La ley conocida como “SOPA” (Stop Online Piracy Act) causó, hace pocos
meses, gran revuelo en Internet. Millones de usuarios hicimos visible nuestro
descontento con ella mediante estados de facebook (y los respectivos clicks en “me gusta” a los estados de
los demás), entradas de blogs, imágenes o gags
de protesta; compartimos opiniones de especialistas en contra de la censura
y a favor de la laxitud en el tratamiento de la propiedad intelectual. En fin,
los más radicales incluso ayudaron a los Anonymous
a saturar los sitios web de las principales instituciones implicadas en la
promulgación.
Gracias a ese durísimo
trabajo, quizás gracias también a la presión ejercida por el auto-cierre
momentáneo de sitios web a los que hasta el intelectual más respingado se ha
asomado alguna vez –me refiero a
Wikipedia–, y, cómo no, a la siempre oportuna aparición de los parlamentarios
que se dejan llevar por la marea de la voz popular, el Congreso estadounidense
decidió congelar el debate sobre el proyecto de ley hasta conseguir un
consenso. En otras palabras, hasta que baje el alboroto cibernético. O si
quieren, hasta que los usuarios encontremos otra forma de canalizar nuestro
deseo de ser autónomamente relevantes, cómodamente sentados frente al
ordenador.
Más allá de las
diferencias técnicas que, por supuesto, casi ninguno entendió, SOPA, PIPA o
ACTA, significan lo mismo para nosotros y para efectos de este análisis: la
sensación de amenaza que nos despiertan los deseos de censurar y controlar la
producción de contenidos del espacio al que hemos empezado a sentir como más
nuestro, más democrático, menos imbuido del corporativismo capitalista que
solapadamente se convierte en la piedra en el zapato de nuestros románticos
anhelos de plena libertad. Léase, Internet. Y es que para un conjunto de
generaciones acostumbradas a tener que adaptar sus producciones culturales a
las estéticas de estos grupos de poder mediático, a haber sido siempre las
expresiones de contracultura en el
estudio de la comunicación, a aparecer como protestas y no como afirmaciones
espontáneas, Internet se ha convertido en el sitio en el que si nadie quiere
publicar mis artículos, pues hago mi blog y por ahí alguien me lee, por ahí y
me hago famoso, si soy marxista ortodoxo, neoliberal a ultranza, si soy
políticamente incorrecto, socialmente desagradable, ahora tengo donde
expresarme, hay un medio que somete mi singularidad a los reflectores de la opinión
pública sin la represión de los criterios utilitarios. Por fin la música es
gratis, las películas son gratis –¿por qué seguirán ganando tanto las
productoras y los estudios de Hollywood?–, los libros, el conocimiento, ¡pronto
todo será gratis!
Pero, ¿y si la
viralidad de los contenidos no es más que otra artimaña para vendernos
productos? ¿Si nuestro grado de estupidez aumenta de forma directamente
proporcional al tiempo que pasamos frente a la pantalla? ¿Y si Kony 2012 es la
reinvención del psicosocial a escala cibernética, si el gobierno ya controla
Internet y SOPA, PIPA o ACTA solo son señuelos? ¿Si solo sirven para crearnos
la ilusión de ser libres, de poder defender nuestra libertad, cuando cada vez
lo somos menos?¿Si los teóricos de Frankfurt tenían razón? ¿Si la comunicación
y la cultura son cada vez más banales? ¿Y si el mundo se acaba en diciembre? Quizás
Umberto Eco ser ría de este panorama, en plena cúspide del hedonismo posmoderno.
Quizás no. Quizás habría que preguntarle si se ríe cuando relee su obra Apocalípticos e Integrados. Quizás
habría que dejarlo reírse.
