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28 junio 2013

La habitación de la heredera


Cuento corto.



Bajo el adolescente bochorno del edredón con plumas, lo único que se movía en ese cuarto eran los dos bultos en su pecho, al compás de una respiración delicada que lo bañaba todo de un olor bermejo, granate. Inmóvil, alumbrada por el delgado haz de luz que se colaba entre las persianas, su cara parecía la de una niña. Su labio superior resplandecía como inyectado en sangre bajo una cobertura delgada de cortezas escamosas. Jairo se paró a su lado y acarició con la yema de un dedo el edredón, desde su abdomen hasta sus muslos. La textura suave del cubrecama no disimuló la firmeza pueril que yacía escondida y que elevó ligeramente sus pulsaciones. No entendía en qué momento había perdido la cabeza. Desde el corredor principal de la residencia ya había sentido la nervadura en sus manos, una sensibilidad más aguda de lo normal. Pero al entrar al cuarto, ese escozor le había remecido la parte alta de la nuca como una leve descarga eléctrica que se fue extendiendo como un riachuelo de placer hacia sus extremidades superiores, perdiéndose en sus bellos erizados.

Se consideraba sumamente competente en lo que hacía, tanto que cada cierto tiempo se daba unos meses de relajo en los que se avocaba a investigar métodos más rápidos y artimañas más eficientes. Robar era para él un arte, la combinación del metodismo y la inventiva con una fina dosis de precisión, demasiado subvalorado para su gusto. Hasta sentía cierto desprecio por los ladronzuelos improvisados cuando los veía en las noticias policiales, rumiando la vergüenza de caer en las manos de una autoridad incompetente. Por eso y como siempre lo hacía, esta vez se había encargado de no dejar ningún hilo fuera de la madeja. Invirtió meses en el trabajo de reglaje, zambulléndose entre pilas interminables de documentos e información, completando cuadros con los movimientos precisos de los ocupantes de la casa, estudiando sus planos y sus sistemas de vigilancia.

De ahí descubrió que los primeros viernes de cada mes, la memoria de las cámaras de video se formateaba automáticamente, lo que le daba una ventana de treinta minutos a la medianoche para entrar y salir sin ser advertido por ellas. La reja trasera de la casa era rudimentaria y, con su pericia, abrir el candado le tomó unos pocos segundos. En la residencia miraflorina vivían solo dos personas desde la muerte del patriarca de la familia y multimillonario magnate de la harina de pescado, Francisco Perkovic: su hija y su mayordomo. Este, entrado en años y embutido de unas maneras monárquicas innecesarias, se metía en la cama apenas daban las nueve de la noche, luego de pronunciar las mismas palabras en tono ceremonioso: “que tenga un sueño reconfortante, señorita Martina”.

El cuarto de Martina Perkovic tenía un balcón que daba a la calle y estaba lejos del área de servicio, pero para él no fue ninguna molestia –quizás, incluso, fue una satisfacción– escamotearse hasta la habitación del mayordomo y rociarlo con un somnífero potente. Para Jairo no había precaución innecesaria y la seguridad era, más que un alivio, un fetiche.

Fue luego de dejar el camino de piedras que conduce hacia la parte principal de la casa que empezaron los estremecimientos. El olor se hizo más fuerte al levantar la tranca de la puerta, causándole una sensación de placer que casi le hizo soltar el fierro helado. Ahora estaba parado frente a un cuerpo inmóvil que lo hipnotizaba, aun debajo de la colcha caliente. El objetivo de su incursión se hallaba solo unos pasos por detrás: la bóveda que ya sabía cómo forzar silenciosamente y que tenía los lingotes de oro macizo en los que el Perkovic había transformado todo su dinero en uno de los últimos delirios de un vejete que creía saber de economía pero solo sabía de oportunismo. Se había acercado a la cama de Martina Perkovic para aplicarle el somnífero y terminar el trabajo, pero no pudo evitar deslizar ese dedo y sentir esa firmeza empapada en feromonas.

Tenía amantes ocasionales, mujeres que se entregaban a él con gran esmero, buscando ser recompensadas con algo de la gran fortuna que su oficio le proveía. Él sabía ser generoso en sus premios, sin dejar esa exigencia que determinaba su vida. Le sacaba el jugo a cada relación sexual, pero procuraba no repetir acompañante por periodos largos. Y es que se embebía tanto de ellas que luego las consideraba sosas en la cama. Nunca había tenido esas turbaciones ante la sola cercanía de alguien.

Se volteó para dejar de inhalar el olor que podría haber respirado en pequeñas dosis el resto de su vida. Guardó el frasco y decidió comenzar con el trabajo en el armatoste metálico. Empezó a regar sus herramientas sobre la alfombra de lana, colocándolas en el orden en que debía usarlas según la proximidad que tendrían con él. Era un trabajo quirúrgico.

