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27 enero 2016

Clímaco Basombrío: Más vale tarde que nunca

Crónica. 


Han pasado 14 años de los 20 a los que Clímaco Basombrío fue condenado por destrozar a martillazos el cráneo de una adolescente y dejar en coma a una empleada del hogar. Cuando se conocieron los hechos, el país quedó asombrado por la brutalidad de un crimen que parecía haberse cometido en el estrato social equivocado. ¿Por qué se convirtió en asesino un chico que había decidido acompañar todos los domingos el cuerpo de Cristo hasta el altar?


Clímaco, gente como tú no se olvida. Lo sabe ya Ida Merino Alburqueque, la empleada cuyos sesos yacen regados por el suelo del departamento de la familia Brenes Hague, en un edificio de Surco. Y está a punto de saberlo Alexandra Brenes, de 16 años, que baja las escaleras iluminada por los últimos rayos de sol de esa tarde de sábado. El martillo, aún caliente, lo tiene él escondido debajo del polo. Ha intentado enjuagarse, pero los chorros de sangre de la cabeza de Ida salpicaron por todos lados, ensuciándolo sin remedio.

¿Qué pasó? de fondo suenan los acordes de una canción de rock tocada en la azotea.

Nada. La empleada se cayó de las escaleras. 

¿Ida? grita ella. La música se intensifica ¿Ida?

Alexandra, no pasa nada…

¡Sebastián! se desespera ¡Sebastián!

El primer martillazo le cae sobre la nuca. Después, varios golpes de puño en la boca para que se calle. Las notas se encienden en el piso de arriba. El martillo se hunde en el cráneo de Alexandra. Gritos, rock. Algo quema en su interior. 
La arrastra hasta la habitación mientras le sigue dando de martillazos. Allí la cubre con una almohada y sus gritos se ahogan. Sólo se oye el ritmo frenético de la música. El martillo sube y baja; quiebra. Diez, veinte, treinta, cuarenta. Cuarenta y cuatro martillazos. Los huesos de la cabeza de Alexandra se mezclan con su masa encefálica. Convulsiona. Él la ve y no hace nada. No siente nada. 

Lo único que le importa es que ella ahora también lo sabe. Y lo sabrán pronto Sebastián Brenes y Carlos Lescano. Lo sabrán todos. Como lo supo aquel visionario compañero suyo hace sólo un año, cuando terminó de escribirle la reseña para el anuario de la promoción LVIII del Colegio Santa María. Ese chico no eligió desearle suerte, ni decirle que le iba a ir bien en la vida. Tampoco quiso poner que lo iba a extrañar. No. En cambio, eligió siete palabras inocentemente premonitorias: Clímaco, gente como tú no se olvida.


***

Matar es romper un tabú. Todos los asesinos del mundo comparten esa sustancia; fueron capaces de cruzar esa línea. Pero aún entre homicidas, el dinero separa y define. Por ejemplo, ningún medio publicó el nombre del colegio que Alexander Manuel Pérez Gutiérrez, alias ‘Gringasho’, tuvo que dejar a los 15 años para ser internado en un centro de rehabilitación de menores en Trujillo. La historia de Gringasho era la de un adolescente sin dinero que mata para conseguirlo. Una historia coherente. La de Clímaco, en cambio, era la encarnación morbosa de la ironía. Los ricos también matan. Una sátira que el Trome retrató a toda portada: ‘Pituco revienta Natacha’.

Tras el asesinato del 7 de julio del 2001, de Clímaco Basombrío se supo dos cosas: que el instrumento que usó para destrozar a sus víctimas fue un martillo y que acababa de egresar de un colegio de gente con dinero. En el corazón de Chacarilla del Estanque, el Colegio Santa María Marianistas ocupa 20 hectáreas de terreno arbolado entre la Avenida La Floresta y el Centro Comercial Caminos del Inca: grandes extensiones de verde interrumpidas por pabellones de aulas multimedia, canchas deportivas de medidas oficiales, laboratorios, coliseo, auditorio y una piscina semiolímpica. S/.1,800 soles de pensión mensual a la fecha. Todos los que han estudiado en sus aulas son hombres. Clímaco fue 
por ocho años uno de ellos. Ocho, porque repitió cuarto de media. 

Había crecido en una casa de 1,200 metros cuadrados en el corazón de San Isidro. Su padre, el ‘Gordo’ Basombrío, había sido el ídolo de su infancia. Juan Clímaco se llamaba, igual que él. Pero un día, cuando tenía 11 años, ataviado en su camisita blanca y su short negro de primaria, el pequeño Clímaco se enteró que su viejo se había muerto de un infarto. Y desde entonces todo cambió en su casa, empezando por la situación económica de la familia. Él, sin embargo, se siguió apellidando Basombrío Pendavis, en un círculo en el que los apellidos
todavía hacen que algunas cosas sean más fáciles. 

Por asesinar a una chica de 16 años y dejar en coma a una empleada del hogar, Clímaco fue condenado a pasar 20 años en Lurigancho, un penal-ciudad: sobrepoblado, hacinado, mugriento y sin ley. Un lugar para asesinos pobres, no para él. Pero resultó que 
como ocurría afuera en Lurigancho el dinero y la fuerza significaban comodidad y protección. Y los apellidos, al menos, le aseguraban dinero. 