Sobre este famoso
semiólogo y comunicólogo italiano tratará el presente ensayo. Eco aparece en el
tiempo en el que los culturalistas británicos descubrían a los cuatro
fantásticos de Liverpool, a los hippies y al black power, y llegaban a entender que, por más que la cruda Teoría
Crítica pintara un pedazo de realidad (que hasta hoy muchos siguen pintando con
los mismos colores), no lograba notar, en su esencia elitista, que el poder de
control de los medios cedía ante el discernimiento y el poder de elección de
las audiencias. En este contexto de revalorización del elemento receptor de los
modelos de comunicación, en una época en la que en vez de Internet teníamos
comics, televisión, radio o cine, Eco sintetiza de manera excelente esa
dialéctica aspirante a hegeliana entre la Teoría Crítica y el estructural
funcionalismo de los padres fundadores, y se abre paso con sus teorías hacia el
campo de la semiótica. Todo ello será desarrollado en las líneas que vienen a
continuación como su aporte al estudio de la comunicación.
Umberto Eco, el bondólogo.
Umberto Eco nació en el norte de
Italia, en la ciudad de Alessandria, región de Piamonte. El gobierno fascista
italiano llamó a su padre, un contador llamado Giulio, a servir en el ejército
durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces, el pequeño Umberto se mudó a un poblado en las montañas piamontesas. Allí recibió
una educación salesiana, congregación
sobre la cual ha hecho varias referencias durante posteriores trabajos y
entrevistas. Sin embargo, durante sus estudios universitarios Eco dejaría de
creer en Dios y se apartaría de la Iglesia Católica Romana.
Su apellido es un
anacronismo de la construcción latina ex
caelis oblatus, que traducida al español significa “regalo caído del cielo”
y que fue dada a su abuelo por un oficial de la ciudad donde vivía.
Curiosamente, encontramos una alta carga simbólica en el apellido de uno de los
semióticos más reconocidos de la historia. Eco tenía doce hermanos, así que,
por obvios motivos, su padre lo quiso obligar a estudiar derecho, una historia
por la que tantos han pasado. Él, sin embargo, entró a la Universidad de Turín
a estudiar Filosofìa y Letras. Su tesis doctoral da bastantes luces sobre su
posterior campo de estudio, y sería publicada en un libro titulado El problema estético en Santo Tomás de
Aquino dos años más tarde.
Comenzó a ejercer la
docencia, como muchos académicos, en su alma máter. También trabajó dando
cátedra en las facultades de Arquitectura de las Universidades de Florencia y
Milán, siendo esta una disciplina que se basa en gran medida en la propuesta
estética de su realizador. En 1975 empieza a estudiar semiótica en la
Universidad de Bolonia y sería en esta ciencia, fundada por el lingüista suizo
Ferdinand de Saussure, en donde se reconocerían sus mayores aportes al estudio
de la comunicación. Hasta hoy enseña semiótica en Bolonia.
En paralelo a su
carrera como docente, trabajó entre 1955 y 1958 en la RAI (Radiotelevisione
Italiana), trabajando como editor cultural para la televisión. En 1963, junto a
otros intelectuales italianos, entre ellos pintores, músicos y escritores a
quienes había conocido en aquél trabajo, funda el Grupo 63, que sería muy
influyente en sus posteriores obras académicas. Creó, en la primera década del
siglo XXI, la Escuela Superior de Estudios Humanísticos de Bolonia, destinada a
que los licenciados de alto nivel interesados puedan difundir la cultura
universal. Es cofundador y secretario de la Asociación Internacional de
Semiótica y en 2002 fue nombrado presidente del Consejo Científico del
Instituto Italiano de Estudios Humanísticos.
