta y la de quien lo porta. Para aquél es un universo de creación; para este, la cicatriz que no se hizo, el mensaje que la naturaleza nunca le dejó marcado.
Pero no solo por tatuar es Aaron un artista, también estudió para serlo. Lo hizo en la Escuela Nacional de Bellas Artes y a escondidas de sus padres. Ingresó en tercer puesto, fue exonerado del pago de inscripción y se costeó los implementos de la carrera con sus propinas. Ingeniero informático en ciernes, se desahogaba manchando lienzos y dando pinceladas a los trabajos que luego constituirían su vocación por el impresionismo. Después, lo de siempre: los alumnos tomaron la escuela por una huelga, Aarón se quedó en el aire y fue descubierto. Pero, a pesar de la reprimenda, logró terminar la carrera.
–¿Qué tienen los papás contra el arte?
–Los papás quieren para sus hijos seguridad económica y todo el mundo cree que las carreras tradicionales te la dan. Ellos se conforman con que tengas tu departamento, puedas pagar el colegio de tus dos hijos, hombre y mujer, tengas tu esposa y puedas darte una semana de vacaciones al año. Quieren que sus hijos estén estables y que no jodan. Pero no entienden que eso, de repente, no te hace feliz, que puedes comer con las justas pero ser feliz haciendo lo que quieres.
–¿Pueden convivir un ingeniero y un artista en la misma persona?
–Son la misma persona. La parte del cerebro donde desarrollas las matemáticas es la misma que la de las artes. Para pintar tienes que calcular proporciones y cantidades, hacer cálculos matemáticos inconscientes.
Aarón encontró en el desarrollo de videojuegos la mezcla perfecta entre la ingeniería informática y el arte. El lugar se llamaba Bamtang Games, una compañía peruana dirigida por un australiano que hace pequeños juegos propios y outsourcing –piedras, árboles, pasto– para gigantes como Marvel o Nickelodeon. Pero, conforme fue ascendiendo, dejó de diseñar y se encontró llenando hojas de cálculo y formularios de aprobación de diez a cinco.
Y de diez a cinco su vida comenzó a ser una tortura.
Se fue de intercambio. Regresó. Terminó informática y siguió trabajando. Pero la idea, gestada en la soledad de un departamento en la Florida, fue creciendo durante las interminables horas frente a un monitor. Su hermano, Yofree Sotomayor, estudiante de ingeniería industrial, compañero de aficiones, fue el disparador. Necesitaba hacer un proyecto de negocios para sustentar su tesis de carrera. Bum. Allí nació Tatau Tattoo Studio.
En el cruce de una calle llamada Esperanza con otra de nombre Alcanfores, un zumbido incesante funciona mejor que todos los letreros de neón. Aún a treinta metros de esa esquina, ignorada por el caótico tráfico miraflorino, puede escucharse día y noche el murmullo metálico de una aguja entrando y saliendo de la piel. Solo unos pasos adentro del edificio, un sex shop exhibe sin bochorno lencería erótica y consoladores. Hay que tomar, entonces, la escalera de la izquierda para encontrar, al costado de una agencia de viajes y una tienda de calzoncillos, lo que por el sonido y la pulcritud bien podría confundirse con el consultorio de un dentista: el estudio de Aaron.
En 1876, Thomas Alva Edison patentó un lapicero eléctrico que utilizaba para perforar papel y convertirlo en una plantilla de copias. Quince años después, Samuel O’Reilly, un tatuador neoyorquino, descubrió que podía usarlo para perforar su tejido externo. Así nació la primera máquina de tatuar moderna. Las de hoy funcionan mediante un sistema de bobinas electromagnéticas que impulsan las agujas de arriba abajo de cincuenta a tres mil veces por minuto. La aguja jala la tinta indeleble almacenada en un tubo, perfora la primera capa de la piel –por eso hay sangrado– y la deposita en la segunda. Si la epidermis es una envoltura en constante renovación, la dermis, en comparación, es casi estable. Por eso, cuando la herida superficial cicatriza, la tinta se queda alojada allí para siempre.
Por muchos años, el tatuaje ha actuado como un cernidor, una línea de tiza sobre la tierra: acá los que se atrevieron, allá los que no. En la Antigua Samoa, por ejemplo, ser tatuado representaba un ritual de paso a la adultez, una prueba de virilidad y coraje; ningún padre hubiera aceptado que su hija se casase con un hombre sin marcas en la piel.
Someterse a millones de punzadas en sesiones de varias horas tiene que encerrar algún grado de masoquismo no patológico. Sin embargo, hacerse un tatuaje y no demostrar el dolor es casi un implícito acuerdo colectivo. Por eso, en un estudio de tatuadores, uno espera encontrarse con un ambiente siniestro, fantasmal y atemorizante, plagado de referencias a la bravura de sus visitantes.
