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19 julio 2012

Umberto Eco, semiótica y comunicación.

Ensayo. 

La ley conocida como “SOPA” (Stop Online Piracy Act) causó, hace pocos meses, gran revuelo en Internet. Millones de usuarios hicimos visible nuestro descontento con ella mediante estados de facebook (y los respectivos clicks en “me gusta” a los estados de los demás), entradas de blogs, imágenes o gags de protesta; compartimos opiniones de especialistas en contra de la censura y a favor de la laxitud en el tratamiento de la propiedad intelectual. En fin, los más radicales incluso ayudaron a los Anonymous a saturar los sitios web de las principales instituciones implicadas en la promulgación.

            Gracias a ese durísimo trabajo, quizás gracias también a la presión ejercida por el auto-cierre momentáneo de sitios web a los que hasta el intelectual más respingado se ha asomado alguna vez –me  refiero a Wikipedia–, y, cómo no, a la siempre oportuna aparición de los parlamentarios que se dejan llevar por la marea de la voz popular, el Congreso estadounidense decidió congelar el debate sobre el proyecto de ley hasta conseguir un consenso. En otras palabras, hasta que baje el alboroto cibernético. O si quieren, hasta que los usuarios encontremos otra forma de canalizar nuestro deseo de ser autónomamente relevantes, cómodamente sentados frente al ordenador.

            Más allá de las diferencias técnicas que, por supuesto, casi ninguno entendió, SOPA, PIPA o ACTA, significan lo mismo para nosotros y para efectos de este análisis: la sensación de amenaza que nos despiertan los deseos de censurar y controlar la producción de contenidos del espacio al que hemos empezado a sentir como más nuestro, más democrático, menos imbuido del corporativismo capitalista que solapadamente se convierte en la piedra en el zapato de nuestros románticos anhelos de plena libertad. Léase, Internet. Y es que para un conjunto de generaciones acostumbradas a tener que adaptar sus producciones culturales a las estéticas de estos grupos de poder mediático, a haber sido siempre las expresiones de contracultura en el estudio de la comunicación, a aparecer como protestas y no como afirmaciones espontáneas, Internet se ha convertido en el sitio en el que si nadie quiere publicar mis artículos, pues hago mi blog y por ahí alguien me lee, por ahí y me hago famoso, si soy marxista ortodoxo, neoliberal a ultranza, si soy políticamente incorrecto, socialmente desagradable, ahora tengo donde expresarme, hay un medio que somete mi singularidad a los reflectores de la opinión pública sin la represión de los criterios utilitarios. Por fin la música es gratis, las películas son gratis –¿por qué seguirán ganando tanto las productoras y los estudios de Hollywood?–, los libros, el conocimiento, ¡pronto todo será gratis!

            Pero, ¿y si la viralidad de los contenidos no es más que otra artimaña para vendernos productos? ¿Si nuestro grado de estupidez aumenta de forma directamente proporcional al tiempo que pasamos frente a la pantalla? ¿Y si Kony 2012 es la reinvención del psicosocial a escala cibernética, si el gobierno ya controla Internet y SOPA, PIPA o ACTA solo son señuelos? ¿Si solo sirven para crearnos la ilusión de ser libres, de poder defender nuestra libertad, cuando cada vez lo somos menos?¿Si los teóricos de Frankfurt tenían razón? ¿Si la comunicación y la cultura son cada vez más banales? ¿Y si el mundo se acaba en diciembre? Quizás Umberto Eco ser ría de este panorama, en plena cúspide del hedonismo posmoderno. Quizás no. Quizás habría que preguntarle si se ríe cuando relee su obra Apocalípticos e Integrados. Quizás habría que dejarlo reírse.

            Sobre este famoso semiólogo y comunicólogo italiano tratará el presente ensayo. Eco aparece en el tiempo en el que los culturalistas británicos descubrían a los cuatro fantásticos de Liverpool, a los hippies y al black power, y llegaban a entender que, por más que la cruda Teoría Crítica pintara un pedazo de realidad (que hasta hoy muchos siguen pintando con los mismos colores), no lograba notar, en su esencia elitista, que el poder de control de los medios cedía ante el discernimiento y el poder de elección de las audiencias. En este contexto de revalorización del elemento receptor de los modelos de comunicación, en una época en la que en vez de Internet teníamos comics, televisión, radio o cine, Eco sintetiza de manera excelente esa dialéctica aspirante a hegeliana entre la Teoría Crítica y el estructural funcionalismo de los padres fundadores, y se abre paso con sus teorías hacia el campo de la semiótica. Todo ello será desarrollado en las líneas que vienen a continuación como su aporte al estudio de la comunicación.