En 1962, un año antes
de conformar el Grupo 63, Eco se casa con Renate Ramge, con quien tiene un hijo
y una hija. Hoy, se sabe que divide su tiempo entre su departamento en Milán y
su casa de vacaciones en la estéticamente medieval ciudad de Urbino. Las
bibliotecas de ambas casas suman una cifra impresionante de hasta cincuenta mil
volúmenes. Finalmente, Eco es miembro de la legión de honor francesa, Caballero
Gran Cruz de la Orden de Mérito de la República Italiana y ganador del premio
Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades. Por si todo esto no fuera
poco, Eco también es considerado un “bondólogo” ¿Un bondólogo? Sí, este término
es usado para designar a los expertos en James Bond, el famoso agente 007
creado por Ian Fleming.
Umberto Eco ha escrito
mucho, tanto novelas como libros y ensayos académicos. Entre los primeros está
el que lo lanzó a la fama, El nombre de
la Rosa, publicado en 1980, es una fábula de misterio ambientada en un
monasterio de la Edad Media. Su éxito es tal que fue llevada al cine por el
director francés Jean-Jacques Annaud. Otras novelas suyas son: El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina (2004), y la más reciente, El Cementerio de Praga (2010).
Por otro lado, en lo
referente a los trabajos de no ficción, el que tendrá más relevancia durante
las siguientes líneas es, sin dudas, Apocalípticos
e Integrados ante la cultura de masas,
de 1965, en el que propone la caracterización, aunque según el mismo mezquina,
de las corrientes de teóricos de la comunicación que plantean la existencia de
una cultura de masas bajo los adjetivos presentes en el título. Este tema, así
como algo de su planteamiento desde la semiótica, será desarrollado en las
siguientes secciones. Otras obras académicas importantes de Eco son: Obra abierta (1962), Diario Mínimo (1963), La estructura ausente (1968), La definición del arte (1970), La forma y el contenido (1971), El Signo (1973), Tratado de Semiótica General (1975), El superhombre de masas (1976), Desde
la periferia al Imperio (1977), Lector
in fabula (1979), Semiótica y
filosofía del lenguaje (1984), Los
límites de la interpretación (1990), Seis
paseos por los bosques narrativos (1990), La búsqueda de la lengua perfecta (1994), Kant y el ornitorrinco (1997) y Cinco
escritos morales (1998).
Apocalípticos e Integrados. ¿Escuela de Frankfurt y estructural funcionalismo?
Para poder entender a cabalidad
estos conceptos y su implicación diacrónica en los estudios de la comunicación,
es importante, si no necesario, darles
contexto. Ello mediante la explicación, a grandes rasgos, de las dos corrientes
antagónicas que aparecían como predominantes en estos estudios: La Teoría
Crítica de la Escuela de Frankfurt y el estructural funcionalismo de los padres
fundadores o miembros de la Mass
Communication Research. Cada una encajará, luego de una sucinta revisión, en
el perfil tanto de apocalípticos como de integrados planteado por Eco, y así
quedará clara la transcendencia de esta caracterización a través de la
historia, corta pero importante, de la comunicación como disciplina de estudio,
y más allá de la percepción propia del autor.
El estructural
funcionalismo es el primer intento de fijar los conceptos metodológicos para el
estudio de la comunicación humana, conceptos creados exclusivamente para este
tipo de comunicación y no adaptados desde la comunicación entre aparatos (el
teléfono o el telégrafo), como el famoso modelo de Shannon y Weaver,
erróneamente extendido. Esta fijación conceptual se pone de manifiesto en la
famosa frase del cientista político Harold Lasswell: “Todo proceso de comunicación
se puede resumir en quién dice qué, a quién, por qué canal y con qué efecto.”
Esta frase da cuenta de la excesiva simplicidad con la que se entiend{ia el
proceso comunicativo, pero configuraría un método de estudio que tendrá primacía
en esta corriente durante los años 40 y 50. Un modelo lineal y unidireccional,
en donde el receptor, el “a quién”, no tiene capacidad de retroalimentación
hacia los medios que emiten el mensaje. Además, solo toma en cuenta una porción
de algo más amplio, se enfoca en una línea comunicacional sin cuestionarse
quiénes están detrás de los grandes medios y qué intereses tienen, quiénes son
y por qué les encargan hacer los estudios que hacen. Si bien esta no llega a
ser del todo una forma de descalificación, los teóricos de Frankfurt la usarían
para criticarlos.
