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28 junio 2013

La habitación de la heredera


Cuento corto.



Bajo el adolescente bochorno del edredón con plumas, lo único que se movía en ese cuarto eran los dos bultos en su pecho, al compás de una respiración delicada que lo bañaba todo de un olor bermejo, granate. Inmóvil, alumbrada por el delgado haz de luz que se colaba entre las persianas, su cara parecía la de una niña. Su labio superior resplandecía como inyectado en sangre bajo una cobertura delgada de cortezas escamosas. Jairo se paró a su lado y acarició con la yema de un dedo el edredón, desde su abdomen hasta sus muslos. La textura suave del cubrecama no disimuló la firmeza pueril que yacía escondida y que elevó ligeramente sus pulsaciones. No entendía en qué momento había perdido la cabeza. Desde el corredor principal de la residencia ya había sentido la nervadura en sus manos, una sensibilidad más aguda de lo normal. Pero al entrar al cuarto, ese escozor le había remecido la parte alta de la nuca como una leve descarga eléctrica que se fue extendiendo como un riachuelo de placer hacia sus extremidades superiores, perdiéndose en sus bellos erizados.

Se consideraba sumamente competente en lo que hacía, tanto que cada cierto tiempo se daba unos meses de relajo en los que se avocaba a investigar métodos más rápidos y artimañas más eficientes. Robar era para él un arte, la combinación del metodismo y la inventiva con una fina dosis de precisión, demasiado subvalorado para su gusto. Hasta sentía cierto desprecio por los ladronzuelos improvisados cuando los veía en las noticias policiales, rumiando la vergüenza de caer en las manos de una autoridad incompetente. Por eso y como siempre lo hacía, esta vez se había encargado de no dejar ningún hilo fuera de la madeja. Invirtió meses en el trabajo de reglaje, zambulléndose entre pilas interminables de documentos e información, completando cuadros con los movimientos precisos de los ocupantes de la casa, estudiando sus planos y sus sistemas de vigilancia.

De ahí descubrió que los primeros viernes de cada mes, la memoria de las cámaras de video se formateaba automáticamente, lo que le daba una ventana de treinta minutos a la medianoche para entrar y salir sin ser advertido por ellas. La reja trasera de la casa era rudimentaria y, con su pericia, abrir el candado le tomó unos pocos segundos. En la residencia miraflorina vivían solo dos personas desde la muerte del patriarca de la familia y multimillonario magnate de la harina de pescado, Francisco Perkovic: su hija y su mayordomo. Este, entrado en años y embutido de unas maneras monárquicas innecesarias, se metía en la cama apenas daban las nueve de la noche, luego de pronunciar las mismas palabras en tono ceremonioso: “que tenga un sueño reconfortante, señorita Martina”.

El cuarto de Martina Perkovic tenía un balcón que daba a la calle y estaba lejos del área de servicio, pero para él no fue ninguna molestia –quizás, incluso, fue una satisfacción– escamotearse hasta la habitación del mayordomo y rociarlo con un somnífero potente. Para Jairo no había precaución innecesaria y la seguridad era, más que un alivio, un fetiche.

Fue luego de dejar el camino de piedras que conduce hacia la parte principal de la casa que empezaron los estremecimientos. El olor se hizo más fuerte al levantar la tranca de la puerta, causándole una sensación de placer que casi le hizo soltar el fierro helado. Ahora estaba parado frente a un cuerpo inmóvil que lo hipnotizaba, aun debajo de la colcha caliente. El objetivo de su incursión se hallaba solo unos pasos por detrás: la bóveda que ya sabía cómo forzar silenciosamente y que tenía los lingotes de oro macizo en los que el Perkovic había transformado todo su dinero en uno de los últimos delirios de un vejete que creía saber de economía pero solo sabía de oportunismo. Se había acercado a la cama de Martina Perkovic para aplicarle el somnífero y terminar el trabajo, pero no pudo evitar deslizar ese dedo y sentir esa firmeza empapada en feromonas.

Tenía amantes ocasionales, mujeres que se entregaban a él con gran esmero, buscando ser recompensadas con algo de la gran fortuna que su oficio le proveía. Él sabía ser generoso en sus premios, sin dejar esa exigencia que determinaba su vida. Le sacaba el jugo a cada relación sexual, pero procuraba no repetir acompañante por periodos largos. Y es que se embebía tanto de ellas que luego las consideraba sosas en la cama. Nunca había tenido esas turbaciones ante la sola cercanía de alguien.