Umberto Eco, el bondólogo. 


Umberto Eco nació en el norte de Italia, en la ciudad de Alessandria, región de Piamonte. El gobierno fascista italiano llamó a su padre, un contador llamado Giulio, a servir en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces, el pequeño Umberto se mudó a un  poblado en las montañas piamontesas. Allí recibió una educación salesiana,  congregación sobre la cual ha hecho varias referencias durante posteriores trabajos y entrevistas. Sin embargo, durante sus estudios universitarios Eco dejaría de creer en Dios y se apartaría de la Iglesia Católica Romana.

            Su apellido es un anacronismo de la construcción latina ex caelis oblatus, que traducida al español significa “regalo caído del cielo” y que fue dada a su abuelo por un oficial de la ciudad donde vivía. Curiosamente, encontramos una alta carga simbólica en el apellido de uno de los semióticos más reconocidos de la historia. Eco tenía doce hermanos, así que, por obvios motivos, su padre lo quiso obligar a estudiar derecho, una historia por la que tantos han pasado. Él, sin embargo, entró a la Universidad de Turín a estudiar Filosofìa y Letras. Su tesis doctoral da bastantes luces sobre su posterior campo de estudio, y sería publicada en un libro titulado El problema estético en Santo Tomás de Aquino dos años más tarde.

            Comenzó a ejercer la docencia, como muchos académicos, en su alma máter. También trabajó dando cátedra en las facultades de Arquitectura de las Universidades de Florencia y Milán, siendo esta una disciplina que se basa en gran medida en la propuesta estética de su realizador. En 1975 empieza a estudiar semiótica en la Universidad de Bolonia y sería en esta ciencia, fundada por el lingüista suizo Ferdinand de Saussure, en donde se reconocerían sus mayores aportes al estudio de la comunicación. Hasta hoy enseña semiótica en Bolonia. 

            En paralelo a su carrera como docente, trabajó entre 1955 y 1958 en la RAI (Radiotelevisione Italiana), trabajando como editor cultural para la televisión. En 1963, junto a otros intelectuales italianos, entre ellos pintores, músicos y escritores a quienes había conocido en aquél trabajo, funda el Grupo 63, que sería muy influyente en sus posteriores obras académicas. Creó, en la primera década del siglo XXI, la Escuela Superior de Estudios Humanísticos de Bolonia, destinada a que los licenciados de alto nivel interesados puedan difundir la cultura universal. Es cofundador y secretario de la Asociación Internacional de Semiótica y en 2002 fue nombrado presidente del Consejo Científico del Instituto Italiano de Estudios Humanísticos.

            En 1962, un año antes de conformar el Grupo 63, Eco se casa con Renate Ramge, con quien tiene un hijo y una hija. Hoy, se sabe que divide su tiempo entre su departamento en Milán y su casa de vacaciones en la estéticamente medieval ciudad de Urbino. Las bibliotecas de ambas casas suman una cifra impresionante de hasta cincuenta mil volúmenes. Finalmente, Eco es miembro de la legión de honor francesa, Caballero Gran Cruz de la Orden de Mérito de la República Italiana y ganador del premio Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades. Por si todo esto no fuera poco, Eco también es considerado un “bondólogo” ¿Un bondólogo? Sí, este término es usado para designar a los expertos en James Bond, el famoso agente 007 creado por Ian Fleming.

            Umberto Eco ha escrito mucho, tanto novelas como libros y ensayos académicos. Entre los primeros está el que lo lanzó a la fama, El nombre de la Rosa, publicado en 1980, es una fábula de misterio ambientada en un monasterio de la Edad Media. Su éxito es tal que fue llevada al cine por el director francés Jean-Jacques Annaud. Otras novelas suyas son: El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina (2004), y la más reciente, El Cementerio de Praga (2010).