Este modelo pionero consigue
atomizar los conceptos para poder ordenarlos, es decir, separa campos de
estudio (del emisor, del mensaje, del canal, del receptor y del efecto) para
poder analizarlos de forma particular e independiente, detallada y científica.
Sus mayores exponentes son académicos provenientes de las ciencias exactas,
acostumbrados a experimentar en ambientes controlados, cambiando solo variables
y analizando sus resultados en forma de efectos. Ciertamente, este análisis de
los efectos de los medios de comunicación sobre la masa pasiva es otro de los
elementos reconocibles en este conjunto de investigadores de la comunicación.
Sin embargo, hay que decir que ellos superan la teoría de la “aguja
hipodérmica”, es decir, la creencia extendida hasta ese momento de que los
mensajes de los medios penetraban en la masa como el líquido de las
inyecciones, de forma directa y sin barreras. Para ellos, sí hay obstáculos y
formas determinadas de causar efectos en la audiencia, y se avocan a estudiar
ambos. Es cierto que investigadores como Paul Lazarsfield llegan a postular un
cierto grado de discriminación de los contenidos, legan a darle algo de poder a
la masa, pero estas son ideas aisladas que de ningún modo se acercan a la
corriente principal de investigación de este grupo de padres fundadores.
No obstante todo ello, lo que más
datos aporta a esta síntesis sobre el carácter de “integrados” de los miembros
de esta corriente es la visión que tienen de las funciones de la comunicación.
Para ellos, los medios actúan como mecanismos de regulación social, es decir,
como las arterias del cuerpo que llevan la información de unos órganos a otros
para regular –y restablecer en caso sea necesario– las funciones de estos hacia
una adecuada marcha del conjunto. Los medios son la extensión de los ojos del
público, fiscalizan, vigilan e informan, en ellos se legitiman los líderes y se
construye o derrumba el prestigio de un actor social. Cualquier persona con un
poder adquisitivo mínimo como para conseguir un televisor, una radio o comprar
el diario tiene acceso al mensaje; son democráticos y democratizantes. Son el
Internet de aquella época. Esto, claro, desde el punto de vista de aquellos que
trabajan, estudian y producen los contenidos, de aquellos
estructural-funcionalistas como Lasswell, Lazarsfield, Hovland, etc., que estudian
el modelo dentro de y para las instituciones emisoras de
mensajes o aquellas que buscan controlar su emisión, como el Estado, la
Iglesia, el ejército o las empresas.
En el otro lado del prisma se erige la Teoría Crítica, planteada por un
grupo de intelectuales, en su mayoría judíos ricos y socialistas, huidos de la
Alemania nazi a tierras americanas, conocidos como la Escuela de Frankfurt.
Esta corriente de pensamiento se hace relevante porque pinta la estructura de
la sociedad de masas como condenada a la búsqueda de la sumisión camuflada de
estas masas mediante el uso de los medios de comunicación como fuertes aparatos
ideológicos con poder uniformador. Los ideólogos de la Teoría Crítica critican
a los funcionalistas diciendo que no se puede estudiar la comunicación
parcelándola en pequeños ámbitos como el canal o el efecto, sino que todo
estudio de esta debe incluir un panorama completo y transversal, no solo del
proceso comunicativo, sino de la organización de toda la sociedad. Ello desde
disciplinas como la filosofía, la sociología o la psicología. Así, su crítica
principal, y la que Eco da como uno de los rasgos resaltantes de los
integrados, es hacia su actitud no cuestionadora frente a los intereses que
están detrás de la emisión de mensajes en los medios. Para el modelo de la
Teoría Crítica, hay una alianza entre los adinerados dueños del capital y los
dueños de los grandes medios de comunicación para utilizarlos como a los
colegios, por ejemplo, haciendo que transmitan una visión sesgada y parcial del
mundo. Todo ello con el fin de mantener controlado al proletariado mientras se
le hace creer que es libre y feliz.