Fue cuando dejó acomodado el último cordón que sintió los cuatro dedos sobre su cadera. Eran cuatro, los contó. Eran densos y delicados a la vez. Estaban fríos. Se deslizaron suavemente por la V que formaban los músculos trabajados de su cadera y, poco a poco, se posaron en el carril de entrada a su pantalón. Notó que la otra mano acariciaba su vientre mientras le levantaba el polo y, en el último resquicio de autocontrol que tendría aquella noche, volteó para verla. En ese momento lo embriagó el olor rojo intenso, los labios laminados, los enormes ojos de pestañas arqueadas; sintió el calor del edredón manar de ese cuerpo de manos frías, bajo el camisón diáfano de tul. La besó.

La besó como se besa por última vez. Apretó sus nalgas hasta hundir en ellas las marcas de unas uñas pulcramente cortadas. Sus labios encajaron a cada beso como dos tuercas de un reloj, guardando para ellos hasta la última gota de saliva en ese nuevo crisol de estímulos. Besó su cuello, los surcos de su pecho, sus senos de pezones imperturbables. Y una a una, las prendas fueron cediendo al arrebato de la medianoche. Bajo un delgado haz de luz sobre el edredón de plumas, sintió su cintura curvarse de placer. Entendió que ella lo sentía tanto como él.

La tumbó. Advirtió que tras esas facciones adolescentes lo miraban dos ojos de mujer, negros como el cuarto en esa medianoche de viernes. Echado encima de ella con la cabeza hacia sus pies pudo, por fin, saborear la firmeza de sus muslos. Fue subiendo sin prisa y, tan pronto sintió la humedad de unos labios engullendo lo que antes daba de coletazos bajo el algodón blanco de sus calzoncillos, decidió refugiarse en la humedad de otros. Introdujo en ella su lengua despacio, y sintió su sabor ahí donde se sienten los dulces. Ella entró en estado de éxtasis silencioso, a punto de ahogarse con su propia respiración y el asunto que traía entre dientes.

Y entonces, en medio de ese delirio oral, ocurrió algo que nunca llegó a entender, ni siquiera muchos años después, cuando ya había podido explicarse el sinsentido que estaba viviendo en ese momento; ni siquiera decenas de años después, cuando el recuerdo de esas noches sería la única llama que encendería la penumbra de una demencia senil. Nunca pudo explicarse cómo dejó que ella, suavemente y sin forcejeos, se levantara, tomara sus manos y las amarrara al respaldo de madera de la cama con unas sábanas que ardían. Años de experiencia saqueando las residencias de las familias más adineradas de Lima sin que supieran nunca quién los golpeó, y de pronto se encontraba prisionero por propia voluntad, mientras su víctima lo devoraba como a su buffet personal.

Así, amarrado de manos, entró en ella con el vigor de un toro de lidia recién iniciada la faena, mientras ahogaba aullidos de placer. Él lo notó. Hizo lo que pudo para acercarse a su oreja y le susurró jadeante:

–Lo he dormido, no va a despertar.

En su rostro de niña se dibujó una sonrisa cómplice y sus ojos de mujer se blanquearon. Bramó entonces como él nunca había oído gritar a nadie, mientras cada embate, cada choque de pieles, los acercaba lentamente al nirvana de la libido.

Cambiaron de posiciones, se entrelazaron, se montaron y se tocaron como si quisieran recordar cada centímetro del otro. Y quién sabe cuánto tiempo después, cuando ya el sudor comenzaba a evaporarse, Jairo sintió la sangre sobre irrigando cada rincón de su pene, sintió el viscoso calor de ella envolviéndolo.

Sintió que se vaciaba a chorros gigantes.

De pronto, se encontró siendo el más paupérrimo de los rateros de barrio junto a la más miserable de las putas.

Se echó a su lado sobre el edredón de plumas impregnado de fluidos y vio sus herramientas regadas en el suelo. Aún tenía la respiración propia de la faena cuando el sonido de unas sirenas lo puso en alerta.

–Mierda.

–Corre, sal por la ventana. Tú sabes qué hacer. Yo sé que hacer –le oyó decir y por fin escuchó su voz hablar.

Se vistió y saltó el balcón que daba a la calle. No le importó la señora que lo vio corriendo mientras compraba el pan. Corrió sin preocuparse mientras las sirenas del auto se oían cada vez más cerca. Corrió y nadie lo persiguió. Nadie lo persiguió aunque sentía que su olor dejaba un rastro potente, inconfundible. Por eso, que nadie lo persiguiera le extrañó. Le extrañó toda la noche afiebrada que pasó intentando recrear cada instante con Martina. Le extrañó hasta el día siguiente en que abrió el periódico y leyó el titular de una pequeña nota de policiales: “Mayordomo intenta robar la fortuna de difunto magnate pesquero”.

–Que tenga un sueño reconfortante, señorita Martina –pensó.

Y salió a buscarla.

1 comentario:

  1. Inedito Benza, simplemente una de las mejores historias que he leido, aunque da para mas que solo unos parrafos.

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