            Por otro lado, en lo referente a los trabajos de no ficción, el que tendrá más relevancia durante las siguientes líneas es, sin dudas, Apocalípticos e Integrados ante la cultura de masas, de 1965, en el que propone la caracterización, aunque según el mismo mezquina, de las corrientes de teóricos de la comunicación que plantean la existencia de una cultura de masas bajo los adjetivos presentes en el título. Este tema, así como algo de su planteamiento desde la semiótica, será desarrollado en las siguientes secciones. Otras obras académicas importantes de Eco son: Obra abierta (1962), Diario Mínimo (1963), La estructura ausente (1968), La definición del arte (1970), La forma y el contenido (1971), El Signo (1973), Tratado de Semiótica General (1975), El superhombre de masas (1976), Desde la periferia al Imperio (1977), Lector in fabula (1979), Semiótica y filosofía del lenguaje (1984), Los límites de la interpretación (1990), Seis paseos por los bosques narrativos (1990), La búsqueda de la lengua perfecta (1994), Kant y el ornitorrinco (1997) y Cinco escritos morales (1998).

Apocalípticos e Integrados. ¿Escuela de Frankfurt y estructural funcionalismo?


Para poder entender a cabalidad estos conceptos y su implicación diacrónica en los estudios de la comunicación, es importante, si no necesario,  darles contexto. Ello mediante la explicación, a grandes rasgos, de las dos corrientes antagónicas que aparecían como predominantes en estos estudios: La Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt y el estructural funcionalismo de los padres fundadores o miembros de la Mass Communication Research. Cada una encajará, luego de una sucinta revisión, en el perfil tanto de apocalípticos como de integrados planteado por Eco, y así quedará clara la transcendencia de esta caracterización a través de la historia, corta pero importante, de la comunicación como disciplina de estudio, y más allá de la percepción propia del autor.

            El estructural funcionalismo es el primer intento de fijar los conceptos metodológicos para el estudio de la comunicación humana, conceptos creados exclusivamente para este tipo de comunicación y no adaptados desde la comunicación entre aparatos (el teléfono o el telégrafo), como el famoso modelo de Shannon y Weaver, erróneamente extendido. Esta fijación conceptual se pone de manifiesto en la famosa frase del cientista político Harold Lasswell: “Todo proceso de comunicación se puede resumir en quién dice qué, a quién, por qué canal y con qué efecto.” Esta frase da cuenta de la excesiva simplicidad con la que se entiend{ia el proceso comunicativo, pero configuraría un método de estudio que tendrá primacía en esta corriente durante los años 40 y 50. Un modelo lineal y unidireccional, en donde el receptor, el “a quién”, no tiene capacidad de retroalimentación hacia los medios que emiten el mensaje. Además, solo toma en cuenta una porción de algo más amplio, se enfoca en una línea comunicacional sin cuestionarse quiénes están detrás de los grandes medios y qué intereses tienen, quiénes son y por qué les encargan hacer los estudios que hacen. Si bien esta no llega a ser del todo una forma de descalificación, los teóricos de Frankfurt la usarían para criticarlos.

            Este modelo pionero consigue atomizar los conceptos para poder ordenarlos, es decir, separa campos de estudio (del emisor, del mensaje, del canal, del receptor y del efecto) para poder analizarlos de forma particular e independiente, detallada y científica. Sus mayores exponentes son académicos provenientes de las ciencias exactas, acostumbrados a experimentar en ambientes controlados, cambiando solo variables y analizando sus resultados en forma de efectos. Ciertamente, este análisis de los efectos de los medios de comunicación sobre la masa pasiva es otro de los elementos reconocibles en este conjunto de investigadores de la comunicación. Sin embargo, hay que decir que ellos superan la teoría de la “aguja hipodérmica”, es decir, la creencia extendida hasta ese momento de que los mensajes de los medios penetraban en la masa como el líquido de las inyecciones, de forma directa y sin barreras. Para ellos, sí hay obstáculos y formas determinadas de causar efectos en la audiencia, y se avocan a estudiar ambos. Es cierto que investigadores como Paul Lazarsfield llegan a postular un cierto grado de discriminación de los contenidos, legan a darle algo de poder a la masa, pero estas son ideas aisladas que de ningún modo se acercan a la corriente principal de investigación de este grupo de padres fundadores.