Se volteó para dejar de inhalar el olor que podría haber respirado en pequeñas dosis el resto de su vida. Guardó el frasco y decidió comenzar con el trabajo en el armatoste metálico. Empezó a regar sus herramientas sobre la alfombra de lana, colocándolas en el orden en que debía usarlas según la proximidad que tendrían con él. Era un trabajo quirúrgico.

Fue cuando dejó acomodado el último cordón que sintió los cuatro dedos sobre su cadera. Eran cuatro, los contó. Eran densos y delicados a la vez. Estaban fríos. Se deslizaron suavemente por la V que formaban los músculos trabajados de su cadera y, poco a poco, se posaron en el carril de entrada a su pantalón. Notó que la otra mano acariciaba su vientre mientras le levantaba el polo y, en el último resquicio de autocontrol que tendría aquella noche, volteó para verla. En ese momento lo embriagó el olor rojo intenso, los labios laminados, los enormes ojos de pestañas arqueadas; sintió el calor del edredón manar de ese cuerpo de manos frías, bajo el camisón diáfano de tul. La besó.

La besó como se besa por última vez. Apretó sus nalgas hasta hundir en ellas las marcas de unas uñas pulcramente cortadas. Sus labios encajaron a cada beso como dos tuercas de un reloj, guardando para ellos hasta la última gota de saliva en ese nuevo crisol de estímulos. Besó su cuello, los surcos de su pecho, sus senos de pezones imperturbables. Y una a una, las prendas fueron cediendo al arrebato de la medianoche. Bajo un delgado haz de luz sobre el edredón de plumas, sintió su cintura curvarse de placer. Entendió que ella lo sentía tanto como él.

La tumbó. Advirtió que tras esas facciones adolescentes lo miraban dos ojos de mujer, negros como el cuarto en esa medianoche de viernes. Echado encima de ella con la cabeza hacia sus pies pudo, por fin, saborear la firmeza de sus muslos. Fue subiendo sin prisa y, tan pronto sintió la humedad de unos labios engullendo lo que antes daba de coletazos bajo el algodón blanco de sus calzoncillos, decidió refugiarse en la humedad de otros. Introdujo en ella su lengua despacio, y sintió su sabor ahí donde se sienten los dulces. Ella entró en estado de éxtasis silencioso, a punto de ahogarse con su propia respiración y el asunto que traía entre dientes.

Y entonces, en medio de ese delirio oral, ocurrió algo que nunca llegó a entender, ni siquiera muchos años después, cuando ya había podido explicarse el sinsentido que estaba viviendo en ese momento; ni siquiera decenas de años después, cuando el recuerdo de esas noches sería la única llama que encendería la penumbra de una demencia senil. Nunca pudo explicarse cómo dejó que ella, suavemente y sin forcejeos, se levantara, tomara sus manos y las amarrara al respaldo de madera de la cama con unas sábanas que ardían. Años de experiencia saqueando las residencias de las familias más adineradas de Lima sin que supieran nunca quién los golpeó, y de pronto se encontraba prisionero por propia voluntad, mientras su víctima lo devoraba como a su buffet personal.

Así, amarrado de manos, entró en ella con el vigor de un toro de lidia recién iniciada la faena, mientras ahogaba aullidos de placer. Él lo notó. Hizo lo que pudo para acercarse a su oreja y le susurró jadeante:

–Lo he dormido, no va a despertar.

En su rostro de niña se dibujó una sonrisa cómplice y sus ojos de mujer se blanquearon. Bramó entonces como él nunca había oído gritar a nadie, mientras cada embate, cada choque de pieles, los acercaba lentamente al nirvana de la libido.

Cambiaron de posiciones, se entrelazaron, se montaron y se tocaron como si quisieran recordar cada centímetro del otro. Y quién sabe cuánto tiempo después, cuando ya el sudor comenzaba a evaporarse, Jairo sintió la sangre sobre irrigando cada rincón de su pene, sintió el viscoso calor de ella envolviéndolo.

Sintió que se vaciaba a chorros gigantes.

De pronto, se encontró siendo el más paupérrimo de los rateros de barrio junto a la más miserable de las putas.

Se echó a su lado sobre el edredón de plumas impregnado de fluidos y vio sus herramientas regadas en el suelo. Aún tenía la respiración propia de la faena cuando el sonido de unas sirenas lo puso en alerta.