En un reportaje de Caretas realizado 12 días después del crimen, Clímaco aparece alojado en el sector de Mantenimiento de la cárcel, esperando su juicio bajo el manto protector del ‘taita’ del pabellón 15, Miguel de Osma Berckemeyer. Lo importante de ‘Miguelón’ no era que estaba ahí por asesinar a su vecino de la Encantada de Villa, Juan Succar Hampton, sino que se apellidaba De Osma y Berckemeyer. Y que, por ende, tenía ambos: fuerza y dinero. Sobre todo lo segundo. Según fuentes de Caretas, almorzaba todos los días con el alcaide y financiaba obras como el resembrado de los jardines de la entrada del penal.

Solidaridad de clase: Juan Clímaco Basombrío Pendavis compartía habitación con Miguel de Osma Berckemeyer. Del Colegio Santa María al Penal de Lurigancho 
debe haber pensado, en todos lados hay gente de nivel. Un profesor contaría 14 años después, casi susurrando, que el colegio se encargó de pagar cupos para la protección de Clímaco dentro de la prisión en los años que siguieron. 


***

A Clímaco se le murió papá de un infarto a los 11 años. Duro, difícil. Un evento, sin dudas, traumático. En el colegio le llamarían una prueba de dios. Allí a dios se lo inocula por los poros. Y cuando no es dios, es la Virgen María, la imagen predilecta de la congregación Marianista. Misas por todo; de lunes, de viernes, de celebración, de congoja, de apertura y de cierre. Clímaco buscó en la religión las respuestas a un evento fortuito y terminó convirtiendo a Eduardo Rodríguez, el capellán del colegio, en su confesor. La figura paterna que le faltó durante años. Cuando Rodríguez se enteró de los 44 martillazos de su alumno, sufrió un infarto que lo mandó al hospital. Justo igual que papá. El cura no murió, pero padeció un severo cuadro de depresión por largo tiempo.

Clímaco estuvo metido de lleno en la actividad pastoral del Santa María. Era misionero, catequista y acólito. Llevaba ayuda a los niños pobres de la selva, consejería espiritual a los futuros confirmados y acompañaba de cerca al cuerpo de Cristo durante las celebraciones religiosas. Incluso fue parte de la comitiva peruana que viajó a Roma para la beatificación de Guillermo José Chaminade, el fundador de la congregación Marianista. Era lo que cualquier redactor holgazán describiría como ‘el chico bien’ que fue poseído por el demonio.

Y es que esa opción es mucho más fácil. La otra significa tomarse el trabajo de desmentir el perfil institucional que los colegios católicos han creado sobre sus alumnos. Implica, por ejemplo, aceptar que los chicos del Santa María también se drogan. En una entrevista con Caretas, Sebastián Brenes dijo haber fumado marihuana la noche anterior al asesinato de su hermana. El examen toxicológico practicado a Clímaco 
siempre según Caretas anunciaba cocaína. Él negó haberla consumido de manera consciente y la usó como justificación para sus actos. 

La única forma de explicar mi comportamiento es que, por hacerme una broma, pusieron coca en la Inca Kola dijo durante su juicio oral. Yo me he metido tiros en el penal, pero de coca pateada, la que ellos me dieron debió ser purísima.

Mentira le respondió el juez. Todo el mundo sabe que en el penal al que trae coca impura lo matan. 

Bueno, usted la habrá probado sentenció él, desafiante. 

Quienes cubrieron el caso tejieron casi tantas hipótesis como los golpes de martillo que dio Clímaco. Unos dijeron que estaba secretamente enamorado de la hermana de Sebastián y que la mató porque no le hacía caso. Otros concluyeron que era gay porque nunca había tenido una relación formal, y porque lubricó cuando le hablaron del coito entre hombres durante un peritaje psicológico. En una entrevista con Caretas, Sebastián Brenes ensayó: “pudo haber sido la envidia, [él] también tiene una hermana menor en el Villa María, una mamá y falta la figura paterna en ambas casas. Pero a nosotros nos veía contentos, unidos”.

Clímaco, eso sí, nunca negó ser un asesino. Según el abogado que vio su caso, Luis Felipe Cortez, cuando la policía lo capturó en el departamento del Jirón Trinitarias 100 de Surco, una de las primeras cosas que dijo fue: “No sé qué ha pasado. Si es necesario, métanme a la cárcel o mátenme. No sé por qué lo he hecho, pero yo lo he hecho”.



***

El sábado 7 de julio del 2001, alrededor de las 2 de la tarde, Ida Merino le abrió la puerta a quien horas después la dejaría en coma por varios días. Alexandra Brenes y Lilian Hague, su madre, saludaron amablemente al invitado y le ofrecieron brownies. Clímaco Basombrío había hecho lo mismo durante casi todas las tardes del último mes: visitar a su amigo Sebastián, quien aquel día acababa de confirmar su ingreso a la Universidad San Ignacio de Loyola. “Una universidad fácil”, la llamaría Clímaco después. Para unirse al festejo llegó Carlos Lescano, miembro junto a Sebastián de la banda escolar de rock ‘Canchita Serrana’. Lilian Hague salió del departamento y dijo que volvería a las 7. Se despidió de su hija por última vez.

