A esas alturas de la madrugada, en el cielo limeño no
se divisaba ni una sola estrella. Siempre se preguntó si eso que llamaban
“panza de burro” era solo una acumulación de nubes, neblina propia de una
ciudad costera, o una especie de contaminación grotesca que terminaría acabando
con su vida en pocos años. Padecía de asma. Manejaba el Audi A6 que su papá le
había regalado por su último cumpleaños, elegante y poderoso. Las calles
estaban casi vacías, lo que le permitía acelerar a fondo entre semáforo y
semáforo; la ventanilla polarizada a medio subir y el inhalador debajo del
freno de mano, alargaba la primera y la segunda para tomar velocidad y ganarle
a la siguiente luz roja. Conducía por Pershing con dirección a Javier Prado. Siempre
le había gustado correr y esta vez, con más razón, sentía que la fuerte
corriente de aire frío que se colaba en su auto le estaba ayudando a calmar un
poco la irritación. Bajó un poco más la ventanilla, encendió la radio.
Estúpida,
pensaba mientras las llantas del poderoso A6 chillaban suplicándole que
redujera la velocidad al menos en las curvas, es una estúpida y ahora sí la
cagó. Encontró una radio ochentera. Sentía como le temblaban las sienes. Los edificios y los árboles de la berma central de la
Avenida Javier Prado, que une Este y Oeste en Lima, desaparecían a ambos lados como
jalados por un remolino de rabia y frustración. Pedrito, en la radio, explicaba
cómo es que sucede así cuando una chica es sensual, mientras él hacía un
esfuerzo por pisar el freno a escasos metros del semáforo de Camino Real. La
espera era eterna y solo cruzaban un par de carros. ¿Quién chucha se creía para
hacerle eso a él? Perra. Pero esta sí no se la perdonaba. Un niño se acercó a
su ventanilla ensayando su mejor cara de lamento. Le dio la primera moneda que
encontró, ni siquiera lo miró. Era tiempo de un nuevo comienzo, cuatro años de
relación lo habían vuelto medio imbécil, a disfrutar su soltería, a disfrutar
sus 19. Pero sabía que estaba engañándose a sí mismo.
El
semáforo cambió justo cuando otro niño, aún más pequeño, se acercaba a su carro.
Le subió la luna y arrancó. No jodas, todos tenemos problemas. Unas cuantas
cuadras más allá su conciencia decidió recordarle que existía. Gran parte de su
vida transcurría en una lucha constante entre sus ideales y su conciencia,
entre la racionalidad inherente a lo que creía cierto y posible, y la
irracionalidad de los prejuicios y resentimientos que acumulaba
inconscientemente. Su bolsillo vibró. Mariana. Tiró el celular en el asiento
del copiloto. Continuó vibrando. No podía entender por qué siempre se empeñaba
en hacer las cosas bien mientras la vida continuaba diciéndole a gritos que sea
una mierda. Un semáforo en rojo, lo pasó. El celular no paraba de vibrar. El
inconsciente, de joder. Ese que bloquea las iniciativas, los anhelos, los
aleja, los disuelve; utopías grandes, perfectas, desmedidas, imposibles, todas
resumidas en un solo perfecto sueño: trascender. Pero se le escapaba, lo
esquivaba, se resbalaba entre sus más profundos y sinceros deseos, y sus más
oscuros resentimientos.
La
presión que ejercía en las encías empezaba a dolerle, las sienes también. La
olla estaba a punto de reventar y no había elegido el mejor momento para
terminar de colmarse. Bajó de nuevo la ventanilla, el celular volvió a vibrar.
Mariana, un mensaje. Lo cogió sin reducir la velocidad. “No me voy a malograr
la noche x tu culpa… no se tu pero yo si voy”. De pronto, un nudo en la
garganta, un vacío que presionaba por salir, que le impedía tragar saliva.
Había perdido casi por completo la atención en la pista, tanteó con la mano el
asiento de atrás y encontró la botella de vodka que había llevado para hacer
previos en la casa del ‘gordo’ con su enamorada, o ex enamorada. Estaba
sellada. Al volver la vista a la avenida tuvo que esquivar a un transeúnte que
intentaba cruzar por la mitad de la calle, casi lo atropella. Cholo de mierda,
aprende a cruzar. Pero otra vez la conciencia. Abrió la botella.