Este discurso es, a primera, segunda y ciertamente tercera vista,
sumamente apocalíptico. No obstante, el debate sobre la utilización de los
medios para intereses reñidos con la verdad, y amigos del dinero y el poder
sigue vigente en nuestros días. Uno de los ejemplos más importantes es el
reciente libro del Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa: La civilización del espectáculo.
Si extendemos más el pensamiento frankfurniano vemos que se define el
concepto “cultura” desde un punto de vista elitista. Ello en tanto la “cultura”
es aquella del ayer, aquella hecha por unos pocos pioneros e incomprendida por
el grueso de la masa ignorante. Esa cultura, pues, es expresión de la autonomía
del ser, es creación espontánea, y por ende, un desafío al statu quo, al orden imperante. Los contenidos derivados de la
alianza entre los poderosos dueños del capital y los medios de comunicación, ha
degenerado en una Cultura de Masas completamente banal y repetitiva, que busca
atontar al espectador, hacer que le sea demasiado trabajoso y demasiado
improductivo pensar en cuestionar el sistema. Y así, que se adapte a este y forme
parte de su proyecto, que venda su fuerza de trabajo como un proletario más,
que busque realizarse en trabajos alienantes y gaste su dinero en productos que
no sabe por qué necesita y que termina tirando poco tiempo después de
adquirirlos. Es lo que hoy llamaríamos “consumismo desenfrenado”.
Esta cultura es producida desde una Industria Cultural movida por una
lógica mercantil, en donde lo que se hace aparecer es solo aquello que vende y
que no molesta, no azuza ni hace pensar. Se produce en serie, como en una línea
de producción, bajo estándares similares, entregando resultados iguales y
sistemáticos. La cultura producida por las Industrias Culturales entonces no es
“cultura” en el sentido elitista, sino una pseudocultura que la masa pasiva
recibe y por la que se deja embrutecer. La masa, por supuesto, no es capaz de
discernir, producir ni retroalimentar. En general, habría que dedicar un ensayo
propio a explicar los pormenores de esta visión particular de la comunicación
dentro de la sociedad, no obstante, Jordi Busquet resume bastante bien la
visión que tienen los teóricos de Frankfurt, y en general los apocalípticos de
Eco, desde diez ideas sobre cómo ven a la “cultura de masas”. Estas ideas
sacadas de su libro Lo sublime y lo
vulgar (2008) me ahorrarán muchas líneas de explicación. Estas son:
i)
La cultura de masas es una cultura técnica.
ii)
El público de la cultura de masas es vulgar.
iii)
La cultura de masas es uniformadora.
iv)
La cultura de masas es conservadora.
v)
La cultura de masas es depredadora.
vi)
La cultura de masas genera confusión y
desconcierto.
vii)
La cultura de masas es mercantil.
viii)
La cultura de masas es mediocre.
ix)
La cultura de masas fomenta la pasividad.
x)
La cultura de masas es inmoral.
Lo cierto es que la categorización de Eco va más allá de los teóricos de
Frankfurt y los estructural-funcionalistas. Si bien entre los ejemplos que da
de los primeros menciona a personajes como Adorno y Horkheimer (precursores de
la Teoría Crítica de la sociedad) y hace lo mismo con los segundos y algunos de
sus autores más representativos; en realidad, lo que él hace es meter a todos
los pensadores previos y contemporáneos en uno u otro saco. Entonces, dentro de
este esquema, la postura de un pensador o intelectual de la comunicación, según
Eco, se enmarca o dentro del estigma “apocalíptico”, o dentro del “integrado”.