Pero no en el de Aaron. Para maniobrar la aguja con precisión se necesita luz. Mucha luz. Por eso, en Tatau la luz abunda. En las paredes, que intercalan el blanco y el negro, cuelgan los cuadros que Aaron pinta. Y Aaron, desde hace quince años, tiene una fascinación por los cráneos.
–Pinto cráneos porque para mí representan la vida. Es uno de los huesos más densos que tenemos y es lo último de ti que va a dejar de existir en el mundo. Mis cráneos siempre están acompañados de cosas bonitas porque no quiero que representen algo dark. Por ejemplo, serpientes de trigo, que son inofensivas y no tienen veneno, o flores.
Una tarde de verano, una adolescente entra tímidamente al estudio y es atendida por Erit, un diseñador gráfico con cara de bueno que empezó haciendo piercings y ahora es miembro del equipo de Tatau.
–¿Cuántos años tienes? –le pregunta.
–Diecisiete, pero quiero tatuarme cuando cumpla dieciocho, por mi cumpleaños –responde ella con voz de infante.
Erit le explica que debe traer el diseño que quiere hacerse y regresar cuando sea mayor de edad. Hoy, el tatuaje ya no es una garantía de virilidad samoana; al contario, la mayoría de los visitantes de Tatau son mujeres y, cada vez más, púberes.
–Lo que pasa es que las mujeres se hacen diseños pequeños y en zonas disimuladas, y los hombres normalmente se hacen cosas más grandes y en los brazos. ¿Qué es lo primero que hace un hombre cuando va al gimnasio? Brazos. ¿Y una mujer?
Los tatuajes no solo atraen la mirada, también la dirigen.
Sin embargo, en los primeros meses de 2010, muy pocas personas parecían dirigir su atención al nuevo negocio de los hermanos Sotomayor. Aaron dividía su tiempo entre la empresa de videojuegos y el estudio, mientras que Yofree, que no tatúa profesionalmente, se encargaba de llevar unas cuentas que se presentaban, una tras otra, en rojo. Entonces, cuando más oscuro se veía el panorama, tomaron la decisión más iluminada.
–Ya estábamos endeudados y funcionando a pérdida –cuenta Yofree–. Un día dijimos ‘bueno, ¿qué es lo peor que puede pasar?’ Así que decidimos prestarnos todavía más plata e invertir en auspicios.
A Aaron le piden que sonría y él dice que no puede. Se desparrama sobre el marco de la ventana, mete la mano izquierda en el bolsillo y espera el flash sin contraer un solo músculo. El fotógrafo se aleja y cambia de ángulo. Los ojos de Aaron lo siguen, intentando penetrar el lente con la mirada. El fotógrafo le pide que se desplace. Cuando Aaron camina, lo hace con los pies extrañamente paralelos y el cuerpo hacia adelante. A veces, un anillo ‘de toro’ cuelga de su nariz. A veces, lo esconde adentro. El fotógrafo calcula el encuadre en la nueva ubicación. Aaron vuelve a quedarse inexpresivo. El fotógrafo vuelve a intentar: Aaron, ¿y si sonríes? Él aprieta los dientes y abre un poco los labios. No.
–Los del Lima Tattoo también me piden que sonría y no me sale. Soy demasiado apático –dice.
Lima Tattoo es la ansiedad por los lunes. Es el movimiento constante como elección de vida. Es la tranquilidad de trabajar para uno mismo y en lo que a uno le gusta. Lima Tattoo es, por lo demás, la versión peruana de Miami Ink, el reality de tatuadores estadounidense. Lo protagonizan Aaron, Yofree, Erit y Saori –la administradora de rasgos orientales–, y cada capítulo cuenta dos historias que subyacen a los tatuajes de dos clientes del estudio. Eso sí, como el arte y la mentira, Lima Tattoo tiene una intención.
–Se llama Lifestyle Brand –dice Aaron–. Por ejemplo, si tú tienes un Mercedes, quieres que la gente sepa que lo tienes aun cuando no estás dentro del carro. Por eso, Mercedes manda a hacer relojes, casacas o zapatos con su marca. Funciona con Audi, con Apple o con Volcom.
A lo largo de la historia, los tatuajes siempre han sido símbolos de pertenencia. Los romanos los llamaban stigma y los aplicaban solo a los esclavos. En Japón, servían para identificar el delito cometido, por eso los miembros de la yakuza cubrían, avergonzados, sus marcas con diseños aún más grandes y coloridos. Los nazis tatuaban un número en el antebrazo de los prisioneros de sus campos de concentración, colocándolos para siempre, vivos o muertos, en la categoría de los humanos sin humanidad. Y en el Estados Unidos de los ochenta, en libertad el tatuaje era rock & roll y motos de gran cilindrada, pero en la oscuridad de una celda significaba familia, raza y origen. El fotocheck del clan.
Y, sin embargo, Aaron se quita los guantes y dice:
–Mi flaca tiene la cabeza tatuada, pero nadie lo ve porque siempre tiene el pelo largo.