No obstante todo ello, lo que más datos aporta a esta síntesis sobre el carácter de “integrados” de los miembros de esta corriente es la visión que tienen de las funciones de la comunicación. Para ellos, los medios actúan como mecanismos de regulación social, es decir, como las arterias del cuerpo que llevan la información de unos órganos a otros para regular –y restablecer en caso sea necesario– las funciones de estos hacia una adecuada marcha del conjunto. Los medios son la extensión de los ojos del público, fiscalizan, vigilan e informan, en ellos se legitiman los líderes y se construye o derrumba el prestigio de un actor social. Cualquier persona con un poder adquisitivo mínimo como para conseguir un televisor, una radio o comprar el diario tiene acceso al mensaje; son democráticos y democratizantes. Son el Internet de aquella época. Esto, claro, desde el punto de vista de aquellos que trabajan, estudian y producen los contenidos, de aquellos estructural-funcionalistas como Lasswell, Lazarsfield, Hovland, etc., que estudian el modelo dentro de y para las instituciones emisoras de mensajes o aquellas que buscan controlar su emisión, como el Estado, la Iglesia, el ejército o las empresas.

En el otro lado del prisma se erige la Teoría Crítica, planteada por un grupo de intelectuales, en su mayoría judíos ricos y socialistas, huidos de la Alemania nazi a tierras americanas, conocidos como la Escuela de Frankfurt. Esta corriente de pensamiento se hace relevante porque pinta la estructura de la sociedad de masas como condenada a la búsqueda de la sumisión camuflada de estas masas mediante el uso de los medios de comunicación como fuertes aparatos ideológicos con poder uniformador. Los ideólogos de la Teoría Crítica critican a los funcionalistas diciendo que no se puede estudiar la comunicación parcelándola en pequeños ámbitos como el canal o el efecto, sino que todo estudio de esta debe incluir un panorama completo y transversal, no solo del proceso comunicativo, sino de la organización de toda la sociedad. Ello desde disciplinas como la filosofía, la sociología o la psicología. Así, su crítica principal, y la que Eco da como uno de los rasgos resaltantes de los integrados, es hacia su actitud no cuestionadora frente a los intereses que están detrás de la emisión de mensajes en los medios. Para el modelo de la Teoría Crítica, hay una alianza entre los adinerados dueños del capital y los dueños de los grandes medios de comunicación para utilizarlos como a los colegios, por ejemplo, haciendo que transmitan una visión sesgada y parcial del mundo. Todo ello con el fin de mantener controlado al proletariado mientras se le hace creer que es libre y feliz.

Este discurso es, a primera, segunda y ciertamente tercera vista, sumamente apocalíptico. No obstante, el debate sobre la utilización de los medios para intereses reñidos con la verdad, y amigos del dinero y el poder sigue vigente en nuestros días. Uno de los ejemplos más importantes es el reciente libro del Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa: La civilización del espectáculo.

Si extendemos más el pensamiento frankfurniano vemos que se define el concepto “cultura” desde un punto de vista elitista. Ello en tanto la “cultura” es aquella del ayer, aquella hecha por unos pocos pioneros e incomprendida por el grueso de la masa ignorante. Esa cultura, pues, es expresión de la autonomía del ser, es creación espontánea, y por ende, un desafío al statu quo, al orden imperante. Los contenidos derivados de la alianza entre los poderosos dueños del capital y los medios de comunicación, ha degenerado en una Cultura de Masas completamente banal y repetitiva, que busca atontar al espectador, hacer que le sea demasiado trabajoso y demasiado improductivo pensar en cuestionar el sistema. Y así, que se adapte a este y forme parte de su proyecto, que venda su fuerza de trabajo como un proletario más, que busque realizarse en trabajos alienantes y gaste su dinero en productos que no sabe por qué necesita y que termina tirando poco tiempo después de adquirirlos. Es lo que hoy llamaríamos “consumismo desenfrenado”.