Y así, los rasgos del primero se corresponden al pesimismo y elitismo descrito
en los teóricos de Frankfurt, y los del segundo a los de los padres fundadores;
pero ambos incluyen a muchos otros pensadores,
(por ejemplo, Eco pone a Marshall McLuhan entre los “integrados”) cuyos
pensamientos solo se asemejan o se acercan a una categoría o a la otra. El
lector rápidamente notará que esa forma de categorizar es muy mezquina, y
ciertamente lo es; sin embargo, no es algo a lo que Eco sea ajeno, pues lo
aclara en las primeras líneas de su obra, con estas palabras:
“Es profundamente injusto encasillar las actitudes humanas –con todas
sus variedades y todos sus matices– en dos conceptos genéricos y polémicos como
son “apocalípticos” e “integrados”. Ciertas cosas se hacen porque la
intitulación de un libro tiene sus exigencias (se trata, como veremos, de
industria cultural, pero intentaremos especificar también que este término
tiene aquí el significado más “descongestionado” posible); y ciertas cosas se
hacen también porque, si se quiere anteponer una exposición preliminar a los
ensayos que siguen, se impondrá necesariamente la identificación de algunas
líneas metodológicas generales: y para definir aquello que no se quisiera hacer, resulta cómodo tipificar en extremo una serie
de elecciones culturales, que naturalmente se prestan a ser analizadas con
mayor concreción y serenidad. Pero esto incumbe a los diversos ensayos y no a
una introducción” (Eco 1977: 11)
A pesar de este grado de mezquindad, la categorización de las actitudes
frente a la comunicación de Umberto Eco en apocalípticos e integrados es famosa
y bastante divulgada. Esta, sin embargo, quedaría incompleta si no pasamos
revista, aunque sea sucintamente, a su propuesta semiótica, despertando así una
nueva forma de entender y modelar el proceso comunicativo.
Eco, el culturalista. Semiótica y comunicación.
“Si los teóricos apocalípticos de las comunicaciones de masas,
pertrechados con un pretencioso marxismo aristocrático de ascendencias
nietzschianas, suspicaces ante la praxis y aburridos por las masas, hubieran
tenido razón, en 1968 este muchacho [en referencia a un joven de la generación
italiana nacida y criada con la televisión] habría tenido que buscarse un digno
cargo en la Caja de Ahorros tras haberse graduado con una tesis sobre
“Benedetto Croce y los valores espirituales del arte”, cortándose los cabellos
una vez a la semana y colgando, el Domingo de Ramos, la rama de olivo bendecida
sobre el calendario de la Familia Cristiana, junto a la imagen del Sangrado
Corazón de Mike Bongiorno.
Pero sabemos lo que sucedió en
realidad. La generación televidente ha sido la generación de mayo del 68, la de
los grupúsculos, del repudio a la integración, de la ruptura con los padres, de
la crisis de la familia, de la suspicacia contra el latin lover y la aceptación de las minorías homosexuales, de los
derechos de la mujer, de la cultura de clase opuesta a la cultura de las
enciclopedias ilustradas” (Eco 1985: 174).
La
interrogante implícitamente presente en este fragmento del ensayo de Eco
titulado “¿El público perjudica a la
televisión?” y recopilado en el segundo volumen del libro Sociología de la Comunicación de Masas de Miguel de Moragas, es
perfecta para empezar a resumir la forma en la que aborda el problema,
planteado por él mismo al dividir a los pensadores de la comunicación entre
apocalípticos e integrados. Eco forma parte de una nueva corriente de
pensamiento, desarrollada en Europa, aunque mayormente en Inglaterra, por lo
que se le conocería posteriormente como los Estudios Culturales Británicos.