–Mierda.

–Corre, sal por la ventana. Tú sabes qué hacer. Yo sé que hacer –le oyó decir y por fin escuchó su voz hablar.

Se vistió y saltó el balcón que daba a la calle. No le importó la señora que lo vio corriendo mientras compraba el pan. Corrió sin preocuparse mientras las sirenas del auto se oían cada vez más cerca. Corrió y nadie lo persiguió. Nadie lo persiguió aunque sentía que su olor dejaba un rastro potente, inconfundible. Por eso, que nadie lo persiguiera le extrañó. Le extrañó toda la noche afiebrada que pasó intentando recrear cada instante con Martina. Le extrañó hasta el día siguiente en que abrió el periódico y leyó el titular de una pequeña nota de policiales: “Mayordomo intenta robar la fortuna de difunto magnate pesquero”.

–Que tenga un sueño reconfortante, señorita Martina –pensó.

Y salió a buscarla.

03 junio 2013

La casa que coquetea con el mar


Crónica. 


"Si quieres saber de mi vida, vete a mirar el mar". 
Martín Adán. 


En el Malecón de Miraflores viven los ricos. Atiborran las calles con sus autos de lujo y sus sesiones de jogging. Hubo un tiempo, sin embargo, en que lo único que se oía por las noches era el ir y venir de las olas, y en el que se podía poner a rodar una pelota en medio de la pista. Una residencia, que hoy languidece a la espera de su inevitable destino, ha sido testigo de esos cambios y cuenta esas historias.


–La encontré. 

–¿Encontraste qué, cholita?

–Tu casa, la encontré.

–Hablas tonterías, estás en mi casa, claro que tienes que haberla encontrado. 


-No, Lucha. Encontré tu casa. La que tiene que ser tuya, pero de verdad.

Para la esposa de un marino, estar sola con los hijos en la ciudad deja de ser un acontecimiento extraño. El dinero toca la puerta con más frecuencia que el marido y los hijos terminan consumiendo las energías que él debería robarle. Ese domingo de verano de 1960, María Luisa Pflücker está sola en la cuadra 11 de la calle José Gálvez. Destellos de amarillo pintan las pequeñas ondulaciones del mar de Miraflores, anunciando la noche que se avecina. Ese olorcito a océano que todo lo impregna baña las calles de un vecindario apacible.

Hace 16 años que María Luisa se casó y desde entonces ha estado obsesionada con tener una casa propia. Una casa para mirar el mar y esperar a su marido marino. Una casa para poder decir esta es mía y de aquí nadie me mueve. Porque ya la han desalojado dos veces y no está dispuesta a volver a escuchar las palabras “la necesito, tienen que dejarla”. La plata bajo su colchón puede atestiguar ese ímpetu: nada de gustitos, en los últimos años todo ha ido para la casa. Y su hermana menor, la Cholis, lo sabe.

–He visto el aviso, la están mostrando ahorita. Queda a unas cuadras de acá, en el Malecón Cisneros.

–Espérate que me pongo los tacos.

–Tú siempre con eso de los tacos. Ya, ¡apúrate!

La Cholis se llama Aída, pero le dicen Cholis. O Cholita. Y vaya uno a saber por qué. Es algo que no hace sentido con el color de su piel. Pero es así. Hay cosas en la vida que uno no se explica, y que quizás se terminan explicando solas más de medio siglo después. Como una casa que se vende de urgencia un domingo de verano. Al final, puede que sea un buen mote para una hermanita: la Cholis.

Con tacos y falda salen a una calle sin carros, en una noche callada. Miraflores es un barrio balneario en el que con suerte pasa un carro cada hora y donde los chicos juegan interminables partidos de fútbol sobre la pista. Bajo sus acantilados se extiende la gran masa de agua salada, separada de estos solo por pocos metros de una playa de piedras a la que los chicos bajan por quebradas naturales. Ahí se bañan y corren tabla. En José Gálvez hay un corralón donde duermen unos pescadores. Todas las mañanas cargan sus lanchas hasta la playa y salen a buscar el pescado. Un muro de apenas un metro separa la calle del inicio del barranco, que es un muladar de tierra y basura en medio del cual dormitan un hombre y su vaca en una covacha. 


Una vaca en el Malecón de Miraflores.