Esta cultura es producida desde una Industria Cultural movida por una lógica mercantil, en donde lo que se hace aparecer es solo aquello que vende y que no molesta, no azuza ni hace pensar. Se produce en serie, como en una línea de producción, bajo estándares similares, entregando resultados iguales y sistemáticos. La cultura producida por las Industrias Culturales entonces no es “cultura” en el sentido elitista, sino una pseudocultura que la masa pasiva recibe y por la que se deja embrutecer. La masa, por supuesto, no es capaz de discernir, producir ni retroalimentar. En general, habría que dedicar un ensayo propio a explicar los pormenores de esta visión particular de la comunicación dentro de la sociedad, no obstante, Jordi Busquet resume bastante bien la visión que tienen los teóricos de Frankfurt, y en general los apocalípticos de Eco, desde diez ideas sobre cómo ven a la “cultura de masas”. Estas ideas sacadas de su libro Lo sublime y lo vulgar (2008) me ahorrarán muchas líneas de explicación. Estas son:

i)                   La cultura de masas es una cultura técnica.
ii)                El público de la cultura de masas es vulgar.
iii)              La cultura de masas es uniformadora.
iv)               La cultura de masas es conservadora.
v)                 La cultura de masas es depredadora.
vi)               La cultura de masas genera confusión y desconcierto.
vii)            La cultura de masas es mercantil.
viii)          La cultura de masas es mediocre.
ix)               La cultura de masas fomenta la pasividad.
x)                 La cultura de masas es inmoral.


Lo cierto es que la categorización de Eco va más allá de los teóricos de Frankfurt y los estructural-funcionalistas. Si bien entre los ejemplos que da de los primeros menciona a personajes como Adorno y Horkheimer (precursores de la Teoría Crítica de la sociedad) y hace lo mismo con los segundos y algunos de sus autores más representativos; en realidad, lo que él hace es meter a todos los pensadores previos y contemporáneos en uno u otro saco. Entonces, dentro de este esquema, la postura de un pensador o intelectual de la comunicación, según Eco, se enmarca o dentro del estigma “apocalíptico”, o dentro del “integrado”. Y así, los rasgos del primero se corresponden al pesimismo y elitismo descrito en los teóricos de Frankfurt, y los del segundo a los de los padres fundadores; pero ambos incluyen a muchos otros pensadores,  (por ejemplo, Eco pone a Marshall McLuhan entre los “integrados”) cuyos pensamientos solo se asemejan o se acercan a una categoría o a la otra. El lector rápidamente notará que esa forma de categorizar es muy mezquina, y ciertamente lo es; sin embargo, no es algo a lo que Eco sea ajeno, pues lo aclara en las primeras líneas de su obra, con estas palabras:

“Es profundamente injusto encasillar las actitudes humanas –con todas sus variedades y todos sus matices– en dos conceptos genéricos y polémicos como son “apocalípticos” e “integrados”. Ciertas cosas se hacen porque la intitulación de un libro tiene sus exigencias (se trata, como veremos, de industria cultural, pero intentaremos especificar también que este término tiene aquí el significado más “descongestionado” posible); y ciertas cosas se hacen también porque, si se quiere anteponer una exposición preliminar a los ensayos que siguen, se impondrá necesariamente la identificación de algunas líneas metodológicas generales: y para definir aquello que no se quisiera hacer, resulta cómodo tipificar en extremo una serie de elecciones culturales, que naturalmente se prestan a ser analizadas con mayor concreción y serenidad. Pero esto incumbe a los diversos ensayos y no a una introducción” (Eco 1977: 11)

A pesar de este grado de mezquindad, la categorización de las actitudes frente a la comunicación de Umberto Eco en apocalípticos e integrados es famosa y bastante divulgada. Esta, sin embargo, quedaría incompleta si no pasamos revista, aunque sea sucintamente, a su propuesta semiótica, despertando así una nueva forma de entender y modelar el proceso comunicativo.

Eco, el culturalista. Semiótica y comunicación.


