El día que recibió el Premio Nobel de Literatura, Vargas Llosa hizo un celebrado elogio de la ficción. Pero, ¿realmente ha sido la ficción una locomotora para nuestros sueños? ¿O es que el escritor eligió contar sólo la parte feliz de la historia de las historias?
Mario Vargas Llosa dijo que la civilización nació alrededor de una fogata. En un páramo salvaje, en una noche incierta, cuando los hombres reunidos en torno al fuego escucharon por primera vez las pequeñas epopeyas que hervían en la imaginación del más inquieto de la tribu. El reflejo de la llama bailando en sus pupilas, la voz como un susurro cortando la penumbra; aquellos primeros hombres descubrieron allí, a través esos cuentos, el mundo que miles de años después moldearían sus descendientes. “Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto”, escribió Vargas Llosa. Las ficciones fueron para él la primera inyección de gasolina al motor de nuestra historia.
Pero no. El día de la entrega del Nobel, Vargas Llosa no estaba teorizando sobre el rol de las ficciones en nuestras vidas. Lo que en realidad estaba haciendo era contarnos un relato. El discurso que dio es, en sí mismo, la prueba perfecta del poder de las ficciones (y del grado de maestría que él ha alcanzado para ejercerlo). Uno se imagina el círculo alrededor del fuego, los ruidos amenazantes de la noche, el hombre barbudo entrando en catarsis narrativa en medio de una tierra virgen, llena de bestias, interrogantes y vacíos, y, de pronto, uno está abierto a creer. Uno se traslada –en palabras del propio Vargas Llosa– a una de esas vidas alternas, más emocionantes que la propia, y en ella se despoja de las suspicacias, abraza lo improbable, se aferra a la fantasía. Cree.
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Es más fácil convencer de algo a alguien cuando se le cuenta una historia. Los expertos en marketing lo llaman storytelling. Sin embargo, y precisamente por eso, las ficciones no siempre han sido gasolina, sino a veces azufre que paraliza y corroe. Por años la Iglesia mantuvo a raya con ficciones a la civilización occidental, justificando las más crueles atrocidades en nombre de fábulas y mitos divinos. Tradiciones inútiles también se han conservado en base a relatos populares con moralejas represivas. En la versión original de Caperucita Roja, escrita por Charles Perrault a finales del siglo XVII, la niña no era salvada por el leñador de las garras del lobo feroz. En cambio, era engañada por éste para comerse los restos de su abuela y luego obligada a acostarse con él. El lobo representaba el peligro de tomar el camino corto hacia el placer, y el cuento enseñaba a las mujeres que cualquier decisión que tomasen de manera independiente terminaría en un problema. Había que obedecer y servir en silencio.
La ficción “introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía”, dijo Vargas Llosa, cualidades “que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas”. Sin embargo, olvidó las ficciones colectivas que han servido de soporte a las peores dictaduras. Para convencer a los alemanes de la necesidad de exterminar a los judíos, Hitler les vendió las historias de la ‘quinta columna’, en las que los judíos aparecían retratados con la mezquina simplicidad de un arquetipo de ficción: un pueblo cizañero, tacaño y traidor, de seres inferiores frente a los cuales correspondía recobrar la gloria del pueblo alemán. En los setenta, todas las dictaduras militares latinoamericanas apelaron al mismo relato para justificarse: que la oscura amenaza de las guerrillas comunistas se cernía sobre la región, y que la mano dura –incluidos todos sus excesos– era la única forma de contenerla.
En el Perú aún circula una fábula –construida desde los medios que se vendieron al régimen– que dice que Alberto Fujimori fue el responsable directo de la derrota de Sendero Luminoso. Que si no hubiera sido por él hoy seríamos Cuba o Corea del Norte. Y aunque está comprobado que el gobierno de Fujimori no apoyaba al GEIN –el grupo de inteligencia que capturó al líder senderista Abimael Guzmán– porque no formaba parte de su estrategia contrasubversiva, aquella ficción persiste y es capitalizada por su hija campaña tras campaña. Lo mismo ocurre con el cierre del Congreso de 1992. En el relato creado por Fujimori los congresistas conformaban un grupo de aristócratas obstruccionistas, más preocupados por la discusión ideológica y el aumento de sus salarios que por aprobar las iniciativas necesarias para combatir a la subversión. Y aunque ese Congreso había entregado facultades legislativas especiales al gobierno de Fujimori y aprobado la mayoría de sus medidas, hasta hoy muchos afirman que el autogolpe fue una movida necesaria para resolver la emergencia.