Estos intelectuales revalorizarían el poder del receptor dentro del modelo,
centrarían el reflector sobre él y su poder de elegir qué ver, de tener sus
propias interpretaciones de lo visto, y además, de producir sus propios
contenidos culturales. Esta línea la habían seguido, de manera muy tenue y de
ninguna forma como característica principal, algunos padres fundadores, como ya
mencioné líneas arriba. Serían, sin embargo, los británicos, testigos de
explosiones de cultura popular, cultura creada en bares, parques y barrios, por
minorías marginadas y grupos con poco o ningún poder adquisitivo, los bealtes,
el poder negro, el hipismo, el pacifismo, etc., etc., quienes se darían cuenta
de que sí era posible que la masa produjera cultura. Y que los contenidos de
esta, contestatarios como eran, eran tomados
en muchas ocasiones por los medios de comunicación en su afán de congeniar
con su audiencia, porque su poder ya no era asimétrico. La balanza se
equilibraba por el lado del receptor.
En esta línea, Umberto
Eco propone, desde la semiótica, una serie de ideas y conceptos que esclarecen
las interrogantes sobre por qué y cómo discriminamos e interpretamos los
contenidos ofrecidos por los medios (a veces tomados de la propia cultura
popular, como dije). A grandes rasgos explica que todo contenido cultural,
desde cómo nos vestimos, la forma de una construcción, una pintura, una foto,
una película, etc., constituye un lenguaje, formado por códigos, que a su vez
están compuestos por ciertos signos y ciertas reglas de combinación de esos
signos. A partir de aquí podemos hablar de lenguaje audiovisual, lenguaje de la
moda, entre otros. Este lenguaje se expresa en forma de un discurso
estructurado portador de significantes mediante una propuesta estética. Los
significantes son las unidades expresivas, son las letras de la palabra, los
planos de la toma, etc., que, mediante un proceso de selección y combinación,
quieren decir algo. Este algo que quieren decir es el significado que le da el
autor del mensaje, el autor del discurso. Sin embargo, el significado contenido
en el significante emitido por el autor, pasa a través del canal y llega al
receptor. Y he aquí el meollo del asunto. El poder del receptor es su propia
incapacidad para leer en esos discursos, en esos mensajes, el significado
exacto que le impuso quien los creó.
Entonces, ¿por qué si la televisión (los medios por extensión) buscan
crear una sociedad de una manera, los miembros se comportan o actúan de una
manera diametralmente opuesta, aún cuando estos comportamientos expresan
actitudes asumidas e interiorizadas desde la televisión? Porque la televisión,
por sí sola, no tiene el poder de moldear el comportamiento ni la manera de
pensar de las personas, y a su vez, porque las personas entienden los
contenidos de la televisión de formas diferentes a la intención comunicativa
inicial. Esto se debe a que el significado original adherido al significante
emitido en el discurso, es decir el que quiso darle el autor, tiene muchas
interpretaciones posible, lo que Eco llamo interpretaciones
aberrantes. Estas son las que difieren, aunque quizás no en las antípodas,
de la interpretación que quisiera el autor que tengan los receptores. Por otro
lado, es un receptor o intérprete ideal, según
Eco, aquél que interpreta exactamente ese significado original. En conclusión,
felizmente para nosotros, no somos un conjunto uniforme de receptores ideales.
¿Por qué interpretamos y valoramos los discursos de diferentes maneras?
Porque somos portadores de nuestros propios códigos y subcódigos, provenientes
a su vez de nuestras culturas y subculturas particulares. Estos moldean nuestra
forma de entender una cosa u otra. Aquí es siempre útil el clásico ejemplo de
los esquimales que tienen hasta cuatro palabras para definir cuatro formas de
nieve diferentes para sus ojos adiestrados, palabras que nosotros, desde una
cultura diferente, agruparíamos simplemente en “nieve”. Nuestras vivencias,
nuestro esquema psicosocial, nuestro nivel de educación, entre otros, son parte
de esos factores que determinan nuestro entendimiento hacia lo positivo o hacia
lo negativo.