“Si los teóricos apocalípticos de las comunicaciones de masas, pertrechados con un pretencioso marxismo aristocrático de ascendencias nietzschianas, suspicaces ante la praxis y aburridos por las masas, hubieran tenido razón, en 1968 este muchacho [en referencia a un joven de la generación italiana nacida y criada con la televisión] habría tenido que buscarse un digno cargo en la Caja de Ahorros tras haberse graduado con una tesis sobre “Benedetto Croce y los valores espirituales del arte”, cortándose los cabellos una vez a la semana y colgando, el Domingo de Ramos, la rama de olivo bendecida sobre el calendario de la Familia Cristiana, junto a la imagen del Sangrado Corazón de Mike Bongiorno.
    Pero sabemos lo que sucedió en realidad. La generación televidente ha sido la generación de mayo del 68, la de los grupúsculos, del repudio a la integración, de la ruptura con los padres, de la crisis de la familia, de la suspicacia contra el latin lover y la aceptación de las minorías homosexuales, de los derechos de la mujer, de la cultura de clase opuesta a la cultura de las enciclopedias ilustradas” (Eco 1985: 174).
            La interrogante implícitamente presente en este fragmento del ensayo de Eco titulado  “¿El público perjudica a la televisión?” y recopilado en el segundo volumen del libro Sociología de la Comunicación de Masas de Miguel de Moragas, es perfecta para empezar a resumir la forma en la que aborda el problema, planteado por él mismo al dividir a los pensadores de la comunicación entre apocalípticos e integrados. Eco forma parte de una nueva corriente de pensamiento, desarrollada en Europa, aunque mayormente en Inglaterra, por lo que se le conocería posteriormente como los Estudios Culturales Británicos. Estos intelectuales revalorizarían el poder del receptor dentro del modelo, centrarían el reflector sobre él y su poder de elegir qué ver, de tener sus propias interpretaciones de lo visto, y además, de producir sus propios contenidos culturales. Esta línea la habían seguido, de manera muy tenue y de ninguna forma como característica principal, algunos padres fundadores, como ya mencioné líneas arriba. Serían, sin embargo, los británicos, testigos de explosiones de cultura popular, cultura creada en bares, parques y barrios, por minorías marginadas y grupos con poco o ningún poder adquisitivo, los bealtes, el poder negro, el hipismo, el pacifismo, etc., etc., quienes se darían cuenta de que sí era posible que la masa produjera cultura. Y que los contenidos de esta, contestatarios como eran, eran tomados en muchas ocasiones por los medios de comunicación en su afán de congeniar con su audiencia, porque su poder ya no era asimétrico. La balanza se equilibraba por el lado del receptor.

            En esta línea, Umberto Eco propone, desde la semiótica, una serie de ideas y conceptos que esclarecen las interrogantes sobre por qué y cómo discriminamos e interpretamos los contenidos ofrecidos por los medios (a veces tomados de la propia cultura popular, como dije). A grandes rasgos explica que todo contenido cultural, desde cómo nos vestimos, la forma de una construcción, una pintura, una foto, una película, etc., constituye un lenguaje, formado por códigos, que a su vez están compuestos por ciertos signos y ciertas reglas de combinación de esos signos. A partir de aquí podemos hablar de lenguaje audiovisual, lenguaje de la moda, entre otros. Este lenguaje se expresa en forma de un discurso estructurado portador de significantes mediante una propuesta estética. Los significantes son las unidades expresivas, son las letras de la palabra, los planos de la toma, etc., que, mediante un proceso de selección y combinación, quieren decir algo. Este algo que quieren decir es el significado que le da el autor del mensaje, el autor del discurso. Sin embargo, el significado contenido en el significante emitido por el autor, pasa a través del canal y llega al receptor. Y he aquí el meollo del asunto. El poder del receptor es su propia incapacidad para leer en esos discursos, en esos mensajes, el significado exacto que le impuso quien los creó.

Entonces, ¿por qué si la televisión (los medios por extensión) buscan crear una sociedad de una manera, los miembros se comportan o actúan de una manera diametralmente opuesta, aún cuando estos comportamientos expresan actitudes asumidas e interiorizadas desde la televisión? Porque la televisión, por sí sola, no tiene el poder de moldear el comportamiento ni la manera de pensar de las personas, y a su vez, porque las personas entienden los contenidos de la televisión de formas diferentes a la intención comunicativa inicial. Esto se debe a que el significado original adherido al significante emitido en el discurso, es decir el que quiso darle el autor, tiene muchas interpretaciones posible, lo que Eco llamo interpretaciones aberrantes. Estas son las que difieren, aunque quizás no en las antípodas, de la interpretación que quisiera el autor que tengan los receptores. Por otro lado, es un receptor o intérprete ideal, según Eco, aquél que interpreta exactamente ese significado original. En conclusión, felizmente para nosotros, no somos un conjunto uniforme de receptores ideales.

¿Por qué interpretamos y valoramos los discursos de diferentes maneras? Porque somos portadores de nuestros propios códigos y subcódigos, provenientes a su vez de nuestras culturas y subculturas particulares. Estos moldean nuestra forma de entender una cosa u otra. Aquí es siempre útil el clásico ejemplo de los esquimales que tienen hasta cuatro palabras para definir cuatro formas de nieve diferentes para sus ojos adiestrados, palabras que nosotros, desde una cultura diferente, agruparíamos simplemente en “nieve”. Nuestras vivencias, nuestro esquema psicosocial, nuestro nivel de educación, entre otros, son parte de esos factores que determinan nuestro entendimiento hacia lo positivo o hacia lo negativo.