La
noche no era ni muy fría ni muy caliente, típica de Lima, complaciente,
aletargante. Rio le cantaba a Carol, la niña rica que quiere un viaje a Londres
y un auto nuevo, pero sobre todo, quién diría, poder hablar con su mamá. Un
sorbo largo, decidido, necesitado. Otro. Así que ella iba a ir, así que todas
esas lágrimas significaron nada. A cada sorbo sentía la imperiosa necesidad de
uno más, de bloquear todos esos pensamientos que comenzaban a emerger para ir a
acumularse directo en su garganta, pero, por el contrario, parecía que cada
sorbo desnudaba una desilusión engañosamente vestida con el delgado manto del
tiempo, del miedo y las risas falsas. Los primeros desvíos empezaron a
aparecer, se estaba construyendo una vía expresa en el tramo este de la Javier
Prado, lo que ocasionaba una maraña de bifurcaciones y pasos estrechos, pistas
rotas y cintas amarillas con calaveras. Las ruedas seguían
chillando.
Cuando
llegó a la mitad de la botella las luces de los faroles parecían disparos en la
noche austera: rápidos, cegadores. Los edificios, los árboles, todo el paisaje
urbano de los distritos más adinerados de Lima, recto, conservador y con una
seguridad manifiesta pero tan falsa como la vacía trascendencia que creían
haber alcanzado sus moradores; todo ello comenzaba a tambalearse frente a él,
desapareciendo en el borde de la ventana delantera y reemplazándose por más de
lo mismo. Casi atropella a otro hombre. O habría sido una señal de desvío
bastante ancha. Los pensamientos ya eran libres en su cabeza, habiendo el
alcohol destruido, como nunca antes, todas las barreras que inútilmente había
tratado de construirles para encasillarlos. Flotaban, jugaban con sus emociones,
apretaban el acelerador, zumbaban en sus oídos, soltaban el timón para poder
vaciar aún más la botella, algunos escapaban entre lágrimas.
Ahí estaba su papá
diciéndole que fuera productivo, que se dejara de huevadas, los escritores no
aportan a la sociedad hijo, tienes que ser un técnico, un economista; su mamá,
nerviosa, estresada, falsa, insinuando que un carro sería un regalo muy peligroso,
no me parece que esté preparado, cúbrete hijito te vas a enfermar, es como
darle una pistola a un niño, imagínate si se choca, ¿quiénes vamos a ser los
responsables?, no seas tan pesada mujer, ya entra a la casa que es muy tarde,
¿no habrás estado tomando no?, déjalo que aprenda carajo, que gaste su plata y
que aprenda a ganársela, yo a tu edad me iba de boleto a todos lados pero,
¿cómo que sí has estado tomando?, si mi amor, cuando seas más grande vas a
poder salir a jugar, no quemes etapas en la vida.
Alargó la mano, podía
tocarlos, eran fríos, lejanos, eran de vidrio. Pero, aún más importante, ahí
estaba ella, Mariana, llorando, llorándole, derramando finalmente el vaso con
sus lágrimas. Y se rebalsó, pero no cayó en un hilo delgado y suave, explotó en
un torrente agresivo, como si las leyes del espacio se hubieran roto y se
hubiera almacenado mucha más cantidad de la posible. No era trascendente, no
era nadie, nada más que un montón de ideales inútiles e inconclusos: nada. Nunca
había llorado tan sinceramente. Nunca había manejado borracho.
Lo
siguiente fue una sucesión de momentos e imágenes nebulosas, incomprensibles en
ese momento. No vio la barrera hasta que estuvo en frente del capó. Nunca
recordó haber pisado el freno, pero sí escuchó las llantas chillar por
última vez aquella noche, aunque la velocidad nunca disminuyó, tal vez fue una
especie de desquite. No volvería a ver ni oír nada hasta algunos días después.
Sintió que los vidrios desgarraban una piel ajena, una especie de cobertura
inútil para lo que él era en ese momento. Ni los profundos cortes en la cabeza,
ni el pinchazo en el lado derecho, ni siquiera esa punta que desgarró casi por
completo su espalda le dolieron. Todo eso era tan lejano e impropio como el
poderoso y elegante Audi o el remolino de casas tambaleantes.
