La noche es caliente, pero no por ser de
verano. El calor es interior, recorre el cuerpo, empapa la camiseta. El calor baja
de las tribunas, donde la luz de las bengalas enciende la marea crema; donde un
niño de cara pintada le toma la mano a su padre que lo trajo a la cancha y lo
mira, ansioso, esperando encontrar en él la seguridad de que la bola cruzará la
línea de meta por última vez, de que podrán gritar y entregarse a la euforia
juntos. El padre no puede dársela, tantos años de gritos contenidos y copas que
se escapan lo han tornado vacilante. Solo le ofrece una sonrisa, le dice que
mire, que el último ejecutante ya va camino al punto de penal. El niño mira,
empinándose sobre su asiento, con la ilusión intacta. El estadio, todo, es una
caldera.
La caminata del centro del
campo al área es eterna, a la mayoría de jugadores les flaquean las piernas,
les gana el cansancio o los supera la presión de las instancias decisivas. A él
no. Con veinte años cumplidos y una cara que aparenta muchos menos, Mauricio
López avanza hacia la gloria con el pecho hinchado, la cabeza en alto y los
pies firmes en el suelo. La gloria está ahí, esperando a su pierna izquierda. Su
corta edad no lo atemoriza, a sus compañeros que patearon antes que él,
tampoco; sin embargo, el corazón le late a mil debajo de la U bordada en su
camiseta.
El árbitro le entrega la
pelota. Él la acomoda a su gusto, se toma su tiempo para seducirla, para entablar
una relación con ella, una relación fugaz pero deliciosa. Retrocede, espera la
orden y patea. Ella va a un lado del arco, dócil, sumisa, conquistada; el
arquero, al otro. Dicen que los zurdos siempre cruzan la pelota cuando patean
un penal. Él no.
La gradería explota.
Universitario de Deportes es campeón de la Copa Libertadores sub 20, le ha
ganado a Boca Juniors, el gigante argentino. Mauricio López corre con el puño
derecho en el aire, todos quieren cogerlo, abrazarlo, festejar con él. Pero no
pueden, no lo alcanzan, tiene eso que dan los títulos. Eso. Y mientras corre, un reportero estorba, impertinente, buscando
declaraciones, las mismas declaraciones de siempre. Qué va a saber él de copas, de títulos, de amores, de eso.
López llega a la norte, que es
una fiesta, y se une al grito de esas gargantas inflamadas, de esos corazones plenos,
de esas banderas que hondean orgullosas. En aquella misma tribuna, un niño de
cara pintada se funde en un abrazo eterno con su padre. En silencio le agradece
haberlo hecho hincha de la U, haberlo llevado a la cancha. Ambos lloran. Por un
momento, el padre es el niño, su ilusión está nuevamente intacta, su corazón,
como el de él, enteramente feliz.
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