Entre que perfil y simple elogio. Más lo segundo.
Tú libérame ya de sutileza,
Madre y caudal de lágrima que empieza
En mí y no para ni en el horizonte!
Martín Adán imaginó la vida como una sutileza. Y a la muerte como un vaivén. Caronte es el barquero del infierno; es, por ende, la muerte. Pero la muerte no fue Caronte, no fue su barco, ni siquiera su remar. Fue el compás de su bogada. Así escribió poesía Rafael de la Fuente Benavides, el poeta maldito. Martín Adán.
Su leyenda ha ganado un lugar junto a la de Javier Heraud en el panteón de los entendidos que ven a Lima como la ciudad de los buenos poetas con historias fascinantes. De aquél se dice que era un extremo aficionado al licor. Un bohemio empedernido –como él mismo aceptó haber sido–, que se pasaba la vida entre cuartos de hoteles baratos, bares del centro y hospitales psiquiátricos. Se dice que era homosexual.
La leyenda tiene mucho de verdad. Los que lo conocieron o contaron su historia le erigieron la imagen del poeta signado por la imposibilidad de adecuarse a su medio. A su vida, a su existencia. Por su lucha constante por despreciar todo orden construido por acuerdo social, desde la acomodada posición con la que vivió su infancia gracias a su familia, hasta su merecido nombramiento como miembro de la Academia de la Lengua española del Perú. Por eso, contrariado, entró una vez a la redacción de El Comercio para averiguar por qué había sido nombrado él en ese verdoso círculo académico. Por qué él que siempre se esforzó por estar fuera.
Creció en el Barranco de principio del siglo pasado, cuyas escenas retrató en su prematura obra maestra, La Casa de Cartón. Una obra con el prólogo y el colofón de dos históricos gigantes, el escritor y luego militante aprista Luis Alberto Sánchez y el Amauta, José Carlos Mariátegui. Por sugerencia de este último –quizás por miedo a caer en su corriente de pensamiento– adoptó su seudónimo. Martín en alusión al mono de Darwin y Adán por el primer hombre. Un reencuentro entre el Génesis y la teoría evolutiva. Una rebelde aspiración de reconciliación. Desde ese momento ya no hubo una sino dos personas en él: Rafael y Martín.
A pesar de su rechazo al orden imperante, de sentirse descolocado en la vida a tal punto de internarse voluntariamente en el manicomio Larco Herrera, Adán no es un ícono snob ni un símbolo de la contracultura secuestrado por el mainstream postmoderno. No es ni será un ‘Che’ Guevara. Y, quizás, si pudiera leer esta última línea, una de las pocas sonrisas sinceras que jamás esbozara se dibujaría bajo su chaplinesco bigote.
Si existiera un Creador, si nuestras venturas y desventuras estuvieran dictadas por un destino previamente escrito y si, digamos, se nos ofreciera la posibilidad de elegir esta historia de vida propia como seres racionales antes de venir al mundo, seguro que la demanda por la vida del poeta sensible, inadaptado e incorregible estaría por los suelos. Nadie elige el no poder vivir de otra manera que lejos de la gente. O de la realidad. Esto es fruto de un miedo profundo, intrínseco e insuperable. Como el de Martín Adán.
Un miedo que no solo conduce a explorar los misterios filosóficos de lo trascendente y lo eterno, valor que caracteriza su poesía, sino a un total rechazo de las formas, seas cuales fueren estas. Un rechazo que no es un mero vanguardismo, no. Un rechazo imposible de entender en toda su dimensión fuera de los límites de su autor y que hace de la poesía de Martín Adán lo que él llegó aceptar: que sea del género del ‘martinadanismo’.
Y este es el miedo que signa su vida. Sí, la signa. Pues no es solo el miedo que exhibe momentos antes de su operación de la vista frente a un afortunado entrevistador. Es un miedo como un latigazo de impotencia. Fruto, quizás, de la muerte temprana de su hermano o de sus padres. Es difícil saberlo. Lo cierto es que terminó convirtiéndose en la necesidad de aislarse por completo, en un austero cuarto del Hospital Larco Herrera, con solo una mesita sobre la que estaba su libreta de apuntes con quién sabe qué deducciones, qué metáforas, en la necesidad de dejar de hablar de su obra, de dejar de permitir que le tomen fotos. Dejar de existir para el resto. Y aun así, existió. Y existe. Martín Adán, el poeta maldito que tuvo miedo y escribió versos para combatirlo.
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