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“Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana”, dijo Vargas Llosa. No mencionó, sin embargo, aquellas ocasiones en las que la ficción no actúa como canalizador de la disidencia, sino como agente homogeneizador. Nuestra cotidianidad, por ejemplo, tiende a estructurarse en base a cánones narrativos básicos y ampliamente compartidos. Necesitamos, sin saberlo, puntos de quiebre simbólicos para cambiar aspectos significativos de nuestras vidas. Nos es difícil tomar una decisión que cambie nuestro ‘mundo ordinario’ si no viene precedida por un ‘acontecimiento detonante’. Nos rehusamos a vivir sin personajes antagónicos que justifiquen nuestros actos. Decimos que vamos por la vida buscando experiencias, pero en realidad rastreamos con desesperación plot points para nuestro relato y leitmotivs a los cuales volver. Cuando visualizamos una meta, lo que en realidad nos excita es la imagen de la ‘batalla final’ en la que logramos alcanzarla. Si nos enamoramos, queremos hacerlo como en una comedia romántica. Si viajamos, como en una road movie.
Sucede lo mismo con los recuerdos. El pasado –nuestro pasado– es una sustancia moldeable en constante reconstrucción. Y en ese ejercicio de reacomodo que realiza nuestra memoria actúa lo más primitivo de nuestra educación ficcional. Por eso, un día de sol se puede volver lluvioso y frío si el recuerdo involucra una pena de amor. O un gol mediocre termina convertido en una conquista épica si ocurrió en un partido que había ido a ver la chica que nos gusta. No recordamos las cosas como realmente fueron, sino como nos gustaría que nos las cuenten. Y así, en lugar de propagar la insatisfacción, las ficciones alinean nuestros recuerdos, nuestras vivencias y nuestra voluntad a los valores que sostienen al sistema, y que éste patrocina.
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“Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos”, dijo Vargas Llosa. En un capítulo de la sitcom Friends, Phoebe –una de las protagonistas– revela a sus cinco amigos que su mamá solía apagar las películas antes del conflicto narrativo, buscando protegerla de la tristeza que éste pudiera generarle. “Solía hacer eso antes de suicidarse”, ironiza. A la rubia neoyorquina las historias le habían sido contadas siempre incompletas: conocía, por ejemplo, el cuento de Bambi sólo hasta antes de que el ciervo perdiera a su madre. La personalidad de Phoebe hace lógica con aquella rutina: es un personaje inacabado, trunco, que no logra insertarse de manera satisfactoria en la narrativa conjunta del grupo. Uno puede ver en ella actitudes decididas, pero vacías; graciosas y tiernas, pero sin dirección.
Cuando descubre que las películas que ha visto tienen escenas difíciles que le han sido vedadas, Phoebe sufre una crisis de identidad y decide verlas todas. Atravesar los trances de la ficción es para las personas un propio trance ineludible. Aunque no hayan sido siempre el motor de nuestra historia, las ficciones nos completan, llenan el espacio vacío sobre el que se sostiene nuestra identidad. Somos quienes somos, sí –mejores o peores–, por las historias que nos contaron, los personajes que crecimos admirando, los finales que nos dejaron sin aliento, y los cuentos que poblaron nuestra imaginación cuando éramos niños.
En su libro de ensayos sobre obras literarias La Verdad de las Mentiras, Vargas Llosa escribe: “En efecto, las novelas mienten –no pueden hacer otra cosa– pero ésa es sólo una parte de la historia”. Las novelas, las ficciones, las historias, tienen caras y contracaras, reversos y anversos. La historia de las historias las tiene también. Los hombres reunidos en torno al fuego prehistórico son sólo “una parte de la historia”, a la que también pertenecen los que ardieron en idénticas llamas por contravenir órdenes divinas dictadas por relatos bíblicos. El problema fue que Vargas Llosa, en un ejercicio de diplomacia, optó por agradar a su auditorio contando la parte bonita del cuento de los cuentos. Aquella que ensalza a la ficción, el producto del escritor de novelas –actividad por la cual le estaban entregando un jugoso premio. Sin embargo, lo dicho en su discurso –todo lo dicho en su discurso– no debería ser tomado más que como un gran relato de ficción. Uno muy convincente, eso sí. Si no, preguntémosle a Patricia y a Isabel.