Y entonces, en un
momento que se hizo eterno, se sintió completamente libre, redimido, soberano y
dictador de su propio juicio, señor de sus pensamientos. Aún no era
trascendente, la sociedad era todavía una caótica paridad entre lo uno y lo
otro y él aún era nada sacada de la nada, un sinsentido, vacío; sin embargo,
paradójicamente, lo era todo, estaba lleno, lleno de nada pero lleno al fin. Se
creyó infinitamente capaz de realizar cualquier sueño, de alcanzar cualquier
utopía. Desaparecieron el espacio sensible y el tiempo causal, lo indultaron de
las ataduras de la razón; la fuerza de gravedad lo dejó volar. Y voló. Y ahí
estaba ella, volando con él. Quiso agarrarla, abrazarla, tomarla entre sus brazos
y sentir su calor, ese tan infinito, lo deseó con tal vehemencia.
Todo empezó a
volver, su libertad se esfumó. Cayó. De pronto, oscuridad total.
*****
Cuando las primeras briznas de luz matinal se colaban
entre las persianas de la habitación se despertó. Estaba en el cuarto de un
hospital, sobrio y tranquilo, casi flemático. Echado sobre una cama de fierros
fríos y un colchón que apestaba a él, palpó el aire a su alrededor. Estaba
caliente, era familiar. Los dolores acompañaron inmediatamente a los primeros
movimientos, le punzaban ambos costados del abdomen, más el lado derecho, le
ardía la espalda y sentía que su nuca cargaba un peso enorme. En realidad le
dolía todo el cuerpo y unos delgados tubitos salían de su piel para ir a parar
a algún lugar que su cuello se negaba a enseñarle.
Se encontraba en la
Clínica San Borja, eran las 7:28 de la mañana, según marcaba el reloj de la
pared de enfrente con el logo del nosocomio. Notar esto, sin embargo, le
pareció, aunque vagamente, desagradable. Aún estaba adormecido, extraviado,
veía borroso. La puerta se abrió. Entró un doctor, lo vio despierto, salió un
momento y entraron sus padres: él con cara de deuda cancelada, ella de perrito castigado.
–Hijito
–su madre le acarició el cachete. Le dolió. –Al fin te despiertas. No, no te
muevas papito, por favor, el médico ha dicho que no puedes sentarte. ¡Hijo, por
favor! –se quejó como si de eso dependiera su vida.
–¿Cuánto
tiempo ha pasado?
–Has
estado en cuidados intensivos una semana –su padre estaba apoyado en una pared
con los brazos en los bolsillos. –Tu madre te está diciendo que no te muevas.
Se te han roto muchos huesos, tenías una perforación en el estómago, de suerte
tu cabeza solo salió con unos rasguños, ni siquiera sabemos en cuanto tiempo
vas a poder volver a caminar.
–Yo
te dije que no fueras a esa discoteca, una madre sabe porque dice las cosas –su
madre hablaba en un tono santurrón.
–¿Discoteca?
¿Qué discoteca? –a él la vista se le nublaba por momentos.
–Esa
discoteca que queda en el Jockey, pues… Utopía. ¿Acaso no me dijiste que así se
llamaba, mi amor?
–¿Qué?
Nunca llegué allí, mamá.
–Yo
lo sé. Y felizmente. Pero igual, si te hubieras quedado en la casa como te dije,
no te habría pasado esto...
–¿Felizmente?
–la interrumpió.
–La
discoteca se quemó esa noche, hijo –el semblante de su padre adquirió
solemnidad.
¿Se
había quemado? ¿Cómo podía haberse quemado la discoteca más cara de Lima? Un
momento…
–¡Mariana!
Mariana sí fue, papá. ¿Qué sabes de ella? ¿Está bien? –las palabras se
atolondraban en su boca mientras intentaba ponerse de pie.
Sus
padres se miraron y quedaron mudos un momento; esa mirada, sin embargo, hizo
inútiles las palabras que dirían después. Tal vez él hubiera preferido no
escucharlas. Las sintió golpearlo como martillazos en su maltratado cuerpo. Mientras
sus padres le hablaban, cerró los ojos, escuchó sus voces lejanas,
impertinentes. Solo se consoló en saber que por un momento, al menos por un
momento, que pareció una eternidad y un instante al mismo tiempo, había sido
todo lo que necesitó ser: nada.
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