San Juan Clímaco nació en Siria casi 600 años después de Cristo. Fue abad de un monasterio en el Monte Sinaí. Allí practicaba el ascetismo, el aislamiento voluntario del mundo y sus placeres. Su obra cumbre: La Escalera al Paraíso. En griego 'clímax' significa escalera. Clímaco, el que la sube.

Clímaco Basombrío subió junto a sus dos amigos la escalera hacia la azotea del departamento de los Brenes. Ellos cogieron los instrumentos y empezaron a tocar. Él bajó por un vaso con agua y volvió a subir. Luego bajó para tomar prestada una corbata de Sebastián. La tercera vez que lo hizo fue para llamar a su casa desde el teléfono del cuarto de Alexandra. Cuando terminó de hablar, ella le pidió que avise a la empleada. Él acató. Salió del cuarto y se quedó mirando la escalera. En uno de sus peldaños estaba el pecado. Un martillo. El boleto fuera del paraíso. Nunca se confirmó quién lo puso ahí.

La cara de Clímaco está siempre tranquila. Algo falta en su semblante. Una expresión. La única vez que una cámara lo captó sonriendo fue durante su juicio oral, en el que respondió con insolencia y sarcasmo. Aún hoy parece que la mayor parte del tiempo sólo mira al vacío. 

Aquella tarde de julio del 2001, Clímaco Basombrío martilló las cabezas de Ida Merino, Sebastián y Alexandra Brenes a ritmo de rock. Sólo la última murió. Entre Sebastián, Carlos Lescano y un serenazgo lograron neutralizarlo. Después de mucho esfuerzo, lo echaron en un puf y ya sin poder moverse–, Clímaco exclamó: “¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho? Mi mamá me va a matar. Yo sólo vine por una corbata”. 

Han pasado 14 años desde que comenzaron a llamarlo ‘el Loco del Martillo’. Su condena es de 20. Como su caso es demasiado mediático, le han negado hasta tres pedidos de libertad condicional. Pero Clímaco sabe que ya falta poco. Que pronto podrá volver a subir la escalera hacia alguno de esos paraísos que imagina por las noches en la oscuridad de su celda. 


En los anuarios del Colegio Santa María, debajo de las reseñas que les escriben sus amigos, los alumnos colocan una frase que quieren dejar para el recuerdo. Una frase de su propia cosecha. “Más vale tarde que nunca”, fue lo que puso Clímaco. Y hoy se lo debe seguir repitiendo: más vale tarde que nunca.

10 enero 2016

De Lima a Cusco: Cómo cruzar el VRAEM en tres días y medio

Manual. Crónica. 

Que la idea nazca un 25 de diciembre. ¿No anda con ánimo para fiestas? ¿No hizo planes como siempre para año nuevo? Trace una ruta, póngase una meta. Va a ver cómo le cambia el humor. Empiece haciéndose tres preguntas. ¿Dónde se encuentra usted en este momento? En Lima. ¿A dónde se está yendo toda la gente que conoce? A Cusco. ¿A dónde no se está yendo nadie, absolutamente nadie? Al VRAEM. Tome un mapa y una los puntos. ¿Se puede cruzar? Sí. Ya tiene la ruta. ¿Y la meta? Llegar a Cusco antes de la noche de fin de año. 

Elija luego a un compañero. Uno que se encuentre en la misma situación que usted. Júntese con él esa misma noche con una excusa cualquiera; ir a ver Star Wars es una buena. Cuéntele su plan. Si tiene los amigos correctos, reconocerá su cara de emoción al instante y sabrá que está abordo. “¿Qué, nos vamos?” “Nos vamos, huevón”. Partirán el lunes 28. Hasta entonces, tiene un sábado y un domingo para hacer las cosas de siempre: salir a tomar unos tragos y chorrear en su cama. Aquí, seis consideraciones previas:

1. La ruta que hará no es una ruta turística. Usted no va al VRAEM a hacer turismo. A menos que sea un fotoperiodista profesional, no tiene sentido llevar una cámara colgada del pecho. Use su celular.

2. Usted tampoco va al VRAEM a ser ‘mochilero’. Usted recorre un camino con sus cosas cargadas en una mochila, pero no está mochileando [1]

3. Usted no va a estudiar la vida de nadie, ni a investigar las dinámicas sociales de nada. No tiene derecho a sacar conclusiones sobre la gente que vea o conozca en sólo tres días.

4. Menos es más. Aplica para todo: el equipaje, los gastos, los prejuicios. Ninguna pregunta es estúpida; la mayoría de preocupaciones sí lo son.

5. Sáquese de la cabeza las palabras ‘narco’ y ‘terruco’ por unos días, no le servirán de nada.

6. Vacúnese contra la fiebre amarilla. No sea idiota, no haga que los mosquitos se conviertan en una fuente de angustia. En el aeropuerto vacunan todos los días, a toda hora, por S/.84 [2]. Pero si la idea surgió un 25 y estará en la selva un 28, ya no tiene sentido. La vacuna necesita, como mínimo, 10 días para inmunizar. Un buen repelente y tres pastillas de vitamina B al día ayudarán.



***

Despiértese el lunes con la emoción de tener que hacer la mochila una vez más. Esa sensación es impagable. Disfrútela. Llegue con su amigo al Terminal de Yerbateros alrededor del mediodía y pregunte por un pasaje a Tarma. No se preocupe si la expresión en su cara dice que no sabe lo que está haciendo. Usted, en adelante, no sabe lo que está haciendo, y se amparará en la premisa de que la gente allá afuera es buena y no lo quiere cagar. Esto será cierto el 99% de las veces.