La casa mira al mar y el mar la mira a ella. Está a la espalda del segundo óvalo de la avenida José Pardo, entre dos casas igual de cándidas e ingenuas. Tiene una fachada de un plomo suave con acabados en madera y una cerca con una puertecita que envuelve su pequeño jardín delantero. “Quedé encantada con la casa desde la primera vez”, me contaría cincuenta y tres años después María Luisa Pflücker en el balcón techado de la casa en donde aún se sienta a mirar el mar en el que alguna vez navegó su marido marino, que ya no está. Y ahí también me diría: “Como Mañuco –su marido– no estaba, decidí comprarla yo. ¿A quién iba a consultar? Dije, la compro y él llegará acá pues, se fregó.”

La casa había sido alumbrada por un señor de nombre Adolfo Carozo, no más de diez años atrás. Este, sin embargo, pronto decidió desprenderse de ella y se la vendió a un sueco de apellido Haring, gerente de la empresa Electrolux. Haring, el hombre que ese día ofrece la casa de urgencia, les dice que tiene que partir a Cajamarca, en donde planea dedicarse a la agricultura. Pero, en realidad -y de esto se enterarían poco tiempo después-, el sueco ha decidido escuchar una advertencia que le ha dado su embajada: váyanse, se viene el comunismo al Perú.

El reciente triunfo de la Revolución Cubana, las pequeñas guerrillas que ya empezaban a concebirse en los círculos de intelectuales del país y la aparición de un joven político arquitecto al que le habián lanzado una manguera en su mitin de presentación, de apellidos Belaúnde y Terry, eran para los moderados suecos demasiados signos de que se aproximaba una marea roja al país. Hoy estas amenazas suenan ridículas frente a todo lo que pasó después, pero aquel día el sueco está apurado y tiene que vender. Rápido. “Si me pagan al contado se las vendo ahora mismo”, anuncia en un español masticado. Son cuatrocientos mil soles y María Luisa ha ido sin dinero, así que tiene que separar la casa con cincuenta soles que su hermana Cholis le presta. Al día siguiente corre a cancelar los primeros cien mil –la mitad de sus ahorros– y en los siguientes días cumple con el resto, pidiendo un préstamo e hipotecando la vivienda. Como viven cerca de la nueva casa, cada hijo carga con sus cosas. Lo más pesado lo suben a un camión de la Marina. Todo queda en familia. 



*****

Era julio de 1962 y se terminaba la convivencia del APRA con el gobierno de Prado. Víctor Raúl Haya de la Torre decidía dar su apoyo al partido de uno de los más férreos represores del aprismo, Manuel Odría, entendiendo que los militares no permitirían que él fuera elegido presidente. Los militares, sin embargo, no parecían querer saber nada del partido de la estrella, ni en el poder ni en alianza con este, y resolvían acusar de fraudulento el proceso electoral y dar el primer golpe militar institucional de la historia del Perú el 18 de aquél mes. En un pasadizo abierto en el segundo piso de la casa del 1340 del Malecón Cisneros, el mayor de los hijos de María Luisa Pflücker, de dieciocho años, cavila sobre la hipocresía del aprismo y los peligros del golpe militar, mientras ve ondular las ramas de los árboles del fondo del jardín. Es un hombre de izquierdas al igual que su madre y su padre, y lo seguirá siendo el resto de su vida. 

La espalda de la vivienda –que tiene una forma, digamos, trapezoidal– da a la calle de atrás, lo que la provee de dos entradas separadas. El muro posterior tiene la altura de un ser humano espigado, pero ningún tipo de protección por encima. Los cinco hijos de María Luisa lo saltan para entrar a la casa cuando no quieren que sus padres se enteren que andan llegando tarde. La vecina chismosa de la calle de enfrente, sin embargo, suele llamar a avisarle a María Luisa, a quien nunca ha conocido en persona, que algún hombre acaba de entrar furtivamente a su domicilio. Nunca cercarían la casa con rejas o alambrado. “Es una falsa seguridad que se dan los ricos”, diría su hijo de izquierdas años después, “además, ¿acá qué nos van a robar?”.