–¿Entonces para qué se ha tatuado?
–Para ella, para saber que lo tiene. Es algo personal, se siente bien consigo misma. Si tú tienes un cuadro que te gusta, no te paseas por la calle cargándolo.
Los maoríes de Nueva Zelanda se tatuaban la cara en forma de espiral. No existían dos diseños iguales. Lo interesante es la concepción: los tatuajes les servían en el trance más íntimo de su vida, el de la muerte. La creencia decía que una hechicera se comía los ojos de aquel que no tuviera la espiral grabada en el rostro, y que su alma ciega nunca encontraba el camino a la inmortalidad. En cambio, la hechicera se entretenía devorando los interminables giros del tatuaje, mientras el alma aprovechaba para huir ilesa del cuerpo en busca de la vida eterna.
Ninguno de los hermanos Sotomayor recuerda el mes en el que las dos camillas negras del estudio comenzaron a estar ocupadas al mismo tiempo. A finales del 2010, Aaron dejó definitivamente los videojuegos y comenzó a tatuar todo el día, un cliente tras otro. Desde entonces, no ha parado de tatuar. Y Tatau no ha parado de crecer.
Aaron Sotomator dejó las artes marciales porque no podía vivir sin pelear. Con quien sea, dónde sea, por lo que sea; todas eran buenas razones para poner en práctica sus técnicas de kickboxing. Ahora quiere retomarlo, pero teme que active algo malo en él.
–¿Eres una persona impulsiva?
–Ya no. ¡En verdad, ya no! Ahora soy un pan de Dios, casi ni me molesto.
–¿Cómo lo controlas?
–Decidí que ya no quería ser así, fue todo un proceso –modula la voz–. Hice yoga, leí sobre cómo controlar la conducta. Antes iba a una fiesta y siempre me peleaba. Ahora no bebo alcohol, solo hago ejercicios de reacción no violenta. Es que me di cuenta que tenía cosas que apreciaba y que podía perder por esa actitud. El estudio es una de ellas.
Dijo el novelista francés Andre Malraux que el verdadero combate empieza cuando uno debe luchar contra una parte de sí mismo; pero que, a su vez, uno solo se convierte en hombre cuando supera estos combates. Aaron sigue siendo un tipo de combates internos. De impulsos escondidos, reprimidos e inalcanzables. No siempre malos.
–He escuchado de tatuadores que se burlan de otros tatuadores que no tienen tatuajes –dice–. Me parece ridículo.
–Pero, es como que un artista no tenga cuadros en su casa…
–Yo no tengo cuadros en mi casa. Mi cuarto es completamente vacío. Paredes vacías. Nada. Ni un dibujo, ni una pintura. Los caballetes están guardados.
–¿Por qué?
–Porque si tuviera uno, no podría dormir. Lo vería todo el día y querría cambiarlo, pintarlo, perfeccionarlo. Por eso, prefiero tener mis pinturas aquí, en el estudio. Mi casa es plana.
Penetrar en la vida de Aaron es complicado. Hace poco, estuvo por segunda vez en la convención de Colombia, una reunión de artistas del tatuaje. En ella se puede tatuar por dinero, por gusto o por competir. Él entró en la categoría de tribales y le fue bien.
–¿Y la convención del Perú?
–No me gusta mucho, no participé
–¿Por qué?
–No me gusta cómo está planteada.
–¿Cómo está planteada que hace que no te guste?
–No me gusta, simplemente. No me gusta –se incomoda.
Una noche, la ventanita de chat que dice Aaron Sotomayor brilla en azul. “Oye, ¿tienen que poner toda mi vida? Pucha madre, yo soy muy reservado”.
Cada cierto tiempo, un tatuador extranjero es invitado a pasar una temporada en Tatau. Es una forma de mantener dinámica la oferta, reunirse con viejos amigos o conocer a quienes estos recomiendan. Hoy, hay una argentina. Cuando junta los pies, se forma un círculo entre las dos medialunas grabadas en sus empeines. El acento revela que no es de Buenos Aires.
–Mirá si sos famosito, eh –la chica, que acaba de entrar, se planta detrás del fotógrafo.
Aaron se ríe. Flash.
Tatau significa golpear dos veces. En la antigua Polinesia, los nativos se tatuaban con dos palos de bambú y una aguja hecha de huesos de tiburón. Era 1766 y se esperaba que la órbita de Venus cruzara el espacio entre la Tierra y el Sol. En Inglaterra, un marinero aventurero llamado James Cook, recientemente ascendido a teniente, recibía el encargo de la Real Sociedad de Londres de zarpar rumbo a las islas del Pacífico para registrar el evento. En ese viaje, Cook llegó a la Polinesia y conoció el Tatau.
Los miembros de la tripulación de Cook fueron los primeros en la larga lista de marineros que llevaron a Europa la novedad del doble golpe. A través de ellos, en Occidente el tatuaje se convirtió en patrimonio exclusivo de los bajos fondos. Se tatuaban marineros, ladrones, prostitutas y ex convictos; en la práctica, lo mismo: hombres y mujeres que transitan la vida porque no queda de otra.