Y así, nuestra procedencia cultural nos inclina a valorar las propuestas estéticas, los elementos significantes, entre otras cosas. Estamos, entonces, en constante negociación con los medios, tanto porque producimos nuestro propio contenido de cultura popular, como porque somos capaces de discernir qué ver, y valorar y reflexionar sobre lo visto. El proletariado, la antes vulgar masa, las personas comunes y corrientes no son más seres pasivos; diferenciamos, escogemos y juzgamos lo que nos dicen los medios, esos medios que, quién sabe, pueden tener la intención de alienarnos y uniformizarnos. Al final, es una constante lucha en la que, como toda, hay avances y retrocesos, pero en la que no estamos indefensos ni avasallados. Por eso, entre el elitismo pesimista de los apocalípticos y la inocente confianza de los integrados, Eco le dice no a ambos.

Conclusiones.

  • Umberto Eco es parte de la corriente de pensamiento culturalista desarrollada entre los años 50-60-70 en Europa que se asombra de las muestras de cultura popular procedente de la masa, antes concebida como pasiva. Entre estas muestras están el surgimiento de grupos como los Beatles, los Rolling Stones, de movimientos como el hipismo, el poder de la comunidad afroamericana, el feminismo o el pacifismo. Eco dedica la mayoría de su vida a los campos de la estética, la semiótica y la comunicación.
  • Su ensayo más relevante, en cuanto a las teorías de la comunicación, es el famoso Apocalípticos e Integrados ante la cultura de masas. En él ofrece una categorización que, aunque mezquina, sirve bastante para comprender las dos formas antagónicas de pensar la comunicación. Por un lado, los apocalípticos tienen una visión pesimista de la comunicación en la sociedad desde una posición elitista y muchas veces marxista. Por otro, los integrados tienen una fe ciega e inocente en la producción de contenidos y la democratización de estos mediante las nuevas tecnologías de información. Ante esto, la propuesta de Eco se distancia de ambas.
  •   Apocalípticos e integrados se pueden acomodar a dos corrientes que hemos estudiado: los estudiosos de Frankfurt y su Teoría Crítica, en su mayoría judíos socialistas y ricos asimilados por la sociedad americana; y la de los estructural-funcionalistas o padres fundadores. Los primeros conciben una sociedad en donde la alianza entre los dueños del capital y los medios de comunicación dan lugar a una Industria Cultural que produce una pseudo cultura de masas estupidizante y uniformadora. Los segundos tienen una fe somera en el sistema y en los efectos democráticos de la producción masiva de contenidos. No cuestionan en absoluto los intereses detrás de esta producción porque están ocupados en crearla o estudiarla desde adentro. Ambos conciben en el modelo un receptor pasivo, sin capacidad de retroalimentación, valoración o discernimiento.     
  • La propuesta de Umberto Eco se enmarca dentro de la revalorización del poder del receptor y se aleja tanto de apocalípticos como de integrados, en tanto considera que pueden existir intereses detrás de la emisión de mensajes, pero el receptor no está indefenso y pasivo antes ellos. Los contextos culturales dotan al lector de los discursos de los medios de armas para diferenciar, escoger y valorar sus propuestas desde ciertas formas de entendimiento particulares, convirtiéndonos en masas no uniformes que mezclan a muchos intérpretes aberrantes con algunos otros ideales (generalmente los que tienen el mismo nivel de educación que el productor del mensaje que, a su vez, generalmente son los que estudian la comunicación. Por ello siempre se había entendido este significado embobante de los contenidos de la  “cultura de masas”).


Bibliografía.


BUSQUET, Jordi
2008              Lo sublime y lo vulgar: la cultura de masas o la pervivencia de un mito. ¿?: UOC.


ECO, Umberto
1977                           Apocalípticos e Integrados frente a la comunicación de masas. Volumen II. Traducción de Andrés Boglar. Quinta edición. España: Lumen.


MORAGAS, Miguel de
1985               Sociología de la Comunicación de Masas. Madrid: Editorial Gustavo Gili.









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