Pero ahora ese hijo mira por encima del muro, más allá del gran jardín en el que juega una perra igualita a Lassie, la de la película. De hecho, lleva ese nombre. Miraflores está llena de residencias parecidas a la suya, junto a modernos chalets construidos luego del terremoto del cuarenta. El sol ya empieza a brillar en ese día de golpe militar cuando el hijo se percata de la presencia de personas extrañas en la calle. No es difícil reconocer a los ajenos a ese barrio donde viven, entre otros, los García Miró que luego serían dueños del diario Expreso y los hijos del general ex presidente Oscar R. Benavides. Ellos no son de ahí, son militares que, camuflados, se han empezado a aglomerar cerca de una de las casas con vista al mar. Entran a ella y salen con un hombre. Es el presidente del Jurado Nacional de Elecciones al que la nueva junta militar acusa de haber fraguado los comicios. Se apellida Bustamante y Corzo. No lo tratan bien. El hijo divisa unos tanques que avanzan unas cuadras más allá sobre las suaves pistas de Miraflores, lentos, marciales, y regresa a sus cavilaciones. Recuerda que estaba meditando sobre las desventajas de una junta militar.

El pequeño despliegue bélico que vio el hijo de María Luisa Pflücker fue sin dudas un acontecimiento en la zona, pero no se compara con las guarniciones que se acantonaron allí para defender Lima de los invasores chilenos en 1881. En una Guerra del Pacífico prácticamente perdida, Miraflores fue el último bastión de defensa de la capital. El 15 de enero, alrededor de 6000 personas de todas las edades y clases sociales (hubo banqueros, entre ellos Guillermo Schell el primer alcalde, políticos, intelectuales y niños) se apostaron en cuatro reductos dispuestos a morir por una patria que no querían ver en manos enemigas. Caída la noche y con la derrota de las tropas peruanas, muchos vecinos se atrincheraron en sus quintas y viviendas, armando barricadas improvisadas para hostigar el paso de los chilenos.

Aquellos miraflorinos tenían un extraño espíritu militar, heredado quizás de generaciones de residentes aún más antiguas. Durante la colonia, las tierras limeñas fueron repartidas a conquistadores y órdenes religiosas. Gran parte de la zona de Miraflores cayó en manos de la orden militar de La Merced, devota del arcángel San Miguel, quien “con la espada flamígera expulsó a Lucifer del Cielo y a Adán y Eva del Paraíso”. Los milicianos mercedarios nombraron al lugar San Miguel de Miraflores, evocando a la Cartuja de Miraflores, un complejo conventual edificado cerca de la ciudad de Burgos, en España. Y, como dicta la historia de la Lima que conocemos hoy, poco a poco fueron vendiendo y urbanizando el terreno, pues resultada simpático para quienes querían vivir frente al mar.














*****

–Le he preguntado por el pasaporte del capitán, señora, no por el suyo –dice la voz al otro lado del teléfono de dial.

–¡Por qué quieren su pasaporte si yo firmé primero! ¡En todo caso depórtenme a mí! –grita María Luisa Pflücker.

–No señora, al único que tenemos la orden de deportar es a su esposo…

–¡No! ¡No! ¡No! –María Luisa está exaltada. Tiene los ojos muy abiertos y las cejas muy arqueadas.

–Señora, por favor… –la voz al otro lado del auricular empieza a cansarse.

–¡Por favor nada! ¡Nos van a dejar solos! ¡Ya le dije que yo firmé antes! ¡Depórtenme a mí!

El tenor de la conversación se mantiene así unos minutos. De pronto, el hombre se harta.

–¡Bueno, señora, perfecto, se acaba de ganar la deportación! Mande usted su pasaporte que también se va a Panamá. Hasta luego.

El teléfono emite un ruido monótono. Ya no hay nadie al otro lado del auricular. Los vitrales de la puerta principal reflejan escasos y distorsionados rayos de luz sobre el piso frío de losetas mostaza con negro. A ambos lados del hall de ingreso se abren dos arcos romanos que dan paso al resto de la casa. Hacia la izquierda se anuncian la sala y el comedor, mientras que hacia la derecha hay una escalera de peldaños de madera con un barandal sobre el que los hijos suelen deslizarse en vez de caminar. Debajo de esta hay un baño austero y al costado está la mesa del teléfono de dial, donde María Luisa acaba de enterarse que se va a Panamá con su esposo sin pasaje de regreso. En el jardín de afuera, las hojas de un árbol de súchil joven revolotean al viento. Es fruto de una rama que fue víctima de un certero pelotazo en el jardín de adentro y que ahora adorna la fachada de la casa, ya entrada en años.