Pero esta vez, deje que le cobren S/.30. Luego la señora le dirá que a ella le cobraron S/.25 y la otra señora se burlará porque a ella le cobraron S/.20. No importa. Usted déjese estafar. Porque para poder cobrarle S/.30, la chica detrás del mostrador deberá ingresar al sistema que su destino no es Tarma, sino La Merced. Y así aparecerá escrito en su boleto. Y en algún momento de ese primer tramo, usted se dará cuenta de que ya se hizo demasiado tarde para parar en Tarma, y decidirá irse directo hasta La Merced. El cobrador no podrá decirle nada. Usted habrá ganado jugando limpio.

El bus dejará atrás Chosica, Matucana y San Mateo; cruzará Ticlio y bajará por La Oroya; tomará el desvío a Tarma, seguirá hacia San Ramón y llegará a La Merced casi a las diez de la noche, con tiempo suficiente para tomar una moto y buscar dónde llenar la barriga. Un cuarto con dos camas en un hotel frente a la plaza le costará S/.60. Fúmese un cigarro, coja una buena película en el cable y quédese dormido. Es lunes, hay luna llena y aún está en terreno conocido. 


La Merced.

Aproveche la mañana siguiente para dar una vuelta por la ciudad, pues no le alcanzará el tiempo para caminar a las cataratas. Saque plata del cajero. Si tiene tarjeta de Scotiabank, esta es el último lugar en el que encontrará uno. A mediodía, vaya al terminal y coja un carro a Satipo (S/.20). El conductor se llamará Urbano Ezequiel Ataucusi. Pregúntele si el Frepap sigue existiendo después de que su líder no resucitó como había prometido [3]. Sienta cómo se vergüenza. Pronto pasarán frente al local de los monjes del pescadito y soltará una risa ahogada. 

Hablen, en cambio, de las coimas a los policías de carretera y de la gran nube negra que se está formando en el horizonte. Llegarán a Satipo a las tres de la tarde, en medio de una lluvia imposible. Aproveche para almorzar tacacho con cecina, chorizo y jugo de cocona. Agradezca a dios por la gastronomía de la selva. Coma con la satisfacción de estar en camino hacia algún lado.

Todavía en medio del diluvio, tome un carro que lo llevará a Mazamari y, luego, a San Martín de Pangoa (S/.10). A partir de aquí, olvídese del asfalto. Las motos se convertirán en vehículos de cuatro pasajeros; los mototaxis, de siete; y las pick-up, de 12 o 14. Llegará a San Martín con los últimos rayos de sol de la tarde, así que busque un cuarto de dos camas por S/.50 a una cuadra de la plaza. Mientras se acomoda, observe cómo empieza a oscurecer. Saque un poco de la marihuana que ha llevado y fúmela. Relájese. Piense en las personas que extraña. Piense en Cusco. Este será el último momento de quietud que tendrá en su viaje. Déjese arrullar por la lluvia y piense.



***

De pronto, despiértese a medianoche, desorientado y con la sensación de que no va a lograrlo. Mientras su amigo aún duerme, escabúllase entre el barro y las sombras hasta la tanqueta apostada frente a la comisaría. Lea: Frente policial VRAEM - Pangoa. Converse con los tres policías que hacen turno en la puerta. “Jefe, ¿cómo llego a Pichari? Mi pata y yo queremos llegar a Cusco para año nuevo”. Escúchelos desanimarlo. Que es temporada de lluvias, que el pase está cerrado, que ningún carro va para allá. La única opción sería bajar hasta Puerto Ocopa y subir dos días por río –le dirán–; después, de Pichari a la ciudad de Cusco son dos días más de camino. Usted sólo escúchelos y pregunte. Empápese de nombres y posibilidades.

En un momento, uno de ellos lo mirará con desconfianza. “¿De dónde eres? ¿De qué barrio de Lima?”. Recuerde que no es turista, ni mochilero, ni investigador; diga de dónde es, cuente lo que está haciendo y a dónde quiere llegar. Invéntese que en Cusco lo espera la familia. El más buena onda de los tres lo mirará y le dirá que mañana, al alba, se aposte en una esquina determinada del pueblo. Que de ahí pueden salir carros hacia Pichari, pero que no le asegura que vaya a llegar a tiempo. Agradezca y despídase. Camine hasta su cuarto cobijado por la penumbra y quédese despierto, mirando la pared.

Analice el panorama y recrimínese por haberse puesto una meta imposible. Dígase a sí mismo que debió haber previsto un día de ventaja para llegar a Cusco si no sabía cuánto iba a demorar. Sienta la decepción: pasará año nuevo en una carretera en medio de la selva. Ha fallado. La ha cagado. Pero entonces, recuerde cuál es su meta. Cuente las horas que le quedan para cumplirla: 47. Dígase a sí mismo que en esas horas usted va a llegar a Cusco, sea como sea. Que usted, cuando se propone algo honesto, lo logra. No importa cómo. Cierre los ojos, pero no duerma. Usted ya no va a dormir. 

Tacacho, cecina, chorizo y jugo de cocona en Satipo.

