Eso que te dejan los viajes.
Te he visto caminando y se me amontonaron los segundos. Por cada paso que diste, como tanteando con tus manos callosas el aire a tu alrededor, se me abrió una deuda con el tiempo. Con la existencia. Ambas formas de hablar de la muerte.
Y en el reflejo de tus ojos vi a la muerte agazapada. La escruté con paciencia, seguro de que no huiría entre las grietas cobrizas de tus pómulos, ni junto a la secreción viscosa de tus cataratas. La vi cómoda, austera y solitaria; de piernas cruzadas y mirada severa, consciente de que solo a ella no le llega ella misma.
A cada paso que diste hipotequé un poquito más de tiempo y existencia, a cambio de unos cuantos retazos más de realidad junto a esa muerte tuya, que era solo tuya y que no tenía derecho de usurpar; pero, y como suelen ocurrir siempre las cosas, cuya amistad envidié hasta que la ansiedad comenzó a desbaratarme.
Ahogándome como en un ataque de asma, retorciéndome como en un calambre de pie, vomité el arcoíris de metáforas trilladas que acababa de elaborar, sobre carreteras de un solo carril con curvas ciegas y carros ajenos en un camino finito hacia alguna parte. Hacia ese valle entre dos montañas donde el río te lleva la vida. Y es que yo siempre había pensado en vida, y tú, intachable en tu silencio, caminando despacito y con la vista perdida en ese vacío denso, me miraste con una muerte hermosa y seguiste tu camino.
Y tras el crepitar de las piedras en el río, gritándote en silencio que no me devuelvas los segundos, solo quise poder vivir con esa muerte alojada en la retina. Pero entendí, como suelen ocurrir siempre las cosas, que para eso solo habías necesitado existencia y tiempo. Y yo no los tenía. Y no es que los acabara de perder, sino que nunca supe tenerlos.
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