María Luisa Pflücker y su esposo marino y capitán fueron deportados a Panamá en enero de 1977. Junto a ellos viajaron otros altos cargos militares, todos solos. La única esposa que viajó con su marido fue ella. Se fue siguiendo a su amor y dejó a la casa mirando a su mar.

Lo que ocurrió fue que el general de derechas Francisco Morales Bermudez había derrocado al Gobierno Revolucionario de Velasco, con la intención de iniciar la larga transición hacia la democracia. En 1977, sin embargo, con nueve años de dictadura militar –de derechas o de izquierdas, pero dictadura al fin– María Luisa Pflücker, su esposo marino y su hijo mayor decidieron firmar el pronunciamiento fundacional del Partido Socialista Revolucionario (PSR). Suena paradójico tomando en cuenta los vaticinios de la embajada sueca, pero María Luisa y gran parte de su familia fueron siempre de izquierda. Antes habían estado en la Democracia Cristiana. Alguien le dijo a Morales Bermudez que no debía permitir que los mandos del ejército se mostraran afines a ese tipo de ideologías, que sería peligroso, y Morales Bermudez los mandó sacar.

Pero María Luisa no entendió por qué solo veían a su esposo como un peligro para el régimen. Quizás ella también quería sentirse peligrosa. Siempre quiso estar presente. Cuando por primera vez se realizaron elecciones municipales a mediados del sesenta (antes los alcaldes eran elegidos a dedo), se presentó como regidora por la Democracia Cristiana y su candidato ganó. En esa gestión, fue ella quien impulsó la expropiación de los terrenos de los acantilados, aún de tierra, para que los dueños no pudieran construir edificios y malograr la vista de los vecinos. Además, hizo el primer parque.

Luego de la DC y el PSR, y luego también de su periplo en el extranjero, María Luisa se adscribió al movimiento Izquierda Unida, que agrupaba a todos los partidos de izquierda que, tal cual Iglesias protestantes, habían proliferado sin pausa en los años previos. Y mientras no tuvieron un local, su centro de reuniones fue el 1340 del Malecón Cisneros. Por las puertas de la casa transitaron varios pesos pesados de la izquierda de la época desde el ‘frijolito’ Barrantes hasta Marcial Rubio. Un Javier Diez Canseco de pelo oscuro y lentes de sol, un Henry Pease sin bastón y una Susana Villarán sin las preocupaciones que demanda la alcaldía. César Zamalloa, Javier Iguíñiz, Jorge Benavides, Enrique Bernales, Santiago Pedraglio. La lista es larga. La señora Pflücker prestaba la casa con alegría. El sueco habría quedado horrorizado

Sesionaban en el comedor principal, un espacio amplio que da al jardín posterior con un gran arco que lo separa de la sala, donde una chimenea se yergue silente bajo la elegante maqueta de un barco. Ahí discutían sobre socialismo, sobre las necesidades de un Perú en crisis. En el jardín realizaban la actividad proselitista: carteles, volantes, reuniones, etc. La casa siempre albergó visitantes, universitarios, políticos, surfistas y familiares. Incluso, varios exiliados de la izquierda latinoamericana encontraron en ella morada momentánea.















*****

El haz de luz acaricia las paredes del segundo piso, casi imperceptible, justo cuando el llanto del niño ha empezado a calmarse. Manuel Benza, esposo de María Luisa Pflücker, ha estado paseando a su nieto en medio de la noche para que deje de llorar. El ruido de los pasos aún se camufla entre los cientos de sonidos que pululan en una casa vieja. Están en el salón del segundo piso, un área común rodeada por los cinco cuartos de la casa. Hay un televisor enorme que ocupa su propio mueble, y un estante que se recuesta sobre toda una pared lleno de enciclopedias viejas, retratos de familiares, manuales y diarios de navegación. A su lado, la puerta de entrada a un cuarto exhibe un letrero negro ilegible en la penumbra. ‘Estudio del Capitán’, dice. Su estudio. Más allá se divisa la tenue luz que entra por las ventanas del balcón techado que mira al mar.

Pero otro destello llama su atención. Es el haz de una linterna. Alguien está subiendo por las escaleras. Él deja al niño a un lado y se pone en alerta. Los peldaños de la escalera crujen con los pasos del intruso. Son los peldaños de una casa antigua, de una casa que aún en esos tiempos convulsionados se ufana de no pretender una falsa seguridad, que aún conversa cara a cara con el mar con un murito de cincuenta centímetros que abraza un pequeño jardín, y que anda con la espalda descubierta.