Levántese antes de que aclare la mañana y camine hasta la esquina señalada. Pregunte por un transporte hacia Pichari. Efectivamente, la carretera está cerrada; los tres ríos que cruza han crecido y se han vuelto infranqueables. Un hombre, sin embargo, le dirá que su empresa está utilizando una vía alterna hasta el río Ene, en donde hará un transbordo de dos horas en bote y continuará por tierra hasta el pueblo Puerto Ene. Desde allí, Pichari es alcanzable. Confíe en él.

Páguele S/.85 por un asiento en la cabina de su camioneta, una Toyota de los noventa que probará ser más recia que cualquier otro vehículo que usted haya visto. Podría pagar S/.75 por un lugar en la tolva, pero no lo hará. Con esos S/.10, usted ganará el derecho de no ser una papa friéndose al sol, sino sólo una papa deshidratándose –al menos– a la sombra. Espere cuatro horas a que el hombre termine de llenar la camioneta: meterá a seis personas en la cabina y a seis más en la tolva, junto a bolsas, balones de gas, cajas de cerveza y paquetes de comida. Todo ello para los pequeños pueblos de la margen del río.

Lo que vivirá a continuación será la sesión de off-road más dura de su vida. El camino por el que lo llevarán es una trocha apenas distinguible en medio de la vegetación. Está cubierta de lodo y maleza, y tiene espacio para un solo carro. Hasta que salga de allí, usted y las otras 11 personas con las que viaja se convertirán en un experimento de Schrödinger [4]: estarán y no estarán a la vez. Existirán sólo en abstracto.

En medio de ese bochorno metafísico, usted verá al conductor batallar contra el camino y salir airoso una y otra vez, logrando que las llantas de la poderosa Toyota calcen en unas huellas de fango más altas que sus rodillas. En algún momento, usted estará terminando de orinar al lado del camino y sentirá que un par de ojos lo observan desde la espesura. Quietos, rasgados. Luego, verá un par más. Aguzará la vista y reconocerá a dos niños que lo miran fijamente. Vestirán túnicas marrones.

Recuerde, entonces, que usted está cruzando territorios asháninkas. Súbase la bragueta y continúe. A lo largo del camino, pasará por algunos caseríos de las comunidades nativas, donde dos o tres pasajeros terminarán su viaje. Después de seis horas de jalar, maniobrar y luchar, la Toyota llegará hasta un pequeño pueblo llamado Puerto Porvenir, a orillas del río Ene, donde deberá tomar una balsa a motor. Siéntese en ella y sea feliz.



***

El peque-peque navegará río arriba durante dos horas, remontando la corriente. En un momento, uno de los pasajeros 
que subió con un enorme machete señalará un punto en la orilla derecha. “¡Me voy a bajar acá!”, gritará. El bote se acercará y usted podrá distinguir una cabaña en un pequeño claro entre los árboles. Adentro, una mujer cocinando en una olla y unos niños corriendo en túnicas marrones. El hombre saltará del bote y se reunirá con su familia. Hágase una idea, entonces, de lo que significa el río para ellos. Pero no concluya nada; recuerde que está prohibido de concluir.

El Ene tiene más de cien metros entre sus dos orillas. Es manso y silencioso. Miles de kilómetros más allá, sin embargo, sus aguas alimentarán al río más caudaloso del mundo: el Amazonas. A lo largo del trayecto, usted se cruzará con otros botes a motor que transportan comida, personas y combustible entre los pequeños poblados de la margen del río. Nadie le dirá qué es lo que puede observar a izquierda o derecha, ni le pedirá que no meta las manos al agua. En cambio, sí lo molestarán con que se ponga del lado del sol porque necesita broncearse un poquito. Recuerde que su cara aún dice que no sabe lo que está haciendo, y ríase un rato. Disfrute. Sienta el río, la brisa, la selva, las chozas, la inmensidad. 

En el río Ene.

El peque-peque lo dejará en un pueblo llamado Yoyato. Desde allí, tome una de esas camionetas que los locales llaman ‘tiburones’ (las Hilux pick-up) por una carretera afirmada hasta Puerto Ene. El chofer se llamará Jonathan, un exmilitar de Tingo María que hoy tiene dos camionetas (“compradas al cash”), vive en el VRAEM e invierte en todo lo que puede (terrenos de cultivo, casas para alquilar en la selva y un terreno en Pamplona Alta, en Lima, que nunca visita). Lo primero que hará Jonathan será advertirles que, cuando lleguen al control de la comunidad, se identifiquen. “Si les piden documentos, por favor, se los dan tranquilos, ¿ya?”.

Aparecerá, entonces, una cadena bloqueando la pista. Dos nativos asháninkas con escopetas colgadas al hombro se acercarán al vehículo. Uno de ellos 
el jefe de la comunidad, le dirá Jonathan después le pedirá a todos sus documentos. Después de revisar el suyo, le pedirá su pasaporte. Usted le dirá que es de Lima, que va a Cusco y que sólo tiene su DNI. Pero él insistirá. Usted pasará la vista de la escopeta a su cara de fastidio y repetirá: “soy peruano, no tengo pasaporte”. Él volverá a preguntar y, esta vez, Jonathan responderá por usted: “es peruano, chera, va a Cusco a ver a su familia”. El líder lo mirará unos segundos, incrédulo, y luego soltará la cadena.