Y así, nuestra procedencia cultural nos inclina a valorar las propuestas
estéticas, los elementos significantes, entre otras cosas. Estamos, entonces,
en constante negociación con los medios, tanto porque producimos nuestro propio
contenido de cultura popular, como porque somos capaces de discernir qué ver, y
valorar y reflexionar sobre lo visto. El proletariado, la antes vulgar masa, las personas comunes y corrientes no son más seres pasivos; diferenciamos, escogemos y juzgamos lo que nos dicen los medios, esos medios
que, quién sabe, pueden tener la intención de alienarnos y uniformizarnos. Al
final, es una constante lucha en la que, como toda, hay avances y retrocesos,
pero en la que no estamos indefensos ni avasallados. Por eso, entre el elitismo
pesimista de los apocalípticos y la inocente confianza de los integrados, Eco
le dice no a ambos.
Conclusiones.
- Umberto Eco es parte de la corriente de pensamiento culturalista desarrollada entre los años 50-60-70 en Europa que se asombra de las muestras de cultura popular procedente de la masa, antes concebida como pasiva. Entre estas muestras están el surgimiento de grupos como los Beatles, los Rolling Stones, de movimientos como el hipismo, el poder de la comunidad afroamericana, el feminismo o el pacifismo. Eco dedica la mayoría de su vida a los campos de la estética, la semiótica y la comunicación.
- Su ensayo más relevante, en cuanto a las teorías de la comunicación, es el famoso Apocalípticos e Integrados ante la cultura de masas. En él ofrece una categorización que, aunque mezquina, sirve bastante para comprender las dos formas antagónicas de pensar la comunicación. Por un lado, los apocalípticos tienen una visión pesimista de la comunicación en la sociedad desde una posición elitista y muchas veces marxista. Por otro, los integrados tienen una fe ciega e inocente en la producción de contenidos y la democratización de estos mediante las nuevas tecnologías de información. Ante esto, la propuesta de Eco se distancia de ambas.
- Apocalípticos e integrados se pueden acomodar a dos corrientes que hemos estudiado: los estudiosos de Frankfurt y su Teoría Crítica, en su mayoría judíos socialistas y ricos asimilados por la sociedad americana; y la de los estructural-funcionalistas o padres fundadores. Los primeros conciben una sociedad en donde la alianza entre los dueños del capital y los medios de comunicación dan lugar a una Industria Cultural que produce una pseudo cultura de masas estupidizante y uniformadora. Los segundos tienen una fe somera en el sistema y en los efectos democráticos de la producción masiva de contenidos. No cuestionan en absoluto los intereses detrás de esta producción porque están ocupados en crearla o estudiarla desde adentro. Ambos conciben en el modelo un receptor pasivo, sin capacidad de retroalimentación, valoración o discernimiento.
- La propuesta de Umberto Eco se enmarca dentro de la revalorización del poder del receptor y se aleja tanto de apocalípticos como de integrados, en tanto considera que pueden existir intereses detrás de la emisión de mensajes, pero el receptor no está indefenso y pasivo antes ellos. Los contextos culturales dotan al lector de los discursos de los medios de armas para diferenciar, escoger y valorar sus propuestas desde ciertas formas de entendimiento particulares, convirtiéndonos en masas no uniformes que mezclan a muchos intérpretes aberrantes con algunos otros ideales (generalmente los que tienen el mismo nivel de educación que el productor del mensaje que, a su vez, generalmente son los que estudian la comunicación. Por ello siempre se había entendido este significado embobante de los contenidos de la “cultura de masas”).
Bibliografía.
BUSQUET, Jordi
2008 Lo sublime y lo vulgar: la cultura de masas
o la pervivencia de un mito. ¿?: UOC.
ECO, Umberto
1977 Apocalípticos e Integrados frente a la
comunicación de masas. Volumen II. Traducción de Andrés Boglar. Quinta
edición. España: Lumen.
MORAGAS, Miguel de
1985 Sociología de la Comunicación de Masas. Madrid:
Editorial Gustavo Gili.
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