La cabeza del ladrón aparece en el descanso de la escalera y se ilumina con la luz que atraviesa unas pequeñas ventanitas un poco más arriba. El capitán Benza lo ve y prepara el golpe. El ladrón tiene una plancha en la mano y se la lanza. Él la esquiva y le encesta un derechazo en la cara, un derechazo de un marido marino. El ladrón rueda escaleras abajo. A penas se recupera del golpe, huye por la puerta principal. El ruido despierta a María Luisa Pflücker. Ambos bajan a la carrera. En el hall de entrada yacen, enrolladas, todas las alfombras de la casa y a algunos muebles, listos para ser cargados en el vehículo que ahora se pierde a toda velocidad al doblar la esquina.

Aquella fue una de las dos únicas veces que alguien entró a robar al 1340 del Malecón Cisneros. En la otra robaron algunos utensilios de plata. Pero a la casa nunca la cercaron. Incluso la puerta –que por ser de madera cada verano se hinchaba con el calor y cada invierno volvía a adelgazar– nunca tuvo una tranca. El Malecón de Miraflores no es zona realmente peligrosa. Por eso, quizás, y por la hermosa vista que se desarrolló con la multiplicación de los jardines en las laderas elevadas de los acantilados, las empresas inmobiliarias decidieron convertirla en un mosaico de edificios.

El edificio de la derecha se construyó temprano. Uno de los hijos de María Luisa recuerda que una noche de invierno, uno de sus inquilinos, algo borracho, decidió hacer rappel hacia su departamento desde la azotea. Se había olvidado la llave adentro. Cuenta que empezó a bajar por una manguera hacia el penúltimo piso cuando algo lo hizo soltarse. Cayó en picada y fue a parar a la reja de púas de la entrada. “Quedó como anticucho”. Quizás esa sea una buena razón para nunca haber enrejado la casa.

El edificio de la izquierda llegó ya en los noventas, junto con el resto y junto a la primera oferta de compra para María Luisa Pflücker. La inmobiliaria quería hacer un proyecto más grande que incluyera la casa de al lado y la del 1340, la que mira al mar y a la que el mar mira. Eran trescientos mil dólares. María Luisa y su esposo se negaron. El edificio se tuvo que construir en un solo terreno y la casa quedó encajonada, encasillada entre dos enormes moles de concreto a los lados y varias por detrás. Solo recibe luz por delante al ponerse el sol. El jardín es un crisol de sombras. Desde que se construyó el segundo edificio, las ofertas siguieron llegando cada mes. Sin falta. Un día alguien le dijo a María Luisa que su casa estaba desapareciendo en el paisaje y que debía pintarla de los colores más chillones que encontrase. Qué más daba. Ella, con el afán de ser visible que la llevó hasta Panamá, escogió el amarillo duro y el azul para los acabados de madera.

En el barrio ya no se puede jugar fútbol en la pista y lo que se escucha en las noches ya no es solo el ir y venir de las olas. La densidad poblacional ha aumentado exponencialmente. “Uno ya no conoce a nadie, eso es lo que más me molesta de los edificios”, comenta María Luisa Pflücker. Han derribado el muro que separaba la calle del acantilado y han construido una ciclovía. Carros de lujo hacen sonar sus escapes cada tanto y, curiosamente, buses de techo abierto con turistas pasan en frente de la casa –ahora amarilla, con acabados azules y tejas rojas– y le toman fotos. Cientos de personas corren todos los días por el malecón, ruedan por las laderas de pasto, se echan a dormir o a besarse. La casa de colores estridentes está descuidada. Es una señora que todavía sueña con enamorar al inmenso mar, pero que solo brilla con gruesas capas de maquillaje. El árbol de súchil ha crecido a su antojo y la pintura amarilla ya empieza a ensuciarse. La 1340 del Malecón Cisnero, sin embargo, sigue ahí, como testigo silencioso de la transformación que la rodea.



*****

La hoja de papel sigue en blanco. Es la segunda vez que lo intenta. Blanco vacío. Casi como su cabeza en este momento. Ha respondido las diez preguntas de matemáticas en un tiempo récord. Las series fueron sumamente fáciles para ella, también las de memoria. Pero la hoja está allí, esperando su dibujo, y ella sabe que no lo va a poder hacer.