Según Reisfeld, a mitad del siglo XIX en Francia, un tatuador normalmente utilizaba las mismas agujas para todos sus trabajos, sin lavarlas. Solía aplicarles su saliva para humedecerlas y las heridas abiertas se bañaban en jugo de tabaco u orina para que cicatricen. La tendencia se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX.
En casi todas las cárceles de América se desarrolló un lenguaje de tinta sobre la piel. Gabriela Wiener escribió: “Los que han investigado sobre el tatuaje carcelario dicen que es como una gramática de la piel, un carné de identidad, una forma de que el cuerpo lacerado hable de una vida lacerada, de ser únicos y estar unidos frente al poder de turno, una marca de marginalidad y resistencia que no se borrará con ninguna condena”. Sin embargo, fuera de un cuarto con barrotes, hoy el tatuaje es un arte caro.
–Para tatuarte necesitas cierto poder adquisitivo que un ex convicto normalmente no tiene –dice Aaron–. El tatuaje es un artículo de lujo; no te hace ni más, ni menos. Es como comprarte un cuadro: tu pared no se va a caer si no te lo compras. Pero claro, si lo compras, puede ser uno de cincuenta soles o uno de mil dólares. Con ambos puedes decorar tu casa, pero el primero lo hacen por montones.
Tatau significa golpear dos veces. Pero, si bien es el origen etimológico de la palabra inglesa tattoo, no es el comienzo de todo. Como el lenguaje, el tatuaje se desarrolló de manera espontánea, diferente y autónoma en lugares sin contacto el uno con el otro alrededor del mundo. Por mucho tiempo se pensó que las culturas prehispánicas en el Perú habían sido ajenas a él, y que solo utilizaron la perforación y las expansiones. Sin embargo, en noviembre de 1977, arqueólogos de la Universidad Católica encontraron, cerca al kilómetro 149 de la Panamericana Norte, un fardo funerario que contenía una momia con símbolos grabados. Se calculó su origen en el Horizonte Medio, entre el 600 y 900 d.C. Parece ser la confirmación de que tatuarse es casi tan humano como la necesidad de comunicar.
Hoy, Aaron dice que su meta es tener un local con puerta a la calle y que llegue el momento en que pueda dedicarse a tatuar solo diseños propios. Nunca más los tatuajes de Justin Bieber o Miley Cirus, ni las frases en sánscrito que los clientes piden con servicio de traducción incluida.
–¿Qué significa el estudio para ti?
–Ahorita es mi hijo. Aunque es raro, porque lo tuve con mi hermano.
–¿Y cuántos años tiene?
–Todavía es un niño. Al menos, quiero dejarlo en la universidad.
Tatau significa golpear dos veces. Perforar la piel dos veces. Al final, tatuar es eso: perforar el cuerpo de los clientes bajo su consentimiento. Herirlo. Aaron tiene una hermana que es doctora. Dice con justificado orgullo que, como dueño del estudio, gana más plata que ella. Lo que normalmente sería solo una reafirmación cliché de que dedicarse a hacer lo que a uno le gusta te hace exitoso, en realidad, encierra otra pregunta. ¿Puede alguien que se dedica a herir el cuerpo ganar más que alguien que se dedica a curarlo? La hermana de Aaron es anestesióloga. Su trabajo: eliminar el dolor. El de Aaron: crear con él y hacerlo inmortal.
–Acá me siento más cómodo que en mi casa. Si estoy estresado por algo, llego allá y sigo trabajando.
–¿Es mejor que encontrar a la mujer de tu vida, entonces?
Aaron busca con la mirada a la mujer blanca y espigada al otro lado de la pared de vidrio. Quizás, la encuentra. “Es bueno”, murmura. De pronto, una cabeza de rasgos orientales irrumpe en el ambiente aséptico con un diseño impreso en un papel adhesivo y pregunta por el precio. Él responde que ciento cincuenta.
–¿Cómo haces para tasar sólo con el boceto?
–Calculo el tiempo que me voy a demorar, a razón de ciento cincuenta soles la hora, más o menos.
–Es un montón.
–Sí, claro. Por eso te dije: este es un buen negocio –sentencia.
El día de diciembre de 2006 en el que Aaron comenzó a recorrer el camino a la felicidad se encontraba a cuatro mil quinientos kilómetros de esa habitación de níveas baldosas. Ni el invierno de La Florida era invierno, ni el hogar que lo cobijaba era hogar, ni la profesión que había elegido era la que seguiría el resto de su vida. Estudiante de ingeniería informática en Perú, estaba trabajando en Sea World, Orlando, antes de irse a cursar un intercambio estudiantil a la Universidad de Oklahoma.