Ya en camino, Jonathan le explicará que los asháninkas se han organizado y patrullan sus territorios gracias a un convenio con la Marina. No permiten que pasen drogas o insumos para prepararlas, armas, objetos ilícitos o personas requisitoriadas. “Una vez encontraron a un tipo llevando dólares, eran sólo US$1,000, pero lo hicieron quedarse y se lo llevaron a la Marina. Ahí le quitaron todo”, le contará Jonathan, entre otras anécdotas. Converse con él, le explicará muchas cosas.

El ‘tiburón’ dejará atrás Yoyato, Puerto Anapati y Valle Esmeralda. 


¿En qué época fuiste militar?

En los noventa.

Época jodida, todavía. 

Olvídate, yo tengo dos impactos de bala en la pierna. Pero se hacía plata, si no eras cojudo. En esa época entrabas en la casa de cualquiera, decías que era terrorista y te llevabas todo. Nadie se podía quejar. Lo repartías entre tus familiares de la zona, porque en el cuartel te lo quitaban, y lo recogías en tus días de franco.

Hoy, Jonathan trabaja todos los días desde las cinco de la mañana. Lleva pasajeros para mantener a su esposa y a sus dos hijos. Tiene cara de bueno. Cuando ya esté oscureciendo y hayan entrado en confianza, señalará un pequeño camión que viene en sentido contrario y dirá: “ese viene lleno de [hoja de] coca”. Usted ya sabrá que no se dirige a territorio asháninka, pero sí –quizás– a algún laboratorio escondido en medio de la selva. Jonathan no le confirmará eso, pero le explicará otras cosas. 


Acá [en esta zona del VRAEM] no se pierde nada, nadie roba nada. Recién en Kimbiri ya es un poco más maleado. Pero acá, si agarran a un ladrón, lo linchan y lo desaparecen. 

¿Quiénes lo agarran?

Los comités de defensa. Acá la gente está organizada, no necesita de la policía. Eso sí, a veces los tombos chapan a un ‘narquito’ y la población se levanta hasta que lo sueltan. Todavía le preguntan qué le falta y hacen que los tombos le devuelvan lo que le han quitado, al toque. 

Ah, ¿sí? No jodas. 

Sí, claro. Si acá la gente vive de eso. Si no, ¿de qué van a vivir? Hasta la policía vive de eso. La otra vez chaparon a un ‘narquito’ colombiano y se lo iban a llevar en helicóptero. ¿Helicóptero? ¡Nada! La gente salió embalada de todos lados con palos, piedras… Los tombos decían: “lo vamos a soltar, pero al menos que se deje algo”. Y ya pues, les dejó sus diez lucas [S/.10,000] [5]

Sí pues, me imagino que la gente siembra coca porque les da un huevo de plata. Y a la mierda lo demás.

Así es, pero si yo estuviera cultivando alguno de mis terrenos, sembraría cacao. Porque eso sí: cuando vienen los erradicadores, te lo queman todo. De ahí lo vuelves a sembrar, pero vives siempre con miedo a perder tu cosecha. 

¿En serio sembrarías cacao? ¿Pero la coca no te daría mucha más plata?

Sí, pero olvídate. Mi viejito sembraba coca en Tingo María y se la quemaron. De ahí, vuelta volvió a sembrar, vuelta se lo volvieron a quemar. Vuelta volvió a sembrar y así. Hasta que un día le fumigaron la tierra. Cuando te fumigan, no puedes sembrar nada en ocho años. Y ahí sí estaba que lloraba mi viejito, mis hermanos. Yo justo me fui al Ejército y algo les daba, pero ellos no tenían de qué vivir. 

Valle Esmeralda, un pueblo en la margen del río Ene, después de desembarcar en Yoyato.


***

Llegará a Puerto Ene cuando ya haya empezado a oscurecer. Se encontrará, entonces, en el verdadero corazón del VRAEM: la intersección de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro. La frontera entre los departamentos de Ayacucho, Cusco y Junín. Observe las casas de madera y los camiones aparcados. El pueblo está compuesto por apenas unas cuantas cabañas en torno a una rotonda. Camine un poco en busca de un cigarro; no lo encontrará. Desista. Respire. Hasta aquí, usted ha ingresado a una zona; a partir de aquí, lo que hará será salir de ella. Le quedan menos de treinta horas para llegar a la ciudad de Cusco.

Tome un carro a Pichari (S/.15) y observe cómo se asienta la noche. Tan sólo diez o veinte minutos después de haber dejado Puerto Ene, otra cadena bloqueará su camino. Esta vez, la luz de una linterna iluminará a una patrulla militar. Le pedirán sus documentos y ordenarán que abran la maletera. Una chica que viaja en el mismo carro que usted, dirá: “A veces te ponen cosas en la mochila. Es mejor bajar”. Entonces, baje y quédese atónito con el cielo. Usted podrá haber dormido antes a la intemperie, pero nunca habrá visto un cielo tan hermoso como ese. Nunca habrá visto las estrellas brillar así en el firmamento.

Vuelva a la realidad cuando el soldado pregunte de quién es esa mochila. Responda que es suya y véalo introducir la mano hasta la parte más honda. Recuerde que usted tiene la pipa y su amigo la hierba. Sienta una gotita fría cayéndole por el cuello: sería muy estúpido que les hagan problemas por unos gramos de marihuana. Sería más estúpido aún que no lo dejen llegar al Cusco por una tontería así. Pero el soldado sólo encontrará champús y calzoncillos sucios. Les devolverá los documentos y los dejará ir. El resto del camino, observe las columnas de luces que se forman al otro lado del río Apurímac. Mire el cielo y las luces en el monte. Piense un rato.

Cuando llegue a Pichari 
una ciudad con, al menos, cuarenta manzanas de casas, ya estará en el departamento de Cusco, provincia de La Convención. Desde allí, tome un carro a Kimbiri (S/8). Llegará casi a las diez de la noche. Pida que lo dejen cerca de donde salen los carros para Kepashiato y busque un cuarto de dos camas en un hostal por S/.35. Báñese aunque no haya agua caliente; el día que ha tenido lo justifica. Prenda el televisor y dormite un rato. Le quedan 26 horas para llegar a la ciudad de Cusco. 

Puerto Ene de noche, en la rotonda. Ya, sí, cada uno quería su foto acá.



***


Levántese a las tres y media de la madrugada y baje a buscar un transporte. Es 31 de diciembre y tiene un largo camino por delante. Ubique un carro que salga para Kepashiato: en cabina le costará S/.50 y en tolva S/.30. Diga, muy seguro de usted mismo: “Ya, yo voy atrás y me cobran menos”. Súbase a la tolva junto a otros tres pasajeros, las mochilas y cuatro barriles que supuestamente llevan trucha. Acomódese como pueda y espere. En treinta minutos comenzará a llover.

Empápese con la lluvia durante media hora. Cuando ésta cese, su ropa empezará a secarse con la brisa helada del monte. La carretera comenzará a ascender y, en el punto más alto de la montaña, se topará con el puesto de control militar de Cielo Punku, que en aymara significa ‘la puerta del cielo’. Cuando llegue allí, sentirá que está entrando en un cuadro de hipotermia. Baje y caliéntese un poco mientras los soldados cotejan sus documentos. “¿Tienes frío? Mira al gringo, ha tenido que dormir al costado de su moto”, le dirá un soldado, y señalará a su izquierda.

Siempre que haga una ruta en alguna parte del mundo –cualquiera que esta sea– terminará topándose con este personaje: el gringo loco. En este caso, recorre Sudamérica en motocicleta, entró por Bolivia y va camino a Machu Picchu. Al igual que usted, tiene una meta: llegar allí antes de la noche de fin de año. “El gringo llegó ayer y no lo dejamos cruzar. Decía que iba a Machu Picchu, pero de noche y más abajo, lo mataban”, dirá el soldado. Esta vez no revisarán sus mochilas; abrirán la garita y los dejarán pasar (a ustedes y al gringo). La carretera comenzará a bajar la montaña del lado donde sí le da el sol y su ánimo cambiará. Se sentirá encaminado a cumplir su objetivo. Ya no le quedarán más controles militares por delante. 

A la izquierda: puesto de control militar de Cielo Punku (Internet). A la derecha, arriba: Subida hasta Cielo Punku desde la tolva. A la derecha, abajo: Los compañeros de viaje en la tolva. 

Llegará a Kepashiato alrededor de las ocho de la mañana. De inmediato, tome una minivan a Quillabamba (S/.20). Pasará por Kiteni, Koribeni, Quellouno y Echarate. En un momento se topará con un camión averiado que ocupará todo un paso estrecho en la vía y deberá esperar a que se lo lleve un remolque. Lo mismo ocurrirá con otro tramo bloqueado por un huaico, en donde deberá esperar a que una retroexcavadora termine de limpiarlo. Llegará a Quillabamba pasado el mediodía. No descanse. Busque un baño y tome otra minivan (S/.30). Ahora sí, usted estará en camino hacia la ciudad del Cusco.

En este punto del trayecto, usted llevará dos días alimentándose de pequeños paquetes de galletas y agua mineral. Por malos cálculos (y una seria deficiencia de cajeros de Scotiabank a nivel nacional), habrá además gastado hasta el último centavo de efectivo disponible en su billetera. Los últimos pasajes se los habrá financiado su amigo, quien para entonces se encontrará en la misma miseria que usted. El último paquete de galletas Chomp que tenía se le habrá terminado a las ocho de aquella mañana. La última gota de agua, poco después. Serán las tres de la tarde cuando la minivan parta de Quillabamba y usted empezará a sentir lo que es tener un enorme forado en el estómago.

Acomódese y prepárese para aguantar. La minivan pasará por Ollantaytambo poco después de las cinco de la tarde. Mire las enormes terrazas en el cerro y recuerde aquellos días. Sienta el vacío en el estómago. El carro atravesará toda la provincia de Urubamba, por donde se extiende el valle sagrado de los Incas, y por momentos irá al lado del tren de turistas. Observe cómo les sirven comida en los vagones con mesas y ódielos. Concéntrese en el hambre, el hambre es una sensación. Cuando pase por Chinchero, recuerde alguna noche en aquella plaza elevada. Recuerde la piedrecita morada. Sienta un retortijón en el alto vientre e imagínese una hamburguesa. Las más grande y grasosa de todas, con muchas papas fritas chorreadas alrededor. Recuerde que en la Plaza de Armas de Cusco hay un McDonald’s. Estírese y respire. El hambre no existe, el hambre está en su cabeza.

Ya habrá oscurecido cuando la minivan cruce Poroy, a las afueras de la ciudad. Empezará un tráfico pesado y usted sentirá que dos días de galletas, minivans, peque-peques y pick-ups han afectado su percepción de la realidad. Por qué carajo no llegamos, pensará. Dónde chucha estamos. La misma canción de Corazón Serrano que el chofer ha repetido desde que salió de Quillabamba volverá a sonar: Sácame la vuelta pero no me dejes, si te vas llévame contigo. Sentirá nauseas. Nauseas con hambre.

Entonces, el carro hará un par de giros, usted mirará a su izquierda y podrá verla por fin, iluminada por el amarillo mágico de sus faroles. La ciudad del Cusco, siete y media de la noche, 31 de diciembre. Desde lo alto, podrá distinguir los torreones de su Catedral entre la maraña de techos a dos aguas. Casi no le queda batería en su celular y sus amigos que llegaron hace unos días le han advertido que no encontrará dónde quedarse. Que todo está repleto. Pero eso a usted le chupa un huevo. Usted ya llegó, ya está ahí. Usted lo logró. El chofer de la minivan, sin embargo, se apeará a un lado de la pista y anunciará que su labor ha terminado.

Hijo de puta, pensará entonces, ¿en serio me vas a dejar acá? Sí, en serio. Póngase su mochila al hombro y busque un taxi que lo lleve a la Plaza de Armas. “No, estás loco, hay demasiada gente, está imposible por allá”, le dirán. Nadie querrá llevarlo. El hueco en su estómago comenzará a desesperarlo, a desquiciarlo. Sentirá que quiere asesinar a un taxista. No pierda la calma. Mire a su amigo y dígale: “a la mierda, huevón, vamos caminando”. Pida indicaciones sobre cómo llegar a la plaza. Media hora a pie, le dirán.

Empiece bajando unas diez cuadras hasta una intersección donde se agolpa una multitud. Vuelva a preguntar: “sigue bajando hasta la Plaza San Francisco y de ahí a la derecha”. Imagine nuevamente la hamburguesa, la grasa chorreando por la parte atrás mientras usted le da un enorme bocado. Salive. Conviértase en uno sólo junto a esa carne preparada en aceite recocido. Sienta el sabor de la gaseosa activando las papilas traseras de su lengua y mezclándose con el golpe de sal de las papas fritas. Despierte. Ábrase paso entre la multitud, que cada vez se vuelve más densa. Estará en una especie de mercado ambulante, donde miles de cusqueños se han volcado a las calles a comprar y vender de todo, desde pirotécnicos hasta hortalizas. Escuche a la carnicera afilar sus cuchillos en la pista.

Deshágase de sus buenas maneras, empuje disimuladamente. No hay nada peor en este mundo que una persona que camina lento. Cuando llegue a la Plaza San Francisco, la multitud se habrá disipado. Gire a la izquierda en Santa Clara y corra, sin saber muy bien por qué. Llegue a Mantas y sienta la adrenalina. Usted ya sabe dónde está, usted conoce bien el Cusco. En la esquina de Mantas con la avenida El Sol hay un cajero de Scotiabank. Saque plata para pagar su comida. Vuelva a Mantas y entre a la plaza. Sienta cómo le falta el aire por los cigarros. Ubique el McDonald’s. Respire hondo, respire fuerte. Párese un momento y observe a su alrededor. Mire a todos esos estúpidos y siéntase feliz. Siéntase, por un momento, uno chiquitito, más que todos ellos. 


Lo que sigue es historia conocida [6].


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[1] Los mochileros sacan droga del valle. Aquí una explicación de la BBC y aquí otra de IDL-reporteros.

[2] Al lado de la zona de Llegadas Nacionales. Y le dan un certificado que le sirve por diez año para entrar a cualquier país en el que sea obligatorio portar la vacuna, como Brasil y Costa Rica. 

[3] Aquí una crónica de David Hidalgo en Ojo Público sobre quién fue el profeta Ezequiel Ataucusi y lo que significó para Sendero Luminoso en el VRAEM.

[4] Aquí una explicación del experimento del gato de Schrödinger, aunque es sólo una metáfora medio lorna. 

[5] No recuerdo exactamente si dijo dólares o soles, pero estoy seguro que dijo 10,000. 

[6] En las palabras de un pata de la chamba, en referencia a la gente: "Cusco era como estar en Asia; Máncora era como estar en Punta Hermosa".

[7] Aquí un mapa de la ruta, empezando en Lima: A-B (Yerbateros-La Merced). 
B-C (La Merced-Satipo); C-D (Satipo-San Martín de Pangoa); D-Primer marcador marrón (San Martín de Pangoa-Puerto Porvenir); Primer marcador-Segundo marcador (navegando el río Ene de Puerto Porvenir a Yoyato, y luego por tierra a Puerto Ene); Segundo marcador-A (Puerto Ene-Pichari); A-B (Pichari-Kimbiri); B-C (Kimbiri-Kepashiato, entre ambos queda el puesto de Cielo Punku); C-D (Kepashiato-Quillabamba); D-E (Quillabamba-Cusco).