–A ver, mire, puede hacerlo así –le dice el doctor, un geriatra, y dibuja un modelo del reloj con la hora que le ha pedido a ella que dibuje.

Pero su hoja aún sigue en blanco.

Lo intenta y no le sale. Cuando termina de colocar las horas aún le queda un cuarto de círculo por llenar en el reloj. Imposible.

María Luisa Pflücker está sentada en el balcón con vista al mar del segundo piso de su casa en el Malecón Cisneros 1340, el lugar en el que pasa la mayor parte de su vida desde hace un tiempo. Casi no se mueve de ese cuadrado en toda la tarde. Mira el mar. El mar la mira a ella. Su marido marino murió hace siete años. El médico ha ido a hacerle el test para poder firmar su Certificado de Salud, un documento que acredita que una persona anciana puede tomar decisiones sobre su patrimonio. Ella bordea los 93 años. Ha decidido finalmente vender la casa.

“Siempre dije que de acá yo salía en cajón. ¡Imagínate, todo lo que hicimos para comprarla, todo lo que hemos vivido acá! Pero ya ves”, exclama con un gesto de resignación. Finalmente la convencieron. Las ofertas ya no podían esperar más. Los herederos tampoco. 

El boom inmobiliario de Lima ha sido particularmente fuerte en los distritos de San Isidro, La Molina, Surco, San Borja y Miraflores, a los que el sector inmobiliario ha denominado ‘Lima Top’. De junio del 2006 a junio del 2012, el precio del metro cuadrado en Miraflores se disparó de $500 a $1930. Se cuadruplicó. Imagínese lector, cuánto puede haber variado aquella oferta hecha en los noventa. Un edificio se construirá en el terreno de seiscientos metros cuadrados. A María Luisa le darán un departamento en el segundo piso, a la misma altura a la que hoy pasa sus días y sus tardes. El doctor la mira pensativo. “Está bien”, dice con empatía “ha aprobado”.

Dentro de la casa, el contenido de los muebles ya empezó a vaciarse y embalarse para ser llevado al departamento provisional que le pagará la inmobiliaria hasta que lleve a cabo el proyecto. Pero los muebles más grandes siguen allí. Junto a los ambientes de la casa, parecen contarte cosas. En un mundo que cambia vertiginosamente, ellos están ahí desde siempre para decirte que puedes estar tranquilo, que no todo es tan efímero. Las cosas, en algún momento, no se concibieron para tirarse a los tres meses.

En ellos puedes ver las imágenes de los políticos discutiendo airadamente en la mesa del comedor, con los brazos arriba y los cigarros encendidos. Más allá, a los estudiantes de la Universidad Nacional de Ingeniería o de la Católica, amigos de los hijos, preparándose para un examen y cocinándose una merienda a la mitad de la madrugada. En el garaje, a los surfistas amigos de la familia recogiendo sus tablas para bajar la quebrada de tierra hacia la playa de piedras, que hoy es mucho más larga y tiene seis carriles para autos. Le llaman Costa Verde. Y así, a los dos padres y sus cinco hijos reunidos en Navidad frente al fuego de la chimenea. O la familia conversando en la sala de estar. En el despacho del capitán aún se ven los viejos diarios de anotaciones que reseñan las órdenes del día y a escasos metros está el pasadizo abierto donde se entremezclan el jardín y los primos corriendo tras una pelota. El polvo lo cubre casi todo. Es muy difícil mantener limpia una casa tan grande en la que solo vive una señora mayor. Pero debajo de esa capa de mugre, los muebles y los ambientes aún muestran esas historias. Parecen susurrártelas al oído. 

Hace unos años, la revista de crónicas Etiqueta Negra le hizo un reportaje a la casa que tituló: “La Última Residencia del Malecón”. “¡Pero no es la última! Hay dos más”, se quejó siempre doña María Luisa Pflücker. Es verdad, todavía quedan otras dos casas en ese malecón de Miraflores, pero ninguna mira al mar, ni el mar las ve a ellas. No se le muestran, no lo engalanan. Están cercadas con muros altos, y alejadas de la calle y sus autos de lujo y sus deportistas improvisados. Ninguna alcanzó esa relación con el Pacífico, esa relación de eternidad, como la de un marido marino y su esposa, que se ven y se sienten a gusto uno con el otro, solo estando ahí.