La soledad, como la angustia, suele ser partera de grandes decisiones. Y allí, pocas horas antes de la Nochebuena, Aaron se sintió solo. Se sintió tan solo que, más que una revelación, aquel momento supuso una premonición: si algún día no voy a tener a mis padres, como ahora, quiero saber que no viví la vida que ellos quisieron. Borges escribió que cualquier destino, por largo y complicado que sea, puede resumirse en el momento único en el que el hombre sabe para siempre quién es. A Aaron le ocurrió exactamente lo contrario. En ese departamento vacío, se asomó a su destino al entender aquello que no sería jamás: un hombre con trabajo de oficina.
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Si a Aaron le traen un diseño que no le gusta, no lo tatúa. La regla es simple: el artista es él, no el cliente. |
En Holanda, un hombre ha encontrado la forma de convertir a los tatuajes en piezas de museo. Ya son treinta los afanosos clientes que han pagado a la empresa de Peter van der Helm, Walls and Skin, para que un doctor, cuarenta y ocho horas después de su muerte, recorte las zonas entintadas de su piel, las lleve a un laboratorio, les extraiga el agua y la reemplace por silicona. El resultado luego de doce semanas: una sustancia gomosa embalsamada que puede exhibirse en una pared sin que acuse el paso del tiempo.
–Yo me tatúo porque para mí significa convertir mi cuerpo en arte. El día que me muera quisiera donar mi piel para que la exhiban en un museo –dice el hombre de gruesas pantorrillas al que Aaron acaba de terminar de tatuarle un diseño de los Avengers. Está dedicándole toda la pierna derecha a los héroes de Marvel. Cada sesión le toma aproximadamente cinco horas.
El tatuaje es la forma de arte más somáticamente humana. En él, el hombre puede ser tanto artista como obra perpetua. La psicoanalista Silvia Reisfeld observa que se funda en tres pilares: el cuerpo, la piel y la mirada. Sobre ese trípode, el tatuaje es el arte de la intención compartida: la de quien lo pinta y la de quien lo porta. Para aquél es un universo de creación; para este, la cicatriz que no se hizo, el mensaje que la naturaleza nunca le dejó marcado.
Pero no solo por tatuar es Aaron un artista, también estudió para serlo. Lo hizo en la Escuela Nacional de Bellas Artes y a escondidas de sus padres. Ingresó en tercer puesto, fue exonerado del pago de inscripción y se costeó los implementos de la carrera con sus propinas. Ingeniero informático en ciernes, se desahogaba manchando lienzos y dando pinceladas a los trabajos que luego constituirían su vocación por el impresionismo. Después, lo de siempre: los alumnos tomaron la escuela por una huelga, Aarón se quedó en el aire y fue descubierto. Pero, a pesar de la reprimenda, logró terminar la carrera.
–¿Qué tienen los papás contra el arte?
–Los papás quieren para sus hijos seguridad económica y todo el mundo cree que las carreras tradicionales te la dan. Ellos se conforman con que tengas tu departamento, puedas pagar el colegio de tus dos hijos, hombre y mujer, tengas tu esposa y puedas darte una semana de vacaciones al año. Quieren que sus hijos estén estables y que no jodan. Pero no entienden que eso, de repente, no te hace feliz, que puedes comer con las justas pero ser feliz haciendo lo que quieres.
–¿Pueden convivir un ingeniero y un artista en la misma persona?
–Son la misma persona. La parte del cerebro donde desarrollas las matemáticas es la misma que la de las artes. Para pintar tienes que calcular proporciones y cantidades, hacer cálculos matemáticos inconscientes.
Aarón encontró en el desarrollo de videojuegos la mezcla perfecta entre la ingeniería informática y el arte. El lugar se llamaba Bamtang Games, una compañía peruana dirigida por un australiano que hace pequeños juegos propios y outsourcing –piedras, árboles, pasto– para gigantes como Marvel o Nickelodeon. Pero, conforme fue ascendiendo, dejó de diseñar y se encontró llenando hojas de cálculo y formularios de aprobación de diez a cinco.
Y de diez a cinco su vida comenzó a ser una tortura.
Se fue de intercambio. Regresó. Terminó informática y siguió trabajando. Pero la idea, gestada en la soledad de un departamento en la Florida, fue creciendo durante las interminables horas frente a un monitor. Su hermano, Yofree Sotomayor, estudiante de ingeniería industrial, compañero de aficiones, fue el disparador. Necesitaba hacer un proyecto de negocios para sustentar su tesis de carrera. Bum. Allí nació Tatau Tattoo Studio.
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En 1876, Thomas Alva Edison patentó un lapicero eléctrico que utilizaba para perforar papel y convertirlo en una plantilla de copias. Quince años después, Samuel O’Reilly, un tatuador neoyorquino, descubrió que podía usarlo para perforar su tejido externo. Así nació la primera máquina de tatuar moderna. Las de hoy funcionan mediante un sistema de bobinas electromagnéticas que impulsan las agujas de arriba abajo de cincuenta a tres mil veces por minuto. La aguja jala la tinta indeleble almacenada en un tubo, perfora la primera capa de la piel –por eso hay sangrado– y la deposita en la segunda. Si la epidermis es una envoltura en constante renovación, la dermis, en comparación, es casi estable. Por eso, cuando la herida superficial cicatriza, la tinta se queda alojada allí para siempre.
Por muchos años, el tatuaje ha actuado como un cernidor, una línea de tiza sobre la tierra: acá los que se atrevieron, allá los que no. En la Antigua Samoa, por ejemplo, ser tatuado representaba un ritual de paso a la adultez, una prueba de virilidad y coraje; ningún padre hubiera aceptado que su hija se casase con un hombre sin marcas en la piel.
Someterse a millones de punzadas en sesiones de varias horas tiene que encerrar algún grado de masoquismo no patológico. Sin embargo, hacerse un tatuaje y no demostrar el dolor es casi un implícito acuerdo colectivo. Por eso, en un estudio de tatuadores, uno espera encontrarse con un ambiente siniestro, fantasmal y atemorizante, plagado de referencias a la bravura de sus visitantes.
Pero no en el de Aaron. Para maniobrar la aguja con precisión se necesita luz. Mucha luz. Por eso, en Tatau la luz abunda. En las paredes, que intercalan el blanco y el negro, cuelgan los cuadros que Aaron pinta. Y Aaron, desde hace quince años, tiene una fascinación por los cráneos.
–Pinto cráneos porque para mí representan la vida. Es uno de los huesos más densos que tenemos y es lo último de ti que va a dejar de existir en el mundo. Mis cráneos siempre están acompañados de cosas bonitas porque no quiero que representen algo dark. Por ejemplo, serpientes de trigo, que son inofensivas y no tienen veneno, o flores.
Una tarde de verano, una adolescente entra tímidamente al estudio y es atendida por Erit, un diseñador gráfico con cara de bueno que empezó haciendo piercings y ahora es miembro del equipo de Tatau.
–¿Cuántos años tienes? –le pregunta.
–Diecisiete, pero quiero tatuarme cuando cumpla dieciocho, por mi cumpleaños –responde ella con voz de infante.
Erit le explica que debe traer el diseño que quiere hacerse y regresar cuando sea mayor de edad. Hoy, el tatuaje ya no es una garantía de virilidad samoana; al contario, la mayoría de los visitantes de Tatau son mujeres y, cada vez más, púberes.
–Lo que pasa es que las mujeres se hacen diseños pequeños y en zonas disimuladas, y los hombres normalmente se hacen cosas más grandes y en los brazos. ¿Qué es lo primero que hace un hombre cuando va al gimnasio? Brazos. ¿Y una mujer?
Los tatuajes no solo atraen la mirada, también la dirigen.
Sin embargo, en los primeros meses de 2010, muy pocas personas parecían dirigir su atención al nuevo negocio de los hermanos Sotomayor. Aaron dividía su tiempo entre la empresa de videojuegos y el estudio, mientras que Yofree, que no tatúa profesionalmente, se encargaba de llevar unas cuentas que se presentaban, una tras otra, en rojo. Entonces, cuando más oscuro se veía el panorama, tomaron la decisión más iluminada.
–Ya estábamos endeudados y funcionando a pérdida –cuenta Yofree–. Un día dijimos ‘bueno, ¿qué es lo peor que puede pasar?’ Así que decidimos prestarnos todavía más plata e invertir en auspicios.
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Los primeros auspicios de tatau fueron a peladores. Uno de ellos, Miguel Sarria, fue campeón del mundo. |
A Aaron le piden que sonría y él dice que no puede. Se desparrama sobre el marco de la ventana, mete la mano izquierda en el bolsillo y espera el flash sin contraer un solo músculo. El fotógrafo se aleja y cambia de ángulo. Los ojos de Aaron lo siguen, intentando penetrar el lente con la mirada. El fotógrafo le pide que se desplace. Cuando Aaron camina, lo hace con los pies extrañamente paralelos y el cuerpo hacia adelante. A veces, un anillo ‘de toro’ cuelga de su nariz. A veces, lo esconde adentro. El fotógrafo calcula el encuadre en la nueva ubicación. Aaron vuelve a quedarse inexpresivo. El fotógrafo vuelve a intentar: Aaron, ¿y si sonríes? Él aprieta los dientes y abre un poco los labios. No.
–Los del Lima Tattoo también me piden que sonría y no me sale. Soy demasiado apático –dice.
Lima Tattoo es la ansiedad por los lunes. Es el movimiento constante como elección de vida. Es la tranquilidad de trabajar para uno mismo y en lo que a uno le gusta. Lima Tattoo es, por lo demás, la versión peruana de Miami Ink, el reality de tatuadores estadounidense. Lo protagonizan Aaron, Yofree, Erit y Saori –la administradora de rasgos orientales–, y cada capítulo cuenta dos historias que subyacen a los tatuajes de dos clientes del estudio. Eso sí, como el arte y la mentira, Lima Tattoo tiene una intención.
–Se llama Lifestyle Brand –dice Aaron–. Por ejemplo, si tú tienes un Mercedes, quieres que la gente sepa que lo tienes aun cuando no estás dentro del carro. Por eso, Mercedes manda a hacer relojes, casacas o zapatos con su marca. Funciona con Audi, con Apple o con Volcom.
A lo largo de la historia, los tatuajes siempre han sido símbolos de pertenencia. Los romanos los llamaban stigma y los aplicaban solo a los esclavos. En Japón, servían para identificar el delito cometido, por eso los miembros de la yakuza cubrían, avergonzados, sus marcas con diseños aún más grandes y coloridos. Los nazis tatuaban un número en el antebrazo de los prisioneros de sus campos de concentración, colocándolos para siempre, vivos o muertos, en la categoría de los humanos sin humanidad. Y en el Estados Unidos de los ochenta, en libertad el tatuaje era rock & roll y motos de gran cilindrada, pero en la oscuridad de una celda significaba familia, raza y origen. El fotocheck del clan.
Y, sin embargo, Aaron se quita los guantes y dice:
–Mi flaca tiene la cabeza tatuada, pero nadie lo ve porque siempre tiene el pelo largo.
–¿Entonces para qué se ha tatuado?
–Para ella, para saber que lo tiene. Es algo personal, se siente bien consigo misma. Si tú tienes un cuadro que te gusta, no te paseas por la calle cargándolo.
Los maoríes de Nueva Zelanda se tatuaban la cara en forma de espiral. No existían dos diseños iguales. Lo interesante es la concepción: los tatuajes les servían en el trance más íntimo de su vida, el de la muerte. La creencia decía que una hechicera se comía los ojos de aquel que no tuviera la espiral grabada en el rostro, y que su alma ciega nunca encontraba el camino a la inmortalidad. En cambio, la hechicera se entretenía devorando los interminables giros del tatuaje, mientras el alma aprovechaba para huir ilesa del cuerpo en busca de la vida eterna.
Ninguno de los hermanos Sotomayor recuerda el mes en el que las dos camillas negras del estudio comenzaron a estar ocupadas al mismo tiempo. A finales del 2010, Aaron dejó definitivamente los videojuegos y comenzó a tatuar todo el día, un cliente tras otro. Desde entonces, no ha parado de tatuar. Y Tatau no ha parado de crecer.
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Aaron Sotomator dejó las artes marciales porque no podía vivir sin pelear. Con quien sea, dónde sea, por lo que sea; todas eran buenas razones para poner en práctica sus técnicas de kickboxing. Ahora quiere retomarlo, pero teme que active algo malo en él.
–¿Eres una persona impulsiva?
–Ya no. ¡En verdad, ya no! Ahora soy un pan de Dios, casi ni me molesto.
–¿Cómo lo controlas?
–Decidí que ya no quería ser así, fue todo un proceso –modula la voz–. Hice yoga, leí sobre cómo controlar la conducta. Antes iba a una fiesta y siempre me peleaba. Ahora no bebo alcohol, solo hago ejercicios de reacción no violenta. Es que me di cuenta que tenía cosas que apreciaba y que podía perder por esa actitud. El estudio es una de ellas.
Dijo el novelista francés Andre Malraux que el verdadero combate empieza cuando uno debe luchar contra una parte de sí mismo; pero que, a su vez, uno solo se convierte en hombre cuando supera estos combates. Aaron sigue siendo un tipo de combates internos. De impulsos escondidos, reprimidos e inalcanzables. No siempre malos.
–He escuchado de tatuadores que se burlan de otros tatuadores que no tienen tatuajes –dice–. Me parece ridículo.
–Pero, es como que un artista no tenga cuadros en su casa…
–Yo no tengo cuadros en mi casa. Mi cuarto es completamente vacío. Paredes vacías. Nada. Ni un dibujo, ni una pintura. Los caballetes están guardados.
–¿Por qué?
–Porque si tuviera uno, no podría dormir. Lo vería todo el día y querría cambiarlo, pintarlo, perfeccionarlo. Por eso, prefiero tener mis pinturas aquí, en el estudio. Mi casa es plana.
Penetrar en la vida de Aaron es complicado. Hace poco, estuvo por segunda vez en la convención de Colombia, una reunión de artistas del tatuaje. En ella se puede tatuar por dinero, por gusto o por competir. Él entró en la categoría de tribales y le fue bien.
–¿Y la convención del Perú?
–No me gusta mucho, no participé
–¿Por qué?
–No me gusta cómo está planteada.
–¿Cómo está planteada que hace que no te guste?
–No me gusta, simplemente. No me gusta –se incomoda.
Una noche, la ventanita de chat que dice Aaron Sotomayor brilla en azul. “Oye, ¿tienen que poner toda mi vida? Pucha madre, yo soy muy reservado”.
Cada cierto tiempo, un tatuador extranjero es invitado a pasar una temporada en Tatau. Es una forma de mantener dinámica la oferta, reunirse con viejos amigos o conocer a quienes estos recomiendan. Hoy, hay una argentina. Cuando junta los pies, se forma un círculo entre las dos medialunas grabadas en sus empeines. El acento revela que no es de Buenos Aires.
–Mirá si sos famosito, eh –la chica, que acaba de entrar, se planta detrás del fotógrafo.
Aaron se ríe. Flash.
***
Tatau significa golpear dos veces. En la antigua Polinesia, los nativos se tatuaban con dos palos de bambú y una aguja hecha de huesos de tiburón. Era 1766 y se esperaba que la órbita de Venus cruzara el espacio entre la Tierra y el Sol. En Inglaterra, un marinero aventurero llamado James Cook, recientemente ascendido a teniente, recibía el encargo de la Real Sociedad de Londres de zarpar rumbo a las islas del Pacífico para registrar el evento. En ese viaje, Cook llegó a la Polinesia y conoció el Tatau.
Los miembros de la tripulación de Cook fueron los primeros en la larga lista de marineros que llevaron a Europa la novedad del doble golpe. A través de ellos, en Occidente el tatuaje se convirtió en patrimonio exclusivo de los bajos fondos. Se tatuaban marineros, ladrones, prostitutas y ex convictos; en la práctica, lo mismo: hombres y mujeres que transitan la vida porque no queda de otra.
Según Reisfeld, a mitad del siglo XIX en Francia, un tatuador normalmente utilizaba las mismas agujas para todos sus trabajos, sin lavarlas. Solía aplicarles su saliva para humedecerlas y las heridas abiertas se bañaban en jugo de tabaco u orina para que cicatricen. La tendencia se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX.
En casi todas las cárceles de América se desarrolló un lenguaje de tinta sobre la piel. Gabriela Wiener escribió: “Los que han investigado sobre el tatuaje carcelario dicen que es como una gramática de la piel, un carné de identidad, una forma de que el cuerpo lacerado hable de una vida lacerada, de ser únicos y estar unidos frente al poder de turno, una marca de marginalidad y resistencia que no se borrará con ninguna condena”. Sin embargo, fuera de un cuarto con barrotes, hoy el tatuaje es un arte caro.
–Para tatuarte necesitas cierto poder adquisitivo que un ex convicto normalmente no tiene –dice Aaron–. El tatuaje es un artículo de lujo; no te hace ni más, ni menos. Es como comprarte un cuadro: tu pared no se va a caer si no te lo compras. Pero claro, si lo compras, puede ser uno de cincuenta soles o uno de mil dólares. Con ambos puedes decorar tu casa, pero el primero lo hacen por montones.
Tatau significa golpear dos veces. Pero, si bien es el origen etimológico de la palabra inglesa tattoo, no es el comienzo de todo. Como el lenguaje, el tatuaje se desarrolló de manera espontánea, diferente y autónoma en lugares sin contacto el uno con el otro alrededor del mundo. Por mucho tiempo se pensó que las culturas prehispánicas en el Perú habían sido ajenas a él, y que solo utilizaron la perforación y las expansiones. Sin embargo, en noviembre de 1977, arqueólogos de la Universidad Católica encontraron, cerca al kilómetro 149 de la Panamericana Norte, un fardo funerario que contenía una momia con símbolos grabados. Se calculó su origen en el Horizonte Medio, entre el 600 y 900 d.C. Parece ser la confirmación de que tatuarse es casi tan humano como la necesidad de comunicar.
Hoy, Aaron dice que su meta es tener un local con puerta a la calle y que llegue el momento en que pueda dedicarse a tatuar solo diseños propios. Nunca más los tatuajes de Justin Bieber o Miley Cirus, ni las frases en sánscrito que los clientes piden con servicio de traducción incluida.
–¿Qué significa el estudio para ti?
–Ahorita es mi hijo. Aunque es raro, porque lo tuve con mi hermano.
–¿Y cuántos años tiene?
–Todavía es un niño. Al menos, quiero dejarlo en la universidad.
Tatau significa golpear dos veces. Perforar la piel dos veces. Al final, tatuar es eso: perforar el cuerpo de los clientes bajo su consentimiento. Herirlo. Aaron tiene una hermana que es doctora. Dice con justificado orgullo que, como dueño del estudio, gana más plata que ella. Lo que normalmente sería solo una reafirmación cliché de que dedicarse a hacer lo que a uno le gusta te hace exitoso, en realidad, encierra otra pregunta. ¿Puede alguien que se dedica a herir el cuerpo ganar más que alguien que se dedica a curarlo? La hermana de Aaron es anestesióloga. Su trabajo: eliminar el dolor. El de Aaron: crear con él y hacerlo inmortal.
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