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05 agosto 2012

Utopía

Cuento corto, pequeña historia, vómito del subconsciente. Algo así.
















A esas alturas de la madrugada, en el cielo limeño no se divisaba ni una sola estrella. Siempre se preguntó si eso que llamaban “panza de burro” era solo una acumulación de nubes, neblina propia de una ciudad costera, o una especie de contaminación grotesca que terminaría acabando con su vida en pocos años. Padecía de asma. Manejaba el Audi A6 que su papá le había regalado por su último cumpleaños, elegante y poderoso. Las calles estaban casi vacías, lo que le permitía acelerar a fondo entre semáforo y semáforo; la ventanilla polarizada a medio subir y el inhalador debajo del freno de mano, alargaba la primera y la segunda para tomar velocidad y ganarle a la siguiente luz roja. Conducía por Pershing con dirección a Javier Prado. Siempre le había gustado correr y esta vez, con más razón, sentía que la fuerte corriente de aire frío que se colaba en su auto le estaba ayudando a calmar un poco la irritación. Bajó un poco más la ventanilla, encendió la radio.

            Estúpida, pensaba mientras las llantas del poderoso A6 chillaban suplicándole que redujera la velocidad al menos en las curvas, es una estúpida y ahora sí la cagó. Encontró una radio ochentera. Sentía como le temblaban las sienes. Los edificios y los árboles de la berma central de la Avenida Javier Prado, que une Este y Oeste en Lima, desaparecían a ambos lados como jalados por un remolino de rabia y frustración. Pedrito, en la radio, explicaba cómo es que sucede así cuando una chica es sensual, mientras él hacía un esfuerzo por pisar el freno a escasos metros del semáforo de Camino Real. La espera era eterna y solo cruzaban un par de carros. ¿Quién chucha se creía para hacerle eso a él? Perra. Pero esta sí no se la perdonaba. Un niño se acercó a su ventanilla ensayando su mejor cara de lamento. Le dio la primera moneda que encontró, ni siquiera lo miró. Era tiempo de un nuevo comienzo, cuatro años de relación lo habían vuelto medio imbécil, a disfrutar su soltería, a disfrutar sus 19. Pero sabía que estaba engañándose a sí mismo.

            El semáforo cambió justo cuando otro niño, aún más pequeño, se acercaba a su carro. Le subió la luna y arrancó. No jodas, todos tenemos problemas. Unas cuantas cuadras más allá su conciencia decidió recordarle que existía. Gran parte de su vida transcurría en una lucha constante entre sus ideales y su conciencia, entre la racionalidad inherente a lo que creía cierto y posible, y la irracionalidad de los prejuicios y resentimientos que acumulaba inconscientemente. Su bolsillo vibró. Mariana. Tiró el celular en el asiento del copiloto. Continuó vibrando. No podía entender por qué siempre se empeñaba en hacer las cosas bien mientras la vida continuaba diciéndole a gritos que sea una mierda. Un semáforo en rojo, lo pasó. El celular no paraba de vibrar. El inconsciente, de joder. Ese que bloquea las iniciativas, los anhelos, los aleja, los disuelve; utopías grandes, perfectas, desmedidas, imposibles, todas resumidas en un solo perfecto sueño: trascender. Pero se le escapaba, lo esquivaba, se resbalaba entre sus más profundos y sinceros deseos, y sus más oscuros resentimientos.

            La presión que ejercía en las encías empezaba a dolerle, las sienes también. La olla estaba a punto de reventar y no había elegido el mejor momento para terminar de colmarse. Bajó de nuevo la ventanilla, el celular volvió a vibrar. Mariana, un mensaje. Lo cogió sin reducir la velocidad. “No me voy a malograr la noche x tu culpa… no se tu pero yo si voy”. De pronto, un nudo en la garganta, un vacío que presionaba por salir, que le impedía tragar saliva. Había perdido casi por completo la atención en la pista, tanteó con la mano el asiento de atrás y encontró la botella de vodka que había llevado para hacer previos en la casa del ‘gordo’ con su enamorada, o ex enamorada. Estaba sellada. Al volver la vista a la avenida tuvo que esquivar a un transeúnte que intentaba cruzar por la mitad de la calle, casi lo atropella. Cholo de mierda, aprende a cruzar. Pero otra vez la conciencia. Abrió la botella.

            La noche no era ni muy fría ni muy caliente, típica de Lima, complaciente, aletargante. Rio le cantaba a Carol, la niña rica que quiere un viaje a Londres y un auto nuevo, pero sobre todo, quién diría, poder hablar con su mamá. Un sorbo largo, decidido, necesitado. Otro. Así que ella iba a ir, así que todas esas lágrimas significaron nada. A cada sorbo sentía la imperiosa necesidad de uno más, de bloquear todos esos pensamientos que comenzaban a emerger para ir a acumularse directo en su garganta, pero, por el contrario, parecía que cada sorbo desnudaba una desilusión engañosamente vestida con el delgado manto del tiempo, del miedo y las risas falsas. Los primeros desvíos empezaron a aparecer, se estaba construyendo una vía expresa en el tramo este de la Javier Prado, lo que ocasionaba una maraña de bifurcaciones y pasos estrechos, pistas rotas y cintas amarillas con calaveras. Las ruedas seguían chillando.

            Cuando llegó a la mitad de la botella las luces de los faroles parecían disparos en la noche austera: rápidos, cegadores. Los edificios, los árboles, todo el paisaje urbano de los distritos más adinerados de Lima, recto, conservador y con una seguridad manifiesta pero tan falsa como la vacía trascendencia que creían haber alcanzado sus moradores; todo ello comenzaba a tambalearse frente a él, desapareciendo en el borde de la ventana delantera y reemplazándose por más de lo mismo. Casi atropella a otro hombre. O habría sido una señal de desvío bastante ancha. Los pensamientos ya eran libres en su cabeza, habiendo el alcohol destruido, como nunca antes, todas las barreras que inútilmente había tratado de construirles para encasillarlos. Flotaban, jugaban con sus emociones, apretaban el acelerador, zumbaban en sus oídos, soltaban el timón para poder vaciar aún más la botella, algunos escapaban entre lágrimas.

Ahí estaba su papá diciéndole que fuera productivo, que se dejara de huevadas, los escritores no aportan a la sociedad hijo, tienes que ser un técnico, un economista; su mamá, nerviosa, estresada, falsa, insinuando que un carro sería un regalo muy peligroso, no me parece que esté preparado, cúbrete hijito te vas a enfermar, es como darle una pistola a un niño, imagínate si se choca, ¿quiénes vamos a ser los responsables?, no seas tan pesada mujer, ya entra a la casa que es muy tarde, ¿no habrás estado tomando no?, déjalo que aprenda carajo, que gaste su plata y que aprenda a ganársela, yo a tu edad me iba de boleto a todos lados pero, ¿cómo que sí has estado tomando?, si mi amor, cuando seas más grande vas a poder salir a jugar, no quemes etapas en la vida.

Alargó la mano, podía tocarlos, eran fríos, lejanos, eran de vidrio. Pero, aún más importante, ahí estaba ella, Mariana, llorando, llorándole, derramando finalmente el vaso con sus lágrimas. Y se rebalsó, pero no cayó en un hilo delgado y suave, explotó en un torrente agresivo, como si las leyes del espacio se hubieran roto y se hubiera almacenado mucha más cantidad de la posible. No era trascendente, no era nadie, nada más que un montón de ideales inútiles e inconclusos: nada. Nunca había llorado tan sinceramente. Nunca había manejado borracho.

            Lo siguiente fue una sucesión de momentos e imágenes nebulosas, incomprensibles en ese momento. No vio la barrera hasta que estuvo en frente del capó. Nunca recordó haber pisado el freno, pero sí escuchó las llantas chillar por última vez aquella noche, aunque la velocidad nunca disminuyó, tal vez fue una especie de desquite. No volvería a ver ni oír nada hasta algunos días después. Sintió que los vidrios desgarraban una piel ajena, una especie de cobertura inútil para lo que él era en ese momento. Ni los profundos cortes en la cabeza, ni el pinchazo en el lado derecho, ni siquiera esa punta que desgarró casi por completo su espalda le dolieron. Todo eso era tan lejano e impropio como el poderoso y elegante Audi o el remolino de casas tambaleantes.

Y entonces, en un momento que se hizo eterno, se sintió completamente libre, redimido, soberano y dictador de su propio juicio, señor de sus pensamientos. Aún no era trascendente, la sociedad era todavía una caótica paridad entre lo uno y lo otro y él aún era nada sacada de la nada, un sinsentido, vacío; sin embargo, paradójicamente, lo era todo, estaba lleno, lleno de nada pero lleno al fin. Se creyó infinitamente capaz de realizar cualquier sueño, de alcanzar cualquier utopía. Desaparecieron el espacio sensible y el tiempo causal, lo indultaron de las ataduras de la razón; la fuerza de gravedad lo dejó volar. Y voló. Y ahí estaba ella, volando con él. Quiso agarrarla, abrazarla, tomarla entre sus brazos y sentir su calor, ese tan infinito, lo deseó con tal vehemencia. 



Todo empezó a volver, su libertad se esfumó. Cayó. De pronto, oscuridad total.

*****

Cuando las primeras briznas de luz matinal se colaban entre las persianas de la habitación se despertó. Estaba en el cuarto de un hospital, sobrio y tranquilo, casi flemático. Echado sobre una cama de fierros fríos y un colchón que apestaba a él, palpó el aire a su alrededor. Estaba caliente, era familiar. Los dolores acompañaron inmediatamente a los primeros movimientos, le punzaban ambos costados del abdomen, más el lado derecho, le ardía la espalda y sentía que su nuca cargaba un peso enorme. En realidad le dolía todo el cuerpo y unos delgados tubitos salían de su piel para ir a parar a algún lugar que su cuello se negaba a enseñarle.

Se encontraba en la Clínica San Borja, eran las 7:28 de la mañana, según marcaba el reloj de la pared de enfrente con el logo del nosocomio. Notar esto, sin embargo, le pareció, aunque vagamente, desagradable. Aún estaba adormecido, extraviado, veía borroso. La puerta se abrió. Entró un doctor, lo vio despierto, salió un momento y entraron sus padres: él con cara de deuda cancelada, ella de perrito castigado.

            –Hijito –su madre le acarició el cachete. Le dolió. –Al fin te despiertas. No, no te muevas papito, por favor, el médico ha dicho que no puedes sentarte. ¡Hijo, por favor! –se quejó como si de eso dependiera su vida.

            –¿Cuánto tiempo ha pasado?

            –Has estado en cuidados intensivos una semana –su padre estaba apoyado en una pared con los brazos en los bolsillos. –Tu madre te está diciendo que no te muevas. Se te han roto muchos huesos, tenías una perforación en el estómago, de suerte tu cabeza solo salió con unos rasguños, ni siquiera sabemos en cuanto tiempo vas a poder volver a caminar.

            –Yo te dije que no fueras a esa discoteca, una madre sabe porque dice las cosas –su madre hablaba en un tono santurrón.

            –¿Discoteca? ¿Qué discoteca? –a él la vista se le nublaba por momentos.

            –Esa discoteca que queda en el Jockey, pues… Utopía. ¿Acaso no me dijiste que así se llamaba, mi amor?

            –¿Qué? Nunca llegué allí, mamá.

            –Yo lo sé. Y felizmente. Pero igual, si te hubieras quedado en la casa como te dije, no te habría pasado esto...

            –¿Felizmente? –la interrumpió.

           –La discoteca se quemó esa noche, hijo –el semblante de su padre adquirió solemnidad.

            ¿Se había quemado? ¿Cómo podía haberse quemado la discoteca más cara de Lima? Un momento…

            –¡Mariana! Mariana sí fue, papá. ¿Qué sabes de ella? ¿Está bien? –las palabras se atolondraban en su boca mientras intentaba ponerse de pie.

            Sus padres se miraron y quedaron mudos un momento; esa mirada, sin embargo, hizo inútiles las palabras que dirían después. Tal vez él hubiera preferido no escucharlas. Las sintió golpearlo como martillazos en su maltratado cuerpo. Mientras sus padres le hablaban, cerró los ojos, escuchó sus voces lejanas, impertinentes. Solo se consoló en saber que por un momento, al menos por un momento, que pareció una eternidad y un instante al mismo tiempo, había sido todo lo que necesitó ser